Homilía en la jornada de la Campaña contra el Hambre

Publicado el 10/02/2013
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Homilía en la jornada de la Campaña contra el Hambre


Catedral 10 de febrero de 2013

 

En este 5º domingo del tiempo ordinario escuchamos un evangelio que particularmente nos permite acercarnos a lo que significó la encarnación de Dios, su gesto de venir a nosotros haciéndose de los nuestros sin dejar de ser Él.

 

No vino Jesús, Mesías esperado, en medio de una alharaca rimbombante de ruido y tronío. No comenzó su ministerio público con bombo y platillo en la plaza principal, de la capital renombrada y con la gente influyente del lugar. Es la escena que nos narra el evangelio de este domingo. Simón y sus compañeros son sorprendidos por Jesús en el quehacer banal de cualquier día de su vida: mientras estaban lavando las redes vacías, tras una noche desafortunada. Ahí, en ese cotidiano transcurrir de una vida, ahí estaba también el Señor. Allí acontece un diálogo entre Jesús y Simón, que es ejemplar. “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Y responde Simón: hemos estado toda la noche intentándolo en balde, pero por tu palabra, volveré a echar las redes. Es muy hermoso leer este diálogo paralelamente con el del final del Evangelio de S.Juan, cuando vuelvan a encontrarse Jesús y Pedro –entonces será ya Pedro– en un mismo escenario: el mismo lago, una barca, entre redes vacías y noches estériles (Cf. Jn 21,1-24).

 

En ambos encuentros, lo que determina el asombro de Simón Pedro es la repuesta de Jesús a la vaciedad de los esfuerzos de éste. No hay lugar a “pactos”, no se trata de una “negociación”, sino el impresionante estupor ante algo más grande que Pedro. Porque Simón, buen conocedor de las horas oportunas para su bregar pescador, cuando ve lo sucedido no hace una interpretación simplona o racionalista: tú ves más que yo, has tenido más suerte, hemos sido afortunados por dar finalmente con el banco de peces… No, la reacción de Simón es la de un asombro netamente religioso: “apártate, Señor, que soy un pecador”.

 

En su último encuentro en el lago Tiberíades, aún sabiéndose pecador –y quizás con una conciencia de ello que ahora no tiene todavía–, lejos de decir a Jesús que se aparte, será él quien se lanzará al agua para acortar la distancia. Vale la pena leer los dos encuentros. Finalmente, la llamada y la respuesta: serás pescador de hombres… y ellos, dejándolo todo, lo siguieron. Este Evangelio es toda una meditación que hay que leer despacio, como quien intuye –así es en realidad– que uno mismo está en esa barca, que a uno mismo se dirige el Señor, no como a una muchedumbre anónima, sino con mi nombre y situación.

 

Porque sólo entenderemos este encuentro entre Simón y Jesús, cuando en él veamos descrito nuestro propio encuentro con el Señor. O dicho de otro modo, cuando en el cotidiano lavar nuestras redes, o entre nuestros pucheros y quehaceres, descubrimos una Voz y vemos una Presencia, que nos llama desde todos nuestros vacíos a una plenitud insospechada para la que habíamos trabajado desde nuestras fuerzas insuficientes, la plenitud que había soñado nuestro corazón y para la que está hecho. Ellos, dejándolo todo, siguieron a Jesús. La vida recomienza cuando somos capaces de ver y vivir esa escena con nosotros por dentro.

 

Pero en este domingo, también celebramos con gratitud una consecuencia de esa cercanía que aprendemos del mismo Dios. Porque Jesús no se marchó al Padre sin antes haber dejado a sus discípulos la encomienda de seguir anunciando esa Buena Noticia que en sus labios simplemente comenzó.

 

Lo he recordado en mi carta de esta semana a propósito de la campaña del hambre a la que nos convoca Manos Unidas. Siempre debemos tener graduada la mirada para ver lo de cerca y para ver lo de lejos. Así sucede con el amor: cuando queremos amar tanto lo inmediato y cercano que nos cegamos para ver lo que está más a desmano, algo falla en nuestro modo de mirar. O sucede al revés si nos conmueven las grandes causas mundiales, pero somos incapaces de mirar a quién más a nuestra vera espera un gesto de amor concreto.

 

La comunidad cristiana esto lo vive de muchas maneras: amar al prójimo próximo y amar al prójimo lejano. Por poner dos cauces digamos estos, de los muchos otros que podríamos poner: la caridad más próxima la ejercemos a través de Cáritas, la caridad más remota a través de Manos Unidas. Gracias a Dios hay otras muchas realidades eclesiales que en el aquí o en el allá también encauzan nuestro amor solidario.

 

En febrero siempre tenemos una cita con la campaña de Manos Unidas, esa organización de la Iglesia que nació hace más de 50 años cuando unas mujeres llenas del amor a Dios y del amor a los hermanos, decidieron dar la batalla contra el hambre: el hambre de Dios, el hambre de pan y el hambre de cultura, como reza su motivación inicial. Y cada año se proponen un nuevo lema. Esta vez corresponde a este: “No hay justicia sin igualdad”. Concretamente se refiere a la igualdad entre hombre y mujer.

 

Una justicia que construye igualdad

 

Cuando se rompe esta igualdad querida por Dios y que nos constituye en su imagen y semejanza mejor acabada, ofendemos a nuestros Creador y nos rompemos a nosotros mismos. Cuántas historias de violencia de género hemos lamentado y tenemos que denunciar con toda energía, en donde la mujer sale como la peor parada, la más vulnerada y humillada, violada y violentada, siendo en la mayor parte de las veces ella la víctima de la prepotencia del varón. Por eso, el lema de este año de Manos Unidas es totalmente pertinente y viene a responder a lo que como reto cultural de nuestro tiempo tenemos que seguir trabajando en beneficio de la justicia que construye relaciones desde la igualdad que nos une al hombre y a la mujer.

 

No obstante, y para aclarar la corta interpretación de algunas hermeneutas del gineceo habitual cuando han leído mi carta semanal con la lupa ideológica una vez más, hemos de decir que una cosa es la violencia de género que denunciamos y condenamos en todas sus formas y otra muy distinta la ideología de género que tanto daño está haciendo por la confusión nada inocente que propugna, como el Papa y los obispos no dejamos de recordar. Como toda ideología, peca de sectarismo, de insidia y de exclusión. Por eso no aceptamos ni el machismo ni el feminismo, pues es la misma reducción excluyente protagonizada por rivales que se cierran para entender que la condición masculina y la femenina son complementarias y no enemigas.

 

La vida no es un ciego brotar como si se tratase de un hongo anónimo en el bosque de la historia o una pretensión a la carta. La vida tiene una imagen que se asemeja a la Belleza de su Creador. Y entre todos los seres, sólo el humano goza de esa huella que nos constituye en icono viviente de Dios, con rostro, con entrañas, con palabra y corazón. Dios se hizo hombre en la encarnación, un hombre total y completo, igual en todo a nosotros menos en el pecado. No porque le faltase algo, sino porque nos quiso enseñar humanamente aquello que el pecado original nos arrebató.

 

La antropología nos habla de una reciprocidad sexuada: hombre y mujer. Y esto responde al proyecto de Dios: no es debilidad, confusión ni divertimento, sino la voluntad del Señor que con su Palabra creadora así nos creó. A diferencia de otras culturas en las que el hombre es quien hace dioses a su imagen, en la Biblia es Dios quien crea al hombre a su propia imagen: varón y mujer lo creó. La mujer es contemplada como ayuda adecuada y solidaria con el varón, como ser correspondiente con él, en una comunión de origen y destino. Lo mismo se puede y se debe decir del varón en relación con la mujer. Para que haya justicia debe haber igualdad, sí, pero ésta no es la anulación de lo que nos distingue, sino la comunión en lo que nos complementa. Padre y madre, esposo y esposa, hombre y mujer. Sin esto se reniega de nuestra imagen asemejada con Dios, se destruye la familia en su fundamento y se corrompe la sociedad en una confusión de enormes consecuencias.

 

Reitero mi gratitud a Manos Unidas. Gracias por ayudarnos a nutrir el hambre de Dios, de pan y de cultura en tantos hermanos nuestros necesitados. Gracias por recordarnos este año que la lucha entre hombre y mujer introduce una injusticia que rompe nuestra igualdad original.

 

El Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo