Excelentísimo Cabildo Catedral, sacerdotes concelebrantes, consagrados y fieles laicos: paz y bien.
Fue una cena lo que en aquel primer Jueves Santo estuvo girando todo el día. Había que preparar la cena, especial, en salón adecuado tan bello como prestado. Y así resultó. Es una cena lo que da nombre a la liturgia de este día: missa in coena Domini, la misa en la Cena del Señor. ¿Qué tiene de particular el motivo, quiénes son los comensales invitantes e invitados, cuál el menú a degustar? Nuestros artistas lo han pintado con sus pinceles, lo han descrito con sus relatos, lo han cantado y musicado. Es una cena especial la de aquel primer Jueves Santo.
No fue improvisada, tuvo su comienzo hacía tres años, y lo que aquella noche se dijo y se hizo, tenía detrás tantas palabras de vida dichas y tantos signos y milagros realizados. Ahora se venía a la síntesis, a volver a lo esencial de una salvación hecha historia. Estamos en el corazón de toda la vida del Señor que poco a poco la liturgia del año cristiano ha ido presentándonos. Nos volvimos a enternecer ante el gesto de Dios que humanó a su propio Hijo dándonoslo como un sencillo bebé, que nació de las entrañas vírgenes de una joven nazarena que se fió de Dios creyendo que lo imposible para nosotros es posible siempre para Él.
Y aquel niño fue creciendo en sabiduría, en edad, y también en comprensión de su conciencia de Hijo de Dios que como hombre se expresaba. Es un misterio tremendo que desde siempre ha apasionado a los teólogos. Pero llegada la hora, Jesús salió de su silenciosa y discreta cotidianeidad para decirnos de mil modos, con palabras luminosas y signos milagrosos.
La Palabra de Dios se ha hecho carne humana, se ha hecho historia de hombre. Y la Sabiduría del eterno Dios tendrá que sentarse en las aulas de nuestros saberes para aprender a decirse a sí mismo con nuestros gestos y palabras. De modo que pasó haciendo el Bien, quien fuera la Bondad primera, y nos devolvió el asombro, la dignidad y el indómito instinto de ser libres de verdad. Entre parábolas que todos entendían, y palabras que abrían a la Vida, el Verbo de Dios, su Palabra más última y más primera, haciéndose nuestra carne, se hizo hogar, se hizo pan y se hizo herida. Y así nos fue contando, como se narra algo serio y bueno, lo mucho que le importamos a Dios, más que los pájaros y los lirios, más que las estrellas.
Estamos ante el paradójico y feliz desenlace del Eterno Dios que en su Hijo se ha hecho Palabra y Silencio, cifrando en Jesucristo todo cuanto tenía que decirnos o tenía que acallarnos. Por eso, frente al mal en cualquiera de sus manifestaciones, no encontramos a un Dios que se fuga o se inhibe, sino a un Dios que en su Hijo ha querido con-sufrir y com-padecer la suerte de quienes haciéndose uno con ellos serán para siempre sus hermanos, hijos adoptivos del mismo Padre. Dios no ha respondido a la pregunta del hombre con un discurso retórico o teórico, sino con su misma vida históricamente encarnada en Jesucristo. Todo cuanto Él ha tenido que decirnos nos lo ha dicho en la palabra y el silencio del Hijo de Dios.
Después de la liberación de Egipto, los judíos transformaron un antiguo rito agrario ancestral, que consistía en impregnar con sangre de cordero los mástiles de sus tiendas para ahuyentar influencias malignas, considerando que para ellos el mal expresado en la esclavitud, el destierro y la opresión egipcias, habían sido ahuyentadas por el “paso” (pascua) liberador de Dios entre su pueblo. En el marco de una cena, tomando un cordero en familia, los hebreos trataban de no olvidar el amor y la fidelidad de Yahvéh (Ex 12,1-14).
Aquél ritual cobró nuevo significado cuando Jesús asumió y protagonizó definitivamente la verdadera liberación estructural y personal del hombre. Él es el cordero de Dios que quita los pecados. La cena del Señor que los cristianos actualizamos como memorial por deseo expreso de Jesús, representa ese paso permanente de Él entre nosotros.
Es el amor lo que en el mantel y en los divanes de aquella cena vuelve a ponerse como alimento que nutre la verdadera hambre del corazón humano. Para eso vino Jesús, para enseñarnos a amar con entraña de Dios Hermano. No es un amor cualquiera, es el amor mismo que se tienen el Padre amante y el Hijo amado: como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Un amor que sabe dar la vida de veras en lo pequeño y en lo grande, y no palabras bonitas que acaban siendo fingidas y que pronto se las lleva el viento. El discípulo cristiano no es el que aprende un guión, sino el que vive como vivió su Maestro.
“¿No comprendéis lo que he hecho con vosotros?… Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también los hagáis” (Jn 13,15). Así, lavar los pies es la palabra penúltima del Señor, que pronunciará de otro modo en la entrega suprema de la Cruz. Lavar los pies es el gesto por el que en nombre de Dios queremos allegarnos a tantos caminantes que no logran encontrar los caminos de la paz, los caminos de la libertad, los del amor, los de la dignidad. Pies que se desvían de los caminos en donde la vida se hace posible y no es censurada en ninguno de sus tramos ni en ninguna de sus manifestaciones. Que el Señor nos ilumine para saber cómo y a quiénes debemos lavar hoy los pies, para que en nuestro amor concreto quede manifiesto el amor de Dios que se prolonga en aquellos que somos los discípulos de Jesús.
Por último, el martes pasado celebrábamos precisamente aquí, dentro de la Misa Crismal, la renovación de las promesas sacerdotales de todos los sacerdotes de nuestra diócesis de Oviedo.
Cada uno con su nombre, su edad y situación, estábamos ante la llamada vocacional que juntos renovamos como Presbiterio. Cuando somos ordenados se nos dice: Dios que comenzó en ti la obra buena, Él mismo la lleve a término. Sí, fue el Señor el que en nuestra juventud comenzó una obra buena, y nosotros la creímos, y la acogimos como gracia y quehacer. Luego han ido llegando los años, los cambios de destino, los cambios de humores y de ilusión. Y acaso se nos puede haber desgastado lo que un día soñamos para siempre lozano, para siempre posible, para siempre sin traición. Yo les decía ayer a los hermanos sacerdotes, lo que el casi beato Juan Pablo II desde su anciana paternidad dijo como precioso testimonio vocacional en el inolvidable encuentro con jóvenes en Madrid durante su última visita: al mirar la vista atrás, vale la pena haber dedicado toda una vida a la causa de Cristo.
En este día del Jueves Santo, día en el que el Señor nos dejó el mandamiento del amor, día en el que instituyó la Sagrada Eucaristía como presencia amorosa de quien nos quiere acompañar todos los días de nuestra vida, es el día también en el que pedimos por nuestros Sacerdotes. Queridos hermanos: rezad por nuestros sacerdotes y rezad también por mí.
Necesitamos sacerdotes muchos y santos que puedan acompañar nuestras comunidades dedicándoles el tiempo que precisen, escuchando sus mejores sueños o sus más terribles pesadillas, acompañando ministerial y humanamente su camino como un sacramento más de la compañía de Dios. Por eso, queridos cristianos, pidamos al Señor que nos bendiga con abundantes vocaciones sacerdotales. Posibilitemos que en nuestras parroquias, grupos juveniles, en el seno de nuestras familias, puedan surgir nuevas vocaciones sacerdotales.
Amor fraterno, sacerdocio cristiano y Eucaristía. Es la presencia del buen Dios que se hace caridad, que se hace ministerio y se hace compañía.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo