Homilía en el Jubileo sacerdotal XXV o L años de ministerio

Publicado el 16/06/2011
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Homilía en el Jubileo sacerdotal XXV o L años de ministerio


Seminario Metropolitano, 16 de junio de 2011

 

Querido D. Gabino, hermano en el episcopado, hermanos sacerdotes, seminaristas, vida consagrada y cristianos laicos: el Señor os bendiga con la Paz en el corazón y el Bien en vuestros pasos.

 

La fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote nos convoca aquí para celebrar el jubileo de nuestros hermanos que hace cincuenta o veinticinco años fueron ordenados sacerdotes. En este año, y parecía que no llegaría nunca de lo mucho que quedaba, también a mí me toca celebrar las bodas de plata.

 

Con nuestros compañeros de presbiterio, los que nos vieron llegar y ya marcharon al encuentro del Señor, los que nos han acompañado a través de todos estos años y siguen junto a cada cual, con nuestros familiares y amigos y la gente a la que en nombre de Dios hemos servido en su Iglesia, estamos aquí en nuestro seminario para la cita anual que siempre nos pone delante a los hermanos que celebran un momento tan importante de su biografía.

 

No estamos ante un cumpleaños más de una efemérides cualquiera, pero tampoco le queremos conceder un valor mágico a las bodas de oro o de plata, porque todos tenemos experiencia que la vida no cambia por llegar estas fechas redondas. Y sin embargo, no las queremos dejar pasar. Por eso hacemos fiesta, por eso damos gracias, con este motivo pedimos gracia también.

 

Serían las tres actitudes que enmarcan nuestra celebración sacerdotal. Hacer fiesta en primer lugar en este día especial de Cristo Sacerdote. Miramos al Señor como al único y sumo sacerdote, que nos ha llamado a ser prolongación suya poniendo nuestras manos ungidas, nuestros labios consagrados, nuestro corazón e inteligencia ofrecidos, al servicio de la gracia redentora de la que somos ministros. Sí, hacemos fiesta como merece el caso, y ponemos en la patena del altar nada menos que cincuenta o veinticinco años de ministerio, mientras nos disponemos a abrazar fraternamente a estos hermanos que han vivido todo este tiempo amando a Dios, sirviendo a la Iglesia, en el ministerio concreto hacia las personas que se les iba confiando como sacerdotes.

 

Me gustaría que esta fecha, aunque yo presida como arzobispo la celebración, pudiera ser alguno de los que celebran el jubileo de los cincuenta o veinticinco años de ministerio, quien tenga la homilía. Este año, y para predicar con el ejemplo, lo hago yo.

 

Queridos hermanos, siquiera de pasada, desfilan un sinfín de nombres de lugares y de circunstancias, de gentes a las que hemos ido acompañando. Los niños que hoy son ya adultos a los que bautizamos, los jóvenes a los que ayudamos a crecer, los matrimonios que hemos bendecido, los enfermos que confortamos, los difuntos a los que cristianamente dijimos adiós. Y cuantos enclaves en nuestra geografía diocesana han pisado nuestros pies a lo largo de estos años, a los que nos llevó la obediencia a Dios y a su Iglesia.

 

Toda una biografía humana y sacerdotal tejida de estos nombres y circunstancias en donde se habrá dado lo más hermoso y lleno de luz, sin que acaso haya faltado algún momento difícil y duro. Madrid, Toledo, Ávila, Burgos, Roma, Asís, Salzburgo, Huesca, Jaca, Oviedo… ¡cuántos nombres inolvidables de personas y de dones que recibí de modo inmerecido! ¡Cuántos lugares en donde gracias y pecados tuvieron domicilio! Uno descubre que no hay camino en la vida, sea cual sea nuestra vocación y quehacer, en donde todas estas variantes se dan igualmente, y representan un cristiano comentario del triunfo de quien ha vencido su muerte y la nuestra haciendo que salga el sol cada mañana tras todas nuestras noches oscuras. Porque al final, queda sólo ese triunfo del Señor en nuestras vidas, tras nuestros jirones y nuestros cosidos.

