Atardecía aquel día que terminó siendo mohíno y cabizbajo. Algo había pasado, algo que puso en el rostro de aquel hombre y aquella mujer un rictus de derrota, de trasgresión de una palabra dada. La belleza que les circundaba se manchó, la bondad que todo lo sostenía se envileció, y la verdad con la que se trataron saboreó la mentira y la traición. Vino entonces un mensajero con cara de ángel, y les indicó que salieran de aquella casa que tenía forma de jardín, porque así habían decidido ellos sucumbiendo a la fruta prohibida que tramposamente les prometió que serían felices sin Dios. El hecho es que, sin Dios, ellos dejaron de ser hermanos y ayuda recíproca, y la vida se tornó inhóspita teniendo que trabajar con sudor y engendrar con dolores.
Esta vieja historia resuena esta tarde aquí, como respuesta a aquella mudanza que se hizo una maldita partida debiendo dejar la casa para la que se nació. Levantamos una casa en la que dedicándola a Dios le hacemos hueco en esta ciudad de Gijón, en este barrio de Natahoyo. No será un vecino cualquiera, pero Él en medio de nosotros quiere vivir como un vecino más.
Cuando vine por primera vez a Gijón como arzobispo, celebré en la parroquia de San José. Allí tuvimos cita tantos cristianos que de las diversas parroquias gijonesas fuisteis a conocer a vuestro nuevo obispo. Fue hermosa aquella celebración. Al final, los diversos grupos cristianos de nuestras parroquias y realidades eclesiales, fueron pasando para que pudiese saludarlos. A las gradas del altar llegó un grupo pequeño y compacto que iban presentándose como si lo hubieran ensayado: somos de la parroquia de Santolaya y necesitamos un nuevo templo porque no cabemos en el que estamos. Uno, otro, y así un buen grupo, hasta que llegó el párroco (entonces lo era D. Antonio Nistal), para decirme que no estaba ensayado ni tenía ninguna pretensión. Me causó muy buena impresión y me hizo tanta gracia.
Al conocer finalmente el estrecho recinto parroquial, que se ubicaba en una antigua pequeña frutería, realmente angosta, comprendí que había que hacer algo por cambiar. Hemos pasado por un período intermedio de ubicarnos en la capilla de las Siervas de los Pobres para catequesis y algunas celebraciones, a las que damos nuevamente nuestro más sentido gracias.
Los diferentes párrocos que han ido pasado al frente de esta comunidad cristiana, han ido dejando su constancia de esta necesidad, acompañando como mejor han podido y sabido (y ha sido mucho y hermoso lo que han hecho todos ellos), para que las personas estuvieran atendidas, no les faltase la Palabra de Dios, ni la gracia de los sacramentos, ni la catequesis a los niños y jóvenes, ni el adiós esperanzado a los que el Señor iba llamando, teniendo la puerta abierta siempre para que pudieran llamar a ella los pobres que eran atendidos desde Cáritas parroquial.
Podríamos citar al Padre Santiago SJ –que en paz decanse–, a D. Antonio Nistal, al Padre Pedro Jiménez y ahora al Padre Fernando Díaz Malanda. Junto a ellos, las hermanas Siervas de los Pobres y tantos catequistas y agentes de pastoral que han ido haciendo el edificio espiritual de esta iglesia que esta tarde estamos consagrando.
Venimos de tantas intemperies, y necesitamos el abrigo acogedor, el rincón familiar, el hogar verdadero en donde nuestra vida sea de veras acompañada y protegida. Y así, el evangelio que acabamos de escuchar nos enseña a mirar este hermoso nuevo templo con la actitud auténticamente cristiana.
Siempre hay una primera vez en todas las cosas, que cuando se trata de algo particularmente determinante de nuestra vida, no se olvida jamás. Esto vale en toda historia de amor de un modo especial, y de amor histórico, real, datable e inolvidable nos habla el relato del evangelio que vamos a escuchar en este domingo. Es sin duda alguna una de las más estremecedoras escenas: el encuentro de Jesús con sus dos primeros discípulos. Aquí está el comienzo de toda una aventura insospechada e inimaginable, de la que uno de los testigos, Juan evangelista, no podrá ni querrá dejar pasar inadvertida. Es el comienzo de toda una aventura insospechada e inimaginable. Adentrémonos como observadores furtivos y situémonos también nosotros dentro de la escena, porque la historia creyente de cada cristiano que ha ido viniendo después, tiene mucho que ver con lo que, en este primer encuentro de Jesús con sus inmediatos discípulos, permite traslucir.
En primer lugar, vemos a Jesús que pasa, y al último profeta que lo señala. Un cruce de misiones, un encuentro eternamente esperado, una ocasión en la que la historia comienza de modo revelador. Una mirada que se hace enseguida confesión mientras se señala lo que allí misteriosamente acontece. “Es el Cordero de Dios”, dijo el profeta bautizador: el cordero sacrificado como ofrenda, el cordero comido como recuerdo de la salvación y fidelidad de Dios. Es importante esa mirada y esa confesión del Bautista, sin las cuales aquellos dos discípulos no habrían sabido quién era Aquel que pasaba ni habría sucedido todo lo que tras su paso aconteció. Juan Bautista simplemente miró, señaló y confesó; aparentemente nada más, casi nada, como un ademán corriente y casi vulgar pues no hizo lo más importante, pero esto decisivo no habría acontecido sin lo que le correspondió a él hacer. El resto lo hizo Dios. Ser instrumentos de Él, tan sólo amigos del Esposo, sin suplir ni eclipsar, sino dejar hacer para que, con los caminos preparados, las altiveces allanadas, los entuertos reorientados, pueda pasar el mismo Dios que viene a frecuentar nuestros entresijos.
En segundo lugar, tenemos una pregunta y una casa. Algo así de cotidiano. No preguntaron por profecías, ni por teologías, ni por estrategias de liberación. Tan sólo eso, que hasta ingenuo parece: ¿dónde vives, Maestro? Aquellos dos discípulos comenzaron a seguir a Jesús, con un seguimiento henchido de búsquedas y de preguntas: el haber encontrado al maestro de su vida, el querer conocer su casa, el comenzar a convivir con él y a vivirle a él. El Evangelio dará cuenta de todas las consecuencias de este encuentro, de estas búsquedas y preguntas iniciales. Aquí está sólo el germen, pero tan incisivo e imprescindible, tan fundamental y tan fundante para el resto de sus vidas, que Juan evangelista no olvidará anotar cuando escriba esta página, ya anciano, la hora en que esto sucedió: las 4 de la tarde.
Otras muchas cosas se le olvidarían, o no acertaría a contarlas para no sobreabundar lo mucho que del Maestro se podría decir y contar. De hecho, de este modo acaba su evangelio dando cuenta de una especie de antología especial que él realiza con su relato. Pero la hora del primer encuentro con Jesús no lo olvidará, como sucede siempre con el recuerdo de algo que ha marcado tu vida para siempre. Así sucede siempre con todo amor-Amor: no olvida jamás el instante de la 1ª vez aunque se le olviden tantas otras cosas. Este fue el inicio. Luego vendrá toda una vida, consecuencia de aquello que sucedió a la hora décima cuando vieron pasar a Jesús: el Tabor y su gloria, la última cena con su intimidad junto al costado del Maestro, Getsemaní y su sopor, el pie de la cruz, el sepulcro vacío y la postrera pesca milagrosa, el cenáculo y María en la espera del Espíritu, Pentecostés y la naciente Iglesia… tantas cosas con todos los matices que la vida siempre dibuja. Todo comenzó entonces a las 4 de la tarde.
Finalmente, nos encontramos con una misión incontenible. Aquellos discípulos no se encerraron en la casa de Jesús ni detuvieron el reloj del tiempo. Salieron de allí, y dieron las cinco y las seis, y las mil horas siguientes. Todo el evangelio de Juan es un relato de la hora que sucede a aquella hora décima, con las cuatro campanadas de una tarde inolvidable. ¡Cuántas palabras quedaban por escuchar, cuántos signos que poder contemplar, cuántas intimidades que se irían sucediendo pálpito tras pálpito hasta que llegue aquella postrera cena cuando Juan ponga su cabeza en el pecho del Maestro!
Era el primer encuentro, el comienzo de toda una historia que estaba aún por escribir pero que línea tras línea se podrá ir contando. Sólo Juan nos asomará a escenas, y nos susurrará palabras que únicamente él ha querido y podido transmitirnos. En su primera encíclica el papa Benedicto XVI señalaba algo que dice el papa Francisco que no se cansa de releer: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est, 2). Este es el evento que abre la novedad a una vida encontrada por Jesús, Dios que se hace encontradizo para dejarse preguntar por su casa y su vida. La permanencia inicial se irá haciendo una pertenencia final, quedándose a vivir con Jesús terminarán siendo de Jesús anunciando su misma Buena Noticia. ¿No es esto el Cristianismo?
¿Qué niños serán aquí bautizados, cuáles comulgarán a Jesús por primera vez, qué jóvenes confirmarán su fe con el Espíritu Santo, qué enamorados pondrán al sol de Dios el amor de sus corazones al casarse, a quiénes vendremos a despedir pidiendo por su eterno descanso hasta el cielo…? Es la historia de esta casa encendida desde hoy, la historia que tiene lo original de nuestros nombres, la edad de nuestros años, la ilusión de nuestros sueños, las heridas de nuestros llantos. Y aquí, Dios nos acoge como buen Padre, su Hijo nos abraza como Redentor para hacernos hermanos, el Espíritu Santo nos fortalece hasta hacernos humildes y sabios. Santa María nuestra Madre ejercerá con su dulce intercesión por cada uno de nosotros. Y la pequeña Eulalia, santa Olaya será para todos, la compañía que nos ayudará a ser mejores cristianos.
Querido D. Fernando, queridos catequistas, miembros de cáritas, todos los colaboradores que hacéis viva esta parroquia, el Señor os bendiga siempre. Con vosotros aquí, se abre una referencia en el barrio: la referencia cristiana que tiene las puertas abiertas y que cuenta una historia viva de la que formamos parte. Que esta casa encendida llene la ciudad de alegría. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
1 mayo de 2018