Homilía en la festividad de San Juan de Ávila

Publicado el 10/05/2012
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Homilía en la festividad de San Juan de Ávila


Seminario Metropolitano, 10 de mayo de 2012

 

 

Querido Sr. Arzobispo emérito D. Gabino, Sr. Vicario General, Sr. Rector del Seminario y demás hermanos sacerdotes, particularmente los que en este día celebráis conjuntamente vuestras bodas de oro o de plata sacerdotales, familiares y amigos de los homenajeados, religiosas, seminaristas y hermanos todos: paz y bien.

 

Tenemos fiesta. Estamos de fiesta. San Juan de Ávila se nos dio como patrono del clero español por el Papa Pío XII en el lejano 1946, y esto nos engalana de alegría, y hace saltar nuestras campanas con tañidos de gratos recuerdos y esperanza rendida. Como sucede en nuestras ascensiones a la montaña, sabemos que en el camino nos ayudan los indicadores, los hitos. No son la banderola de la meta, pero sí que nos permiten que no extraviemos el justo camino, nos reafirman en la ruta emprendida y  podemos vislumbrar el final hacia el que caminamos.

 

Esto son los santos en la historia cristiana. Mirándolos a ellos recibimos como don la compañía que con discreción Dios pone a nuestro lado con su ejemplo, con su intercesión y sabiduría. En el prefacio de los santos pastores que luego cantaremos así lo decimos: «Tú, Señor, concedes a tu Iglesia la alegría de celebrar hoy la festividad de san Juan de Ávila, para fortalecerla con el ejemplo de su vida, instruirla con la predicación de su palabra y protegerla con su intercesión». A esto nos remitimos y esta es la gracia que deseamos recibir mientras hacemos memoria de este santo sacerdote.

 

El Papa Benedicto XVI nos dio la buena noticia en la pasada celebración de la JMJ, de que próximamente sería proclamado doctor de la Iglesia San Juan de Ávila. En la reciente Asamblea Plenaria del episcopado español, hemos aprobado un mensaje en el que explicamos la razón de este doctorado ayudándonos a su comprensión: «La originalidad del Maestro Ávila se halla en su constante referencia a la Palabra de Dios; en su consistente y actualizado saber teológico; en la seguridad de su enseñanza y en el cabal conocimiento de los Padres, de los santos y de los grandes teólogos. Gozó del particular carisma de sabiduría, fruto del Espíritu Santo, y convencido de la llamada a la santidad de todos los fieles del pueblo de Dios, promovió las distintas vocaciones en la Iglesia: laicales, a la vida consagrada y al sacerdocio… En sus discípulos dejó una profunda huella por su amor al sacerdocio y su entrega total y desinteresada al servicio de la Iglesia… Fue Maestro y testigo de vida cristiana; contemporáneo de un buen número de santos que encontraron en él amistad, consejo y acompañamiento espiritual. Un Doctor de la Iglesia es quien ha estudiado y contemplado con singular clarividencia los misterios de la fe, es capaz de exponerlos a los fieles de tal modo que les sirvan de guía en su formación y en su vida espiritual, y ha vivido de forma coherente con su enseñanza». Por todo esto la Iglesia nos lo propone como un santo que nos enseña ese camino de santidad que nos asemeja al buen Pastor en el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal buscando la gloria de Dios y la bendición de todos los hermanos que la Iglesia pone a nuestro cuidado.

 

Son realmente hermosas sus palabras al jesuita P. Francisco Gómez, para que fueran dichas en el Sínodo Diocesano de Córdoba del año 1563: «No sé otra cosa más eficaz con que a vuestras mercedes persuada lo que les conviene hacer que con traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho en llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal… Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado». Mirarnos de pies a cabeza, mirarnos en el alma y en el cuerpo, y que rompa nuestro canto en la gratitud por un inmerecido don que hemos de vivir con fidelidad y cuidado. Así lo pedimos en este día tan especial para todos nosotros.

 

No deja de ser un regalo que tiene nombre, edad y recorrido al mirar a estos hermanos que hoy celebran nada menos que sus 50 o sus 25 años de sacerdocio. Siempre me conmueve esta efemérides que nos obliga serenamente a mirar hacia atrás no para que nos dé un ataque de nostalgia por los muchos años pasados, sino para comprender de dónde partimos, por dónde anduvimos, y ahora cómo y dónde estamos. Sería señal, y así lo deseo y verifico, de que hemos ido viviendo y celebrando el paso de los años con paz, con mesura, con todo lo que conlleva la humana condición que ha sido abrazada por la gracia de Dios y por su Iglesia acompañada.

 

Si nos remontamos a esos años que abrieron vuestra andadura sacerdotal: 1962 y 1987, ¡cuántas cosas han sucedido, cuántas se han gozado sin duda, cuántas se han llorado quizás! Los sueños más cumplidos y acaso no han faltado algunas pesadillas. Compañeros que con vosotros se acercaron al altar y que por mil circunstancias luego lo dejaron. Otros que fallecieron mientras hacían este mismo camino nuestro. Otros que se cansaron y se rindieron de tantas formas. Otros, vosotros queridos hermanos, que en medio de la andadura variopinta, estáis aquí dando gracias y celebrando.

Quedan atrás, muy atrás tantas cosas, tantos nombres, tantos momentos bajo la sombra de las nubes o bajo los soles luminosos. Situaciones en los que os supisteis fuertes y acompañados, y otras en los que la confusión, el desgaste o la soledad os dejaron tocados. Pero como escuchasteis el día de vuestra ordenación, Dios es fiel, sí ese Dios que os ha llamado. No ha retirado su llamada que sigue siendo la misma, aunque por el implacable paso del tiempo vosotros hayáis cambiado.

 

Nos unimos a vuestro gozo con la más alegre leticia, con respeto también hacemos nuestros vuestros perdones ofrecidos y recibidos, y sobre todo con vosotros queremos dar gracias por lo mucho y por lo más, y pedir gracia para que se siga celebrando esta historia inacabada, que el Señor, Buen Pastor, sigue escribiendo cada día en la hora de su entraña con la tinta de vuestra libertad fiel y entregada.

 

Tenemos presentes a vuestros seres queridos, a padres, hermanos, amigos, profesores y formadores, sacerdotes y cuantos fueron decisivos en vuestro camino. También tanta gente a la que en nombre de Dios y de la Iglesia habéis servido: cuántos niños, jóvenes, adultos, ancianos han escuchado vuestros consejos, los habéis sostenido en sus zozobras, habéis enjugado sus lágrimas, habéis compartido también sus alegrías. No pocas de sus búsquedas, de sus preguntas habrán encontrado en vuestra paternidad espiritual una luz, un aliento y una fraterna compañía. Que hoy sea todo ello un homenaje al Señor y a vosotros, por vuestro sí, por el itinerario de vuestro rastro que se hace canto de gratitud en un rostro confiado.

Pedimos que la Santina os bendiga siempre y a nosotros a través de vuestras manos. Ad multos annos, hermanos.

 

       + Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo