Queridos hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada y fieles cristianos laicos. Deseo vivamente que Dios llene vuestro corazón con la paz que nos regala y sostenga vuestros pasos en los caminos del bien que Él frecuenta.
Estaba cerca ya la pascua. Muy poco antes, Jesús tuvo ese arranque en el atrio del Templo derribando los tenderetes de cambistas y mercaderes que vivían a costa de los peregrinos sencillos que venían de todas partes. Las comisiones que dejaban a los mandamases del sanedrín, eran la cara oculta de una corrupción enmascarada. El celo por la casa de su Padre, hizo que el Maestro nazareno tuviera aquel insólito brote indignado y la emprendió con el negocio que hacía de Dios una torpe coartada. Esto junto a la resurrección de Lázaro que había tenido lugar semanas atrás, soliviantó a los judíos viendo en Jesús un peligro que había que eliminar como fuese y comenzaron las pesquisas para poder apresarlo.
En este contexto de búsqueda y captura, a hurtadillas como buenamente podían, Jesús y sus discípulos quedaron para cenar. No era una cena cualquiera. Fue tan especial que ha pasado a la historia como lo que fue: la última y postrera. En un lugar convenido por el Maestro con alguna de sus amistades, dió instrucciones a los discípulos para una cuidada velada en la que sucederían tantas cosas. De fondo y a las afueras, estaba la redada organizada y era peligroso deambular de aquí para allá. Así era el contexto que nos relata el evangelista Juan.
Queridos hermanos y hermanas, hoy es Jueves Santo y estamos rememorando aquel momento tan cargado de emoción, de pasión y remembranza. Entre nosotros, han vuelto a sonar los tambores y cornetas. Nuestros pueblos se visten de cofrade con atuendos malva y negro para ver pasar las procesiones semanasanteras. Y aunque tantas veces desfilamos por otras calles de las que Dios frecuenta, en estos días especiales de nuestra semana santa, retomamos lo que más nos corresponde cuando la verdad se hace sitio en medio de nuestras trampas, cuando la belleza brilla más allá de nuestras fealdades y la bondad logra desplazar nuestras maldades. Así dan comienzo estos días señeros, cuando entramos en el Triduo pascual, corazón del año cristiano. La liturgia nos convoca en el Jueves santo para hacer un memorial: ese que Jesús nos confiara en aquella cena postrera por ser la última que con sus discípulos celebrara.
Bien conocemos el relato que nos cuenta el Evangelio de San Juan: se agolparon los recuerdos según el Maestro iba hablando, y todos aquellos discípulos con el miedo a flor de llanto, fueron trayendo a su memoria palabras inolvidables que les conmovieron, tantas que les abrieron los ojos y el corazón; o los gestos que quedaron eternamente grabados en tantos escenarios de tres años vividos intensamente: las mil ternuras con niños o ancianos, la bravura ante aquellos que con duro corazón fariseo no entendieron el momento y pasaron de largo con desprecio o persiguieron de tantos modos la luz que les evidenciaba sus sentimientos negros, poniendo al descubierto sus vidas torcidas maquilladas y sus noches oscuras censuradas.
Jesús hizo el gran recuento en aquella noche bendita como quien viene a resumir toda una vida de entrega entre palabras y gestos que ninguno podrá olvidar. Habló del amor al Padre y del amor a los discípulos, tan distintos y tan inseparables. Y de cómo en ese amor cruzado debía ser aprendiz cotidiano el amor que entre nosotros nos tenemos si nuestro ser cristiano es auténtico y si nos sirve de algo. Hoy es día para leer despacio ese discurso de la Última Cena, sabiendo que éramos también nosotros los destinatarios y allí estábamos también cada uno como comensales, porque de nosotros se hablaba y por nosotros se dijeron aquellas palabras.
A continuación, el Señor señaló cómo su ministerio se hace servicio concreto, no un postureo prepotente que se aprovecha del cargo para vivir del cuento, y lo expresó con un guiño verdadero al arremangarse y ponerse a lavar los pies cansados de sus amigos, para enseñar en esa parábola viva un ademán ministerial que no gusta de los oropeles vacíos, ni de las pompas extrañas, ni del abuso clericalón de una clase empoderada. Lavar los pies era labor de siervos, menester de esclavos, y eso fue lo que hizo Jesús con cada uno de aquellos discípulos hermanos. Sólo se entiende el sacerdocio como un dejarse partir por amor a los hermanos. Tampoco entendió Pedro el gesto, y se sintió incómodo como cuando intentó parar al Maestro a fin de que no subiera al Jerusalén de su Calvario, o cuando al principio de todo se sintió desbordado en su pecado por alguien desconocido que había llenado sus redes vacías tras una noche de trabajo pescador malogrado. Pedro siempre tendrá esos arranques intempestivos, capaz de lo más grande o de lo más mezquino, pero en todo caso lleno de un amor desmedido hacia quien de veras tanto amó.
Porque se despedía de los suyos, quiso dejarles una prenda de su cercanía: más que una prenda una presencia que nunca se fugó. Que no quiso partir de aquellos amigos sin dejar antes una muestra partiendo un trozo de pan ácimo ofrecido junto a un buen vino escanciado. Campos de trigos y vides, que se hacen horno y lagar de los que saldrá una humilde presencia tierna como una hogaza humilde, discreta como un escondido sagrario. Así quiso decirnos que con nosotros se quedaba, cada vez que repitiésemos en su memoria lo mismo que hicieron sus manos sagradas. El pan partido y repartido, como una primera comunión tan al alcance de unas miradas, unas manos y unos labios que tendrían toda la emoción contenida de cuanto en el arrabal de sus almas se hacía pregunta que busca respuesta, se hacía agradecimiento por todo y por tanto que gratuitamente se recibió, se hacía llanto con lágrimas que intuían que algo allí estaba terminando.
Jueves Santo de recuerdo y remembranza en el que una noche viene a contar entre manteles fraternos lo que toda una vida ha relatado entregando cada día la vida a pedazos. Cena postrera que no tuvo postres, en donde se acomunan lo más grande y hermoso como es el amor sincero de un Dios humanado que inspira nuestro amor fraterno cotidiano, ofrece la transmisión de su misión y ministerio a sus más queridos hermanos, y crea la institución de una presencia suya hasta el fin de los tiempos con la cercanía eucarística propia del Hijo bienamado.
Es un día para contemplar el amor extremo de Jesús: amor que lava los pies cansados de aquellos discípulos y cada uno de nosotros al ir por caminos a ninguna parte, pies manchados de tanto deambular por senderos equivocados; amor que se hace Pan de memorial que nos reparte como Sacerdote entregado saciando de veras todas nuestras hambres; amor de hermano con el que nos llama a algunos a seguirle ministerialmente sirviendo a los hermanos; amor fraterno que queda como santo y seña de la verdadera presencia cristiana.
Fuera la soldadesca a pago de los sumos sacerdotes y fariseos seguían su redada. Dentro la torpe complicidad de quien traicionará a su Maestro. Nosotros, tantos siglos después, celebrando aquí en nuestra Catedral de Oviedo aquel memorial. Jueves santo de recuerdo y remembranza. Adoremos al Amor de los amores. Es el día del Amor más grande que sin dejar de ser divino, quiso hacerse así de fraterno y así de entrañablemente humano.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
6 abril de 2023