Homilía en la Jornada de la Vida Consagrada 2024

Publicado el 03/02/2024
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La liturgia de este día nos pone delante una hermosa escena: dos ancianos que ven cumplida la espera de toda una vida. Habían nacido para ese encuentro, para el cumplimiento de su actitud esperanzada que desembocaría en el abrazo de un pequeño, que para ellos se haría una profecía realizada.

No importa la edad, ni los años que han transcurrido hasta que acontece tamaño encuentro que nos cambia la vida. Porque la diferencia entre alguien que tiene un corazón joven o un corazón envejecido, está en la espera con la que a diario se asoma a la vida, a las cosas que nos suceden con la sombra de la oscuridad o con la luz que no declina, con el aplauso que nos ovaciona o con el desprecio que nos humilla, con el entusiasmo del primer momento o con el cansancio que termina por hacernos escépticos y resentidos. No siempre depende de nosotros ni de nuestra buena voluntad poder sortear estos vericuetos encontradizos, pero en la trama real de cada día, esa que tiene los años de mi edad y el domicilio de mis circunstancias, ahí se inscribe la esperanza cuando en el corazón palpita de veras la espera que nos abraza al encontrarnos con aquel buen Jesús a quien consagramos nuestra vida y que viene a mi encuentro cada instante de cada día.

Simeón y Ana son una parábola de la alegría, que nos hace despertar, que sacude nuestras dormideras, que permite asomarnos a la único necesario que vale la pena. Podemos imaginar sus ojos ancianos que tenían la lozanía fresca de quien sabía que su espera no era una engañosa quimera, sino una promesa cumplida cuando Dios dispusiera en sus encrucijadas humanas y creyentes que sucediera la luz y el encuentro que traían María y José sin más consigna ni encomienda que cumplir con su deber de presentar en el Templo al hijo que tan gratuitamente engendró María del Espíritu Santo, y que José protegería desde el amor por esa joven madre y por ese hijo de sus entrañas virginales.

Ayer se celebró en la Basílica de San Pedro esta misma liturgia. Presidida por el Santo Padre el papa Francisco, les dirigió unas palabras realmente hermosas que quiero leer, porque nos afectan directamente a quienes estamos aquí esta tarde cuando hablaba de los dos obstáculos que hoy nos pueden impedir precisamente la espera.

Decía el papa que «la espera de Dios también es importante para nosotros, para nuestro camino de fe. Cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Por eso Él mismo nos exhorta a permanecer despiertos, a estar vigilantes, a perseverar en la espera. Lo peor que nos puede ocurrir, en efecto, es caer en el “sueño del espíritu”: dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación. Pienso en vosotros, hermanas y hermanos consagrados, y en el don que representáis; pienso en cada uno de nosotros, los cristianos de hoy: ¿somos todavía capaces de vivir la espera?… A veces —hay que reconocerlo— hemos perdido esta capacidad de esperar.

El primer obstáculo que nos hace perder la capacidad de esperar es el descuido de la vida interior. Es lo que ocurre cuando el cansancio prevalece sobre el asombro, cuando la costumbre sustituye al entusiasmo, cuando perdemos la perseverancia en el camino espiritual, cuando las experiencias negativas, los conflictos o los frutos, que parecen retrasarse, nos convierten en personas amargadas y resentidas. No es bueno masticar amargura, porque en una familia religiosa -—como en cualquier comunidad y familia— las personas amargadas y con “cara sombría” hacen pesado el ambiente; estas personas que parecer tener vinagre en el corazón. Es necesario entonces recuperar la gracia perdida, es decir, volver atrás y, mediante una intensa vida interior, retornar al espíritu de humildad gozosa y de gratitud silenciosa. Y esto se alimenta con la adoración, con el empeño de las rodillas y del corazón, con la oración concreta que combate e intercede, que es capaz de avivar el deseo de Dios, el amor de antaño, el asombro del primer día, el sabor de la espera.

El segundo obstáculo es la adaptación al estilo del mundo, que acaba ocupando el lugar del Evangelio. Y el nuestro es un mundo que a menudo corre a gran velocidad, que exalta el “todo y ahora”, que se consume en el activismo y en el buscar exorcizar los miedos y las ansiedades de la vida en los templos paganos del consumismo o en la búsqueda de diversión a toda costa. En un contexto así, en el que se destierra y se pierde el silencio, esperar no es fácil, porque requiere una actitud de sana pasividad, la valentía de bajar el ritmo, de no dejarnos abrumar por las actividades, de dejar espacio en nuestro interior a la acción de Dios, como enseña la mística cristiana. Cuidemos, pues, de que el espíritu del mundo no entre en nuestras comunidades religiosas, en la vida de la Iglesia y en el camino de cada uno de nosotros, pues de lo contrario no daremos fruto. La vida cristiana y la misión apostólica necesitan de la espera, madurada en la oración y en la fidelidad cotidiana, para liberarnos del mito de la eficiencia, de la obsesión por la productividad y, sobre todo, de la pretensión de encerrar a Dios en nuestras categorías, porque Él viene siempre de manera imprevisible, viene siempre en tiempos que no son los nuestros y de formas que no son las que esperamos».

Son, sin duda, palabras del Santo Padre Francisco que vale la pena releer como un atento y dulce examen de conciencia que hoy se nos propone como respuesta al vacío triste y estéril que acaso podemos seguir arrastrando, habiendo perdido la alegría de ese primer momento cuando llamamos a la puerta de la comunidad de un noviciado, cuando conmovidos hicimos nuestros votos para siempre, cuando nos dejamos enviar para la misión que no tenía el control de nuestros cálculos ni el interés de nuestras conveniencias egoístas. Pero esa alegría existió, y la fecundidad misteriosa de nuestra entrega también se dio de tantas maneras. Han pasado los años: pero no ha cambiado la llamada, ni es otro quien ahora nos llama. Sólo nosotros podemos ser distintos con el transcurso de la vida que ha ido dejando el agradecimiento o las heridas, la ilusión renovada o el resentimiento vacío. Por eso, queremos renovar nuestra consagración ahora, para volver a decir el sí de nuestra entrega tras tantos años de brega en los mil campos y en los mil mares por donde hemos caminado.

Un sí a aquella vieja llamada, un sí a aquel eterno Señor. Un sí que retoma la respuesta enamorada a quien, poniendo nuestro nombre en sus labios, nos regaló en su Iglesia una preciosa vocación. No es una fórmula ritual que por inercia repetimos cada año llegando esta fecha, sino el deseo humilde y sincero de quien desea con la ayuda de la gracia volver a empezar. Por eso este día mariano de la Candelaria con la que Jesús se hizo luz en los brazos de María para Ana y Simeón, le pedimos a nuestra Señora que sostenga como Madre buena nuestra esperanza y nos ayude a renovar cada día el don de nuestra fidelidad. De fondo están nuestros santos fundadores, esos hombres y mujeres que acertaron a pronunciar el sí de su respuesta a la llamada recibida, y de cuya entrega a Jesucristo hemos nacido nosotros viviendo cada uno nuestro carisma.

No sólo los santos fundadores, sino también los hermanos que nos han acompañado a través de la vida: personas que asumieron la formación y el acompañamiento de nuestros primeros años, hermanos y hermanas que estuvieron a nuestro lado en las comunidades y tareas por las que hemos pasado dándonos su afecto fraterno y el testimonio de su gozosa fidelidad. A todos ellos los encomendamos en esta santa Eucaristía.

Queridos hermanos y hermanas, en el marco de la Catedral de Oviedo, iglesia madre de nuestra archidiócesis, las distintas formas de vida consagrada con las que Dios bendice nuestra Iglesia particular, tenemos esta acción de gracias por el regalo que representa vuestras vidas y carismas. Que Dios os bendiga y os guarde. Amén.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
3 febrero de 2024