 

Con fidelidad al Señor y a la Iglesia

 

Por eso hacemos fiesta, por una historia vivida diciendo sí a quien nos llamó para un camino que previamente no se nos relata a fin de que podamos o no aceptar, sino que nos bastó saber que la propuesta venía de quien venía, del Señor. Lo que luego nuestros ojos han visto, lo que nuestro corazón ha sentido, lo que nuestras manos han sostenido y nuestros pies han recorrido, lo sabe Dios, lo sabéis vosotros y en buena medida lo saben las personas a las que hemos servido. En el libro de nuestra vida, todo esto está escrito, y hoy hacemos fiesta por este motivo, mientras conmovidos nos volvemos a abismar en la belleza de Cristo Sacerdote en cuyo modelo y entraña encuentra sentido nuestro camino vocacional de santidad biográfica.

 

En segundo lugar, nuestra fiesta es agradecida. Porque más allá de los requiebros con los que nos sorprende la vida, y más allá de incertidumbres, confusiones u olvidos, de torpezas y desvaríos, está lo que nuestro corazón siempre palpita, a lo que en el fondo no sabe ni quiere renunciar, eso que se nos permite empezar cada mañana como quien vuelve a comenzar la vida. La llamada que hemos recibido hace ya cincuenta o veinticinco años no ha cambiado, nosotros sí. Por este motivo debemos decir cada día nuestro más sincero sí a la vieja llamada, a la única vocación, aunque nuestra voz sea tan distinta. Damos gracias con vosotros, dad gracias con nosotros, hermanos, por tanto vivido, sufrido, ofrecido y gozado. Dios siempre nos acompaña, y no ha habido lágrima nuestra que le haya pasado inadvertida ni alegría por la que no haya sabido con nosotros brindar. Es el Dios de la vida, como siempre digo a los jóvenes, y le debemos hacer sitio para que crezca con nosotros. Una gratitud grande por nosotros mismos, por las personas que nos han acompañado en todo este itinerario humano y sacerdotal, y por las circunstancias que nos han podido purificar, fortalecer y llenar el alma de esperanza a raudales.

 

Finalmente, nuestra gratitud incluso se hace mendiga. Porque no sólo damos gracias, sino que queremos pedir gracia también. La gracia de reestrenar en don recibido con la imposición de las manos. Dentro de unos instantes recordaremos que cada uno de nuestros nombres fue pronunciado por los labios de Cristo Sacerdote, eligiéndonos entre su Pueblo con amor de hermano –como escucharemos luego en el prefacio de la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote–, para participar de su sagrada misión. Ciertamente no somos ya misacantanos con toda una vida por delante llena de vigor e ilusión, cuando estaba todo aún por escribir. El vigor tiene ahora otra forma, y la ilusión acaso se ha hecho humilde. Pero nuestra fidelidad sigue escribiendo día tras día una historia para la que pedimos gracia al Buen Dios.

 

En mis 25 años de sacerdocio, volviendo mi mirada atrás, quedo sorprendido por lo mucho que no estaba escrito en mi diario y que sin embargo Dios ya lo tenía anotado en el libro de la vida. Es la humilde sabiduría que proviene de una fe recia y sencilla a la vez: que Dios ha escrito rectamente sus párrafos más fecundos en nuestros renglones a veces más torcidos, y de esta historia todos formamos parte. Hagamos lo que tenemos que hacer según la medida de la prudencia que bebe de la justicia y que se nutre del amor a la verdad para pronunciar cada día el sí de nuestra fidelidad al Señor y a su santa Iglesia.

 

Me ha gustado la definición humilde que de sí mismo hacía el gran poeta Luis Felipe Vivanco: «Siempre soy un sobrero» (L.F. Vivanco, “Criatura desde Gredos”, en Id., Los caminos, Madrid 1974, pág. 272). Y hermoso en este sentido el comentario que hace Olegario González de Cardedal con la agudeza bella y profunda que le caracteriza, sobre nuestra oblación no necesaria sino tan sólo gratuita: «Mientras nos empeñamos en realizar grandes cosas, quizá Dios nos quiera para estar ahí, por si hiciésemos falta en el último instante, por si otro nombre fallase en el ruedo de la vida, de la Iglesia o de la propia comunidad; sin nombre y sin estar en la lista oficial. ¡Qué libertad tan redimida y qué redaños tan purificados son necesarios para tan último oficio, al que quizá Dios nos llama! No anticiparse al tiempo ni al prójimo; no sobrevalorar la propia importancia; estar ahí por si al andar el camino alguien necesita que le sustituyamos o le hagamos de cirineo; cantar nuestra canción por lo bajo, tarareando alegres aquella música primera que es idéntica al respirar del cuerpo y al aliento del espíritu… Y si acaso un día Dios nos llama para salir a la plaza, que nos encuentre despiertos, y alegres, capaces de responder sin más: “Hinneni!, ¡Heme aquí, Señor!”» (O. González de Cardedal, Dios, Sígueme. Salamanca 2004, pág. 61).

 

Esto nos permite ser libres, libres de verdad sin ser rehenes serviles del engañoso aplauso ni fugitivos del humilde servicio, para que ni la lisonja rastrera ni el desprecio temido jamás nos condicionen para hacer y decir lo que como pobres siervos hacemos y decimos.

 

Doy gracias y pido gracia

 

Dejadme que concluya con una oración abierta, como se abre una carta íntima que se lee delante de hermanos y amigos. Es mi plegaria sentida y rendida, en la que doy gracias por tanto sucedido y en la que pido gracia como humilde mendigo. Especialmente a los hermanos que conmigo celebran el jubileo de los cincuenta o veinticinco años de ministerio sacerdotal, permítaseme fraternamente en su nombre musitarla y así la digo:

 

Me pongo en tus manos, Señor, una vez más,
y te digo con los santos el renovado haz de mí lo que quieras.
Dame tu luz para ver tus caminos, dame tu fuerza para recorrerlos,
dame tu sabiduría para no desviarme,
dame tu gracia para no inventarme atajos.
Que lo que has puesto en mis pequeñas manos sepa siempre
que lo tomo de las tuyas infinitas,
y que no me apropie indebidamente de lo que siendo sólo tuyo
por eso mismo no será jamás mío.
Ser tu palabra, la que desde siempre silenciaste para decírmela a mí
y para decirla conmigo.
Si volviera a nacer, Señor,
si volviera al comienzo de todos mis caminos,
aunque tropezase en las mismas piedras,
aun con el miedo de ser tan mediocre y mezquino,
tan frágil y cansino, te miraría de nuevo, Cristo Sacerdote,
me embebería de tu Voz de amigo,
me arrullaría en tu abrazo de Hermano divino,
y te diría otra vez mi sí…
ese que siempre he querido decirte
y que no siempre te he dicho.
Te diría mi sí, mi Fiat rendido,
como el primero de todos y, sin embargo, ¡tan distinto!
Sacerdote tuyo, Jesús, para siempre…
Sacerdos in æternum. Fiat, fiat. Amén.

 

Por último, con vosotros en este marco celebrativo, queremos como Presbiterio dar gracias por el jubileo sacerdotal del Santo Padre Benedicto XVI, que el próximo día 29 de junio, va a celebrar sus 60 años de ministerio sacerdotal. Que el Señor le siga sosteniendo y que su palabra y su testimonio de amor a Jesucristo y a su Iglesia santa siga siendo para nosotros estímulo y reconocimiento.

 

Dios os lo pague todo, hermanos. Que María, Madre de nuestro sacerdocio, junto a su Hijo, os bendigan y os guarden.

 

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo