Homilía Funeral de Gerardo Herrero Montes. Fiscal Superior

Publicado el 26/03/2013
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Homilía Funeral de Gerardo Herrero Montes. Fiscal Superior.


Santa Iglesia Catedral Metropolitana, 26 de marzo de 2013

 

Querida Dª Esperanza, Gerardo y Luis, esposa e hijos de Gerardo Herrero Montes y demás familiares. Señor Fiscal General del Estado, Señor Presidente del Gobierno del Principado de Asturias, Presidente de la Junta General, Delegado del Gobierno, Alcalde de Oviedo. Autoridades de la Judicatura y la Fiscalía, Autoridades civiles y militares. Queridos sacerdotes concelebrantes. Hermanos y hermanas en el Señor.

 

Las campanas de nuestra Catedral hoy tañen lastimeras, con un sonido conocido que pone discreción al dolor que nos embarga desde que supimos la noticia inesperada de la muerte repentina de quien en la Casa de Dios estamos despidiendo.

 

Se fue así tejiendo de incredulidad la noticia que nos parecía increíble, y poniendo sobre la mesa la temida confirmación de que Gerardo Herrero Montes, tu esposo, vuestro padre, vuestro compañero, nuestro amigo había sufrido la muerte tan sin previo aviso y tan indeseada. Aquellas primeras horas del suceso, que a todos nos pillaron muy vespertinas y con sobresalto, hicieron sonar los teléfonos que jamás quisimos haber marcado para comunicar tan tremenda desdicha. Pero nos arrancó de nuestra tarde lluviosa, de nuestras holganzas, procesiones y pensamientos, y nos hizo acudir al Tanatorio para decirnos eso que no sabemos decir jamás sino con palabras de silencio, para arroparnos con respeto con un abrazo o unas lágrimas como nunca insuficientes.

 

Este Domingo de Ramos a cada cual nos encontró en las cosas previstas, las que dábamos por descontado, las que figuraban en la festiva jornada de un día de descanso, de familia, de acudir con nuestras Palmas estrenando algo recordando la entrada de Jesús en aquel Jerusalén en donde días después sería martirizado.

Es un rito que todos hacemos cada mañana según nos despertamos: damos por supuestas las cosas como si estuviera en nuestra mano fijar cumplida su cita según nuestro calendario y nuestro horario. Y sin embargo hay otra agenda que no cuenta con nosotros, que no tiene en cuenta nuestro reparto de amores, desamores, ilusiones soñadas y labores a destajo. Es inútil que insistamos en que no tocaba ese instante en la vida de Gerardo, que su conocido cuidado de lo que es sano, su convencida apuesta por lo saludable en todos los sentidos lo descartaba para este sucedido que implacable sucedió.

 

No era su vida huraña ni con su familia, que amó sobremanera en su esposa Esperanza y en sus hijos gemelos a los que ambos entregaron el parecido de su amor. Tampoco lo era con sus amigos, tantos y tan queridos que hoy llenan la Catedral de Oviedo. Ni con los compañeros de profesión entre los que destacaba como un profesional rendido al bien hacer, con buen humor y con responsable manera de ejercer con justicia su labor en la Fiscalía.

 

He coincidido muchas veces con Gerardo en mis tres años como arzobispo de Oviedo. En actos institucionales de diversa índole con el decoro y prestancia que genera el respeto de las personas de bien; en celebraciones litúrgicas y procesiones por ser un buen y convencido cristiano que jamás ocultó su creencia y la supo armonizar en todo cuanto hacía sin complejos ni injerencias; en algunas intervenciones suyas o mías, como la de hace sólo unos días cuando me honró viniendo a una conferencia que yo impartía en Oviedo; y en algunos encuentros de amigos, gustando la montaña que tanto amaba como cuando coincidíamos en alguna invernal montañera que terminaba en pitanza gozosa y amable entre gente que se estima de verdad.

 

Si a vuela pluma o vuela micro se me ocurre repasar tan de bulto escenas, encuentros, tertulias y momentos de compartir, qué será para ti, Esperanza, o para vosotros Gerardo y Luis, o para vosotros compañeros de la fiscalía y la judicatura. Pero siendo todo esto tan noble y tan cierto, no vale como argumento para evitar estar esta tarde aquí despidiendo cristianamente a este querido hermano que pasó de modo distinto por nuestra vida sin que en la vida se haya podido quedar.

El corazón, como un imposible reproche ante el hecho de morir, nos impone de modo fiero esta última verdad: que no hemos nacido para la muerte. Y aun sabiendo que desde que nacemos, desde que somos incluso concebidos, tenemos ya edad para morir, algo muy nuestro se nos pone en pie para decir que no y rebelarnos. Pero es entonces cuando nuestro corazón se abre a Dios y encuentra precisamente en Él al mayor mentor de nuestros anhelos más sinceros. La muerte siempre nos pone ante el quicio de nuestra última batalla y nuestra última ilusión, que es capaz de provocarnos el llanto por un adiós que siempre juzgamos prematuro e inoportuno. Surgen entonces tantas cuestiones de las esenciales, que siquiera por un instante, nos ponen ante el espejo de la verdad. De una verdad desnuda y libre, que no tiene ya nada que vender, ni nada que conquistar, ni nada que defender, sino tan sólo ser, sencillamente ser.

 

Así vamos leyendo las esquelas ajenas, con la curiosidad o el dolor según el grado de relación con el fallecido, hasta que se redacta la nuestra propia en la que no hay tiempo para la componenda cuando con nuestro nombre y apellido, con el elenco de las personas que nos quieren y hemos querido, se indique la fecha final de una biografía que la muerte trunca y deja maltrecha.

 

Me gusta recordar que nuestra historia comienza según el relato del viejo Génesis como un apunte de extrema necesidad: que no es bueno que el hombre esté solo, porque Dios de quien somos imagen no es soledad. Para el encuentro nos creó Dios, en la armonía que une y funde nos soñó, para el amor puso en nosotros lo mejor de sí mismo: la luz de los ojos, la ternura de las manos, lo entrañable de la compasión, la sonrisa esperanzada, el llanto sereno, los latires del corazón.

 

Y si no es bueno que el hombre esté sólo, como documenta el relato del Génesis el encuentro de un solitario Adán con una inmerecida Eva, ¿por qué, entonces, la belleza de este encuentro parece que queda fatalmente manchada y la bondad de este amor queda tan inútilmente envilecida; por qué este trance maldito, que nos parte y abruma, si todo nuestro ser clama por algo que no termine, por una unión que nada la separe, por un abrazo enamorado y amistoso que nadie pueda disolver?

 

¡Estas preguntas duelen de modo casi infinito cuando es alguien cercano y querido cuya separación nos las despierta y exalta! ¡Cómo salta fácil la tentación de refugiarse en un sollozo fugitivo, lejos de todos y hasta de uno mismo, cuando sentimos que el peso de este dolor nos supera y acorrala! ¿Será el camino la tristeza o la huida? ¿Nos devolverá el sosiego el mutismo o la blasfemia? ¿Será, acaso, la nostalgia de ese pasado vinculado a vuestro esposo, padre y nuestro amigo lo que nos alivie y devuelva la paz?

 

Esto es lo que explica que nos ajuntemos en estos momentos, que nos miremos, que nos abracemos, sabiendo que el dolor no puede ser suplido por nadie, ni podemos arrancarlo aunque queramos. Tan sólo podemos ofrecer una humilde compañía discreta y respetuosa, acompañándonos en el sentimiento. Pero ni siquiera la nobleza de este gesto tan lleno de humanidad es bastante para los creyentes. Y de esto habla la liturgia exequial, que con inmensa delicadeza trata de respetar el dolor debido, pero nos abre a la esperanza cierta.

 

Pedimos hoy por el eterno descanso de Gerardo. Y lo pedimos porque en él se ha producido ya este encuentro con el Dios de la Vida que nos canta y nos cuenta la Pascua. Es la historia de Dios la que él ahora irá descubriendo. El Señor, como un padre bueno nos acogerá para contarnos en su regazo nuestra vida a fin de que reconozcamos el exceso o el defecto en tantos lances de nuestra biografía, en donde sin duda no hemos estado a la altura de Dios, ni de nuestros prójimos más próximos, ni de nosotros mismos quizás. Pero la última palabra no le corresponderá a nuestra debilidad, a nuestra confusión o torpeza, sino misteriosamente a su misericordia, porque en la prensa de Dios la sección de sucesos y obituarios no tiene el sabor de las cosas fatalmente trágicas, sino de las cosas salvadas, perdonadas y redimidas.

 

Rezamos por Gerardo para que el abrazo del Señor haya sido como el Señor lo prometió y como él mismo lo fue acogiendo. Los pésames pasarán, las coronas de flores marchitarán, incluso el dolor tan fresco y tan caliente se irá lentamente mitigando, quedando luego el recuerdo agradecido de quien no podemos ni queremos olvidar. Pero hasta que nos volvamos a encontrar para nunca más separarnos, mientras recorremos nuestro tramo, el asignado, caben los versos de nuestro poeta castellano que a modo de hasta luego nos regala su creyente última voluntad:

 

“No, mundo, sábelo: no me resignaré jamás a tu amargura,
No dejaré que el llanto tenga sal,
Ni que al dolor le dejen la última palabra,
No aceptaré que la muerte sea muerte
O que un testamento sea un punto final.
Estad seguros de que mi corazón sigue latiendo,
Aunque esté más parado que una piedra,
Estad seguros de que aunque mi sangre esté ya fría,
Yo seguiré amando.
Porque no sé otra cosa. Sólo por eso: porque no sé otra cosa”

 

(J.L. Martín Descalzo. Testamento del pájaro solitario, “Últimas voluntades”. Madrid 1991, 94).

 

En el Palacio de Justicia del cielo se inicia un acto en el que Gerardo no se encontrará ajeno. Pero no le van a servir sus buenos conocimientos de Fiscal porque allí los tribunales son totalmente distintos. Resulta que la fiscalía de la vida hará el recuento de este hombre, esposo, padre, amigo nuestro. Tantas cosas que a diario él soñó con buenos sueños, y realizó con esmero superando las pesadillas; también aparecerán sus yerros y pecados junto a sus bondades y sus aciertos; allí estará lo que él amó, por lo que luchó, lo que dejó enfilado y lo que no pudo ya terminar. Pero en ese recuento del ministerio fiscal que la vida se encarga de hacer, encontrará a un abogado inesperado que coincide con el mismo Dios que le contará con mesura y sabiduría cómo lo ha visto él todo eso que ha ocurrido en estos 62 años escritos en el libro de la vida. Luego saldrá en su defensa de manera tan irrefutable que no encontrará escollo para convencer al tribunal de la bondad última de su defendido, que por ser su hijo, no tiene por qué temer ni temblar. Finalmente, Dios mismo otra vez, ahora con la guisa de Juez Supremo –sin historias de incompatibilidades– se pondrá la toga de la misericordia y dictará el veredicto que se nos prometió: eres reo de libertad curiosamente, y se te invita sin condena a la vida eterna en este compás de la espera mientras van llegando los tuyos y todos los siguientes. No habrá más resultandos, ni más considerandos, sino tan sólo esta sentencia vista y decidida en el corazón de Dios.

 

La pregunta de Jesús a Marta que hemos escuchado en el Evangelio (Juan 11,27), queda como la gran cuestión que personalmente se nos dirige en esta tarde: ¿crees esto? ¿crees que Jesús es la resurrección y la Vida? ¿crees que un día nos juntaremos para siempresiempre, y que estrenaremos finalmente y sin ocaso un abrazo que nos una a Dios y a los hermanos más queridos? Veremos con los ojos de Dios, y nos amaremos con su palpito, y no habrá luz de lámpara ni de sol, porque será Él quien nos alumbre (Apocalipsis 22,35).

 

Así, después de todas nuestras dudas, tras todos nuestros ensueños y harturas, cuando hayan terminado nuestros errores y certezas, también nosotros entraremos con los nuestros en la casa hermosa de nuestro único Padre, en la tierra de promesa, en el hogar dulce y apacible, donde serán secadas nuestras lágrimas, se nos quitarán todos nuestros lutos y seremos vestidos de danza y canto para una fiesta que ya no termina nunca (Salmo 29).

 

Descanse en paz Gerardo. El Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo