Querido hermano en el episcopado D. Gabino, arzobispo emérito de nuestra Diócesis, si siempre me agrada tanto cuando nos regala su presencia en actos y celebraciones diocesanas, esta tarde me presta mucho más. El hecho de haber participado en el Vaticano II como joven obispo apenas ordenado en la diócesis de Guadix, le convierte en testigo primordial de ese evento de gracia. Que su emoción, su recuerdo y su gratitud sean también nuestros sentimientos. Queridos Señor Vicario General, sacerdotes, miembros de la vida consagrada, seminaristas, fieles laicos, a todos mi deseo sincero de la Paz que acompañe vuestros pasos y del Bien que llene de esperanza vuestro corazón.
Como en tantas otras diócesis del mundo, la tarde de este domingo hace de escenario en nuestras Catedrales para dar comienzo en el corazón de nuestras Iglesias particulares el año de la Fe al que hemos sido convocados por parte del Papa Benedicto XVI, cuya apertura oficial tuvo lugar en Roma el pasado jueves. La convocatoria del Año de la Fe con motivo del 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, nos invita a renovar nuestra vida cristiana fortaleciendo la adhesión a Jesucristo, Redentor del hombre. Ya dijo el Beato Juan XXIII en el discurso de apertura del Vaticano II que «el supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio… Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo».
Queremos entender con hondura el sentido de aquel evento eclesial que abrió las ventanas de nuestra conciencia cristiana al incesante viento del Espíritu Santo y nos sacó a la plaza pública movidos por Él para dar testimonio de las maravillas de Dios, como sucediera con la primera comunidad de Jerusalén el día de Pentecostés.
El Papa lo decía hace unos días con el recuerdo conmovido de quien siendo joven sacerdote participó como teólogo perito: «Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y si se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad».
Afirmar con firmeza la fe: nutrirla, celebrarla, testimoniarla
Acaso pensemos que la fe es algo ya adquirido, y así solemos considerarla tantas veces. De hecho, la fe que se profesa en el bautismo es algo vivo, objeto de crecimiento o de atrofia. Por eso en nuestro mundo cristiano no debe jamás darse por supuesta la fe porque es susceptible de debilitamiento, pérdida, o de crecimiento y maduración. No se trata de una celebración puramente cronológica como sucede con tantos eventos culturales, legislativos o políticos al cumplirse la fecha redonda de un recordatorio. Este es el motivo por el que Benedicto XVI señala que «si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos».
No somos nostálgicos de algo pasado sin más, y por eso hacemos memoria de algo que fue y sigue siendo una gracia, y como tal lo reconocemos agradecidos. No estamos resentidos por lo que esperábamos y sin embargo no logramos alumbrar, pero tenemos la humildad suficiente para reconocer que no siempre se ha leído el Concilio, ni siempre se ha leído correctamente, ni siempre se supo aplicar su espíritu y su letra verdaderos. Nos lo recordaba D. Gabino recientemente en la preciosa conferencia que tuvo en la apertura del año académico de nuestro Seminario. Pero sobre todo estamos esperanzados ante el apasionante y complejo momento histórico que vivimos como Iglesia y como sociedad mirando con gozo responsable la tarea que tenemos delante al comienzo de este tercer milenio cristiano.
Benedicto XVI ha tenido la audacia de describir este momento indicando la realidad que nos desafía y la esperanza que nos embarga: «En estos decenios ha aumentado la “desertificación” espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino».
Año de la Fe para profundizar en nuestra condición de creyentes en Jesús alimentando lo que fortalece nuestra identidad eclesial, lo que nos lleva a celebrar esa fe con los demás hermanos, lo que nos mueve a testimoniarla en nuestro mundo actual. En primer lugar la fe hemos de nutrirla. Esto significa que debemos cuidarla y formarla al tiempo que nuestra vida va creciendo en su camino humano. Sería una quiebra que tengamos una vida de adultos, con sueños y heridas de adultos, con problemas y satisfacciones de adultos, y mantengamos una fe infantil. No pocas pérdidas de la fe se deben a que ésta quedó en aquella lejana vivencia de la primera Comunión. En el resto de las cosas se puede haber madurado: afectivamente, culturalmente, profesionalmente, económicamente… pero quizás se sigue siendo un niño en lo tocante a la fe. Entonces Dios, la Iglesia, la vida cristiana, resultan extraños o ridículos. A nutrir correctamente nuestra fe nos ayudará también uno de los frutos del Vaticano II como fue el Catecismo de la Iglesia Católica, verdadero compendio de esta fe que profesamos
En segundo lugar, debemos celebrar la Fe. No es una cuestión privada, aunque será siempre personal. La celebración significa que nuestra oración, la liturgia y sacramentos que acompañan los momentos claves de la vida, nos ayudan a reconocer y gustar la presencia de Dios en medio nuestro que sabe acompañarnos con discreción. Especialmente la Palabra de Dios hemos de profundizarla para familiarizarnos con lo que el Señor nos habla y lo que nos silencia, puesto todo está revelado como signo y palabra de alguien que nos ama. También la reconciliación de nuestros pecados en el sacramento de la penitencia sin rebajas ni acomodaciones que tienen nuestra medida sino tal y como la Iglesia lo propone, para experimentar que la misericordia del Señor abraza nuestra pequeñez. Y la celebración de la Eucaristía, encontrando en el domingo el día del Señor que llena nuestra vida de fiesta al sentarnos en el banquete de la salvación por la que Él entregó redentoramente su vida en la cruz.
En tercer lugar, hemos de acertar a testimoniar esa Fe. Vivimos en un mundo plural, que no sólo no es tolerante siempre hacia el hecho cristiano, sino a veces tremendamente hostil por razones muy diversas. Evitar la arrogancia al testimoniar a Jesucristo, y evitar también el complejo para no anunciarle jamás. El testimonio hoy nos debe mover a la audacia de la nueva evangelización.
Comunión eclesial y Plan Pastoral diocesano
Este era el nuevo mandamiento, el único mandamiento, la gran novedad: seguir al Maestro Bueno, dejando todo lo demás. La salvación no es fruto de nuestras conquistas, de nuestros pagos cumplidores y cumplimentadores, es un don, un regalo, una gracia, que Dios da en su Hijo: la salvación es encontrarse con Jesucristo. Seguirle e imitarle, ha sido lo que han hecho los que verdaderamente se han encontrado con Él. Un encuentro que no se ha quedado en intimismo privado, sino en una santidad que da gloria a Dios y que bendice a los hermanos fructificando en mil empresas de caridad, de humanización, de libertad, de justicia y de paz. No se trata de comprar la salvación, sino de decir con sencillez dónde tenemos el corazón.
En el marco de esta celebración con la que abrimos en nuestra Diócesis el Año de la fe, haré entrega a la comunidad cristiana de mi exhortación postsinodal como reflexión personal de todo este largo recorrido que hemos hecho a través del Sínodo, y que ayudará a la realización del Plan de Pastoral Diocesano en el que ya estamos trabajando. Jesús resucitado se ha puesto a caminar junto a nosotros, nos ha recordado la historia a la que fuimos llamados, y tras habernos abierto los ojos y encendido el corazón, ha despertado la comunión con los hermanos con los que anunciar esa Buena Noticia de que ha resucitado venciendo la muerte y todos sus aliados.
Esta es la llamada que hemos recibido en este momento de la historia, de caminar con nuestra generación anunciando el Evangelio que a nosotros se nos ha proclamado en el encuentro con Jesucristo resucitado. La plaza de Jerusalén como en el primer Pentecostés es hoy la plaza de nuestro mundo, y en ese inmenso areópago, en ese atrio de gentiles y de creyentes, hemos de saber contar las maravillas de Dios en todos los lenguajes.
Que nuestra Madre la Santina de Covadonga, feliz porque ha creído, nos ayude a ser cristianos de nuestros días como hombres y mujeres de fe que creen lo que Dios dice y lo llevan a la vida. Que Ella y nuestros santos nos guarden y nos bendigan.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo