Comienzo del Año Jubilar de la Misericordia
Santa Iglesia Catedral Basílica Metropolitana, 8 de diciembre de 2015
Llega en medio del Adviento esta cita mariana con una fiesta particularmente querida y entrañable en la historia de nuestro pueblo cristiano. Hay que decir ante todo que María no es un adorno piadoso pero innecesario en la tradición cristiana, como si se hubiera colado de cualquier modo esta festividad dentro de nuestra andadura litúrgica que nos conduce a la Navidad. Tiene todo su sentido porque de algún modo dicho Ella representa el modo como Dios quiso salvarnos al darnos por ella a su Hijo. Y tiene una raigambre especial en el pueblo cristiano la fiesta de la Inmaculada. Ha supuesto debates teológicos, apuestas culturales y hasta defensas institucionales por parte de universidades, ayuntamientos, parlamentos, que hoy nos parecerían sencillamente inimaginables con el nuevo escenario cultural y político que tenemos delante. Pero lo que está en juego dentro de esta festividad mariana es algo más que un quita y pon de un privilegio que a María y sólo a Ella le fue concedido, es algo más lógicamente que un capricho piadoso de devoción particular. Estamos nada menos que ante el camino que Dios ha seguido para venir a salvarnos al género humano, preparando el terreno para que pudiera nacer como hombre la carne de su Hijo. Esto es lo que estamos celebrando.
En este caminar de espera y esperanza que hemos comenzado con el adviento cristiano, la liturgia nos sorprende con esta fiesta de la Virgen particularmente querida en nuestra tradición cristiana. Esta solemnidad nos es presentada como una dulce invitación a fijar nuestra mirada en María, la llena de gracia y limpia de pecado ya en su misma concepción cuando Ella fue llamada a la vida. Si el camino del Adviento nos prepara para recibir la Luz sin ocaso que representa y es el Hijo de Dios, María es la aurora que anuncia el nacimiento de esa Luz: Ella es el modelo acabado donde poder mirarnos y donde encontrar las actitudes propias de cómo esperar y acoger al Señor prometido.
Que María haya sido preservada del pecado original y originante de todos nuestros pecados personales, significa que el eterno proyecto de Dios, un proyecto de bondad y de belleza como leemos en el relato de la creación en el libro del Génesis, no fue del todo truncado ni fatalmente contradicho con la aparición del Tentador y sus mañas ante el cual sucumbirá la primera Eva, madre de los vivientes (Gén 3, 9-15.20).
Ha habido alguien, que por los méritos de la Redención de Cristo, ha sido preservada de esa inclinación inevitable hacia un mal —menor o mayor—, a pesar de que en el fondo del corazón todos deseamos inclinarnos hacia el bien —menor y mayor—. Nos reconocemos en esa elección que hizo para nosotros el Padre Dios antes de la creación del mundo, al elegirnos en la Persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. Ef 1, 3-6.11-12). Lo que en nosotros ha sido y sigue siendo un anhelo y una llamada incesante que nos reclama a la conversión, en María ha sido una feliz realidad de la que nos viene a nosotros la posibilidad de ser redimidos.
Acabamos de escuchar en el Evangelio de esta fiesta (cf. Lc 1,26-38) cómo los imposibles pueden hacerse posibles. No, no se trata de un juego de azar, de una adivinanza, o de una especie de sortilegio. Lo imposible es posible cuando renunciamos a ser como Dios: vieja y única tentación del hombre. Cada cual sabe cuáles son sus árboles de fruta prohibida con los que sustituir a Dios, o cuál su torre de babel indebida con la que conquistarle, o ante qué becerros de oro de dioses que no lo son se postra a diario.
¿Qué significa en este momento hablar de imposibilidades? La lista se haría tan enojosa como prolija de las muchas cosas que nos desafían imponiéndonos su rostro más severo en donde quedan acorraladas la esperanza y la dicha, esas que en otros momentos parecían claras y definitivas. Caducan las promesas que se levantan en falsas expectativas, se rompen los acuerdos que se firmaron con la seriedad de un pacto verdadero, y parece que todo salta por los aires cuando aún nos queda aire y algo por lo que saltar en este mundo nuestro tan amenazado e incierto.
Todos tenemos un sinfín de imposibilidades, algo que no llegamos a controlar hasta el fondo, en lo que nos sabemos y somos en verdad pobres y pequeños. Podemos desesperarnos hasta la rebeldía, podemos resignarnos hasta la pasividad, pero podemos también abrirnos a Dios para decirle como María: lo que Tú tienes pensado para mí, para mi propia felicidad, aquello para lo que yo nací porque Tú a eso me llamaste desde toda la eternidad, deseo con todas mis fuerzas que se cumpla, que se haga en mí según tu Palabra. Importa menos que yo lo entienda del todo y enseguida. Importa únicamente que yo me deje guiar por el Señor y que lo acepte abrazado a su dulce compañía.
La Inmaculada representa esa certeza ejemplar, esa gracia sucedida, de que en medio de los borrones de tantos días Dios nos muestra en María una página blanca y limpia en la que poder leer una historia sin mancha con renglones que nunca se tuercen y que nos narran la añeja y venturosa vida según la soñó su Creador. Y aunque sean tantas las fechorías de las que somos capaces, aunque sean evidentes las demasiadas corrupciones económicas y políticas de los aprovechados de siempre en la cosa pública, aunque haya una violencia que no sepamos de verdad erradicar en las mil guerras y los mil terrores, aunque nuestras debilidades nos recuerden lo frágiles que somos y cómo nos acompaña la humana vulnerabilidad, aunque tengamos tantos “aunques” que nos delatan y entristecen, hay alguien que nos señala un camino diverso que vale la pena volver a estrenar. Porque aunque todo eso se da en nosotros y entre nosotros, la Inmaculada nos señala la historia que Dios quiso, la historia que en María verdad y belleza se hizo, una historia que nos pertenece porque por ella la nuestra sale de su maleficio y estrena la posibilidad a la que no sabemos ni queremos renunciar.
La Palabra que se hará carne en su carne inmaculada encontró en María el espacio para venir a ser humanamente. En ella la Palabra se hizo voz, y este mensaje nos abrazó para sacarnos de la condena que el pecado original y originante provocó. Esa misma Palabra quiere también encontrar nuestros labios, los que coinciden con nuestra biografía, para poder hablarnos y desde nosotros hablar. Mirando a la Inmaculada decimos nuestro sí, pidiendo como ella que se haga vida la eterna Palabra en nuestra propia existencia humana y cristiana. Esa vida que tiene los años de mi edad y la circunstancia de donde vivo con aquellos que me han sido dados como humana compañía.
Hace sólo unas horas el Papa Francisco ha abierto en la Basílica de San Pedro la puerta santa con la que comienza el año jubilar de la misericordia. Nosotros lo haremos el próximo domingo por la tarde aquí en nuestra Catedral de Oviedo. Hace 50 años que un día como hoy se clausuraba el Concilio Vaticano II. Al concluirlo, pronunciaba el Papa Pablo VI unas palabras que han inspirado a Francisco lo que en este día da comienzo en Roma: «Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas … Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades». Era una hermosa manera de clausurar lo que con palabras semejantes había tenido comienzo, cuando en la apertura del Vaticano II dijo el Papa Juan XXIII: «En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad … La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella». Es la misericordia entrañable que vemos manifestada en nuestra Madre Inmaculada, verdadera figura de la Iglesia.
María dijo sí, Dios lo dijo antes en Ella. Esta es la preciosa historia a la que el Señor nos llama mientras hacemos este camino hacia la Navidad tan cercana con la que Dios nos bendice en su propio Hijo arropados por la misericordia que enciende una esperanza que no engaña.
Que la Virgen Inmaculada, nuestra querida Santina, os bendiga y siempre os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo