Querido Cabildo Catedral y demás sacerdotes concelebrantes, religiosas y fieles cristianos laicos: paz y bien.
Damos comienzo al Triduo Pascual en el que rememoramos el desenlace final de una historia de amor por la que Dios quiso mostrarnos en su Hijo Bienamado su decisión de salvarnos. Por eso nació entre nosotros haciéndose hombre sin dejar de ser Dios, de las entrañas purísimas de una Virgen doncella, María de Nazaret. Por eso transcurrió todo aquel tiempo en la pequeña aldea galilea que le sirvió de sobrenombre para llamarle el nazareno. Por eso se hizo intensa su palabra y generosos sus gestos, cuando con parábolas que todos entendían y con milagros que respondían a las mil preguntas de los corazones, se hizo Buena Noticia para los hundidos y escépticos, se hizo Pan para todas las hambres de todos los hambrientos, se hizo compañía en tantas soledades desoladas, se hizo caricia misericordiosa, se hizo perdón, transformando el sueño de Dios en la proclamación de su Reino.
Quedan atrás tantos momentos: los que conocemos por los evangelios, y los que quedan sin escribir pero no por eso menos ciertos. Mil situaciones en las que había lágrimas que enjugar, interrogantes a los que dar respuesta, deseos sinceros que se tornaron verdaderos, y un sinfín de inquietudes, de anhelos que palpitaban en los corazones y a los que Jesús regaló el cauce, les puso nombre, cercanía y sobre todo les puso un destino resuelto.
Días y noches, desiertos y oasis, gentes conocidas y gentes advenedizas, con acogida reconocida o en medio del más impune desprecio, con la comprensión de los propios o con la indiferencia de los ajenos. Así transcurrieron aquellos tres años intensos, entre Judea y Galilea de aquí para allá, asomado a lo más hermoso de la humanidad y a lo más perverso.
La oración central de esta Misa vespertina de la Cena del Señor en el Jueves Santo, nos dice ya de entrada que hemos sido convocados en esta tarde para celebrar aquella misma memorable Cena. Sí, en aquella memorable Cena en la que tuvo lugar un apretado recordatorio que se hará memorial para los cristianos.
En primer lugar, la cena remite a un gesto del pueblo judío en la que cada año rememoraban el paso de Dios en sus vidas. Un paso salvador que arrancó sus esclavitudes, sus exilios, todos sus sufrimientos y sus pecados. Era una cena rápida, casi con prisa, porque había que comer el cordero en familia, compartiendo ese don con el de al lado, habiendo rociado con la sangre las jambas de las puertas para que el ángel exterminador pasase de largo en aquel Egipto de cadenas, abusos y menosprecios. Era la sangre que valía de salvoconducto para evitar que la maldición de un Dios maledicente pudiera herir a quienes quería salvarlos. Lo hemos escuchado en la primera lectura del libro del Éxodo.
Era como un anticipo de otra cena, en la que otro cordero se dejaría también comer como alimento eterno, y cuya sangre se vertería de modo colmado en las jambas de las puertas por donde entramos y salimos, por donde adentramos lo más grande y bello o por donde con alevosía y nocturnidad metemos nuestro costo para mercadear con lo que ofende al Señor, hace daño a nuestro prójimo y a nosotros nos hiere profundamente en nuestra conciencia. Pero aquella escenificación simbólica de otra cena liberadora anterior, supuso no el paso anónimo de un Dios que con su ángel extermina, sino muy por el contrario, el paso de un Dios que abre su corazón para que con palabras y gestos, vuelva a declarar el amor a una humanidad esquiva, torpe, extraña al amor del mismo Dios.
Fue una noche de intimidades. Jesús comenzó a orar al Padre diciendo lo mucho que le importaban aquellos que el Padre le confió. Y se le escapaban los afectos con los que por amor al Padre Dios, Él estaba dispuesto a entregar a sus hermanos. El Padre y los hermanos, dos amores distintos pero inseparables en el Corazón de Jesucristo. Fiarse del Padre para darnos a los hombres su abrazo y su verbo. Entregarse a los hombres para intentar que comprendiésemos en su entrega el gesto supremo. Y así transcurrió aquella cena postrera en la que no hubo más postre que la declaración amorosa de parte de Jesús: el amor al Padre, el amor a aquellos hermanos. Una noche que vino a contar entre manteles fraternos lo que toda una vida de mil modos había entregado.
El amor tiene esa dimensión fraterna, que nos desvela finalmente un Dios que se hizo hermano. Y así nos los dijo, así nos los dejó escrito de tantas maneras como estrofas de su canto. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que nos tiene lejos, con la caducidad que hace corto y mezquino el ensueño. Y no quiso el Señor que su amor no se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa, o que se hace tan extraño que termina siendo ajeno. Entonces nos hizo la multiplicación de su vida, la multiplicación más increíble y hermosa. Tomad y comed, tomad y bebed. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece ni termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con medida generosa. Su Cuerpo y su Sangre se hicieron santa Eucaristía, humildes como el trigo y la uva, y silenciosos y discretos como un Sagrario.
Amor de hermano, amor eucarístico, que se hace gesto al ponerse a lavar los pies de los discípulos. Aquellos pies que nos siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentadores de los caminos ciertos por los que Dios mismo venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies, así de ambiguos, de sucios, de polvorientos y cansinos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado, como un modo hermoso e insólito de repetir lo mucho que nos había amado. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos? Dios mismo se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados.
Finalmente, a aquellos discípulos les quiso confiar lo más sagrado. Y los hizo ministros, sí, ministros de otro modo, sin cartera de poderes, de engañifas y de estragos, sino ministros que sólo sirven para servir a los hermanos. Como el Padre le envió a Él, así ahora Él enviaba a aquellos pescadores otrora, recaudadores de antaño, gente tosca, iletrada y ruda, que tuvieron el privilegio raro de haberse encontrado con Jesús, el Mesías anunciado y esperado. El Sacerdote Jesús, el Sacerdote Único y Eterno, invita a aquellos discípulos a seguir su ejemplo confiándoles su secreto y compartiendo con ellos el divino encargo.
Los amó hasta el extremo. Había llegado la hora. Intimidades del alma, lavandas de pies, y una misión sacerdotal puesta en aquellas manos.
Jueves Santo. Jueves en el que dar gracias por el amor fraterno, por la Eucaristía, por el sacerdocio santo. Tres rasgos de la mirada de Dios, de su compañía, de lo mucho que nos quiere a cada cual, año tras año en esta historia de veinte siglos, sea cual sea nuestro nombre, nuestra edad, nuestro gozo esperanzado o nuestro momento aciago.
El Señor y nuestra Madre la Santina, os guarden y os bendigan.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo