Homilía en el funeral de D. José Luís Martínez

Publicado el 17/05/2011
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page

Homilía en el funeral de D. José Luís Martínez


Parroquia de San José de Gijón, 17 de mayo de 2011

 

Queridos Hermanos Sacerdotes de nuestro Presbiterio, diácono, estimados familiares de D. José Luís, excelentísimas Autoridades, miembros de la Vida Consagrada, seminaristas y fieles todos en el Señor os deseo la paz que llena de sereno bien nuestra alma, y ese bien que nos aliente la esperanza.

 

Los primeros funerales que tuve que presidir en Asturias diciendo el adiós cristiano a alguno de los sacerdotes que enterramos en mis primeros meses de Arzobispo, me producían una sensación extraña. Comprendía que era una pérdida para nuestra Iglesia diocesana, particularmente los que todavía estaban en el ejercicio del ministerio, pero apenas los había conocido, casi no los había tratado. Sin fingir, sentía un dolor sincero pero sin que te arrancasen nada de tu entraña, casi era un dolor inevitablemente ajeno. Pero luego fueron llegando otros funerales, otros adioses cada vez más cercanos, de hermanos a los que la enfermedad nos fue preparando en su despedida o a los que una inesperada muerte nos impuso un adiós traicionero.

 

Todos los que estamos aquí esta mañana nos hemos ido pasando la noticia como quien no lo termina de creer y como quien pide ayuda y razón al decirlo. Sumo mi pena a la vuestra, y con vosotros sollozo conmovido cuando a los sacerdotes, a los familiares de D. José Luís os iba saludando con mi abrazo más pobre que nunca. El dolor nos empañaba la mirada y así elevamos al Señor una oración pidiendo como ahora en la Catedral el eterno descanso para él y el consuelo esperanzado para todos nosotros.

Es una mañana fresca y nublada la que ha amanecido en Oviedo. Y paradójicamente es una mañana radiante de luz aquí en Gijón. Este contrapunto dibuja el trance humano y cristiano de nuestra celebración exequial. El frío que nos deja el corazón casi insensible por el dolor que nos embarga, y la luz que nos permite mirar en la única dirección que abre la esperanza. Así nos hemos allegado tanta gente hoy aquí para celebrar la despedida cristiana de un hermano nuestro tan querido.

 

Y las manos de D. José Luís fueron manos tiernas y fuertes a la vez, manos generosas para empuñar el arado y manos discretas para restañar heridas. Sus dedos fueron señalando la trama que Dios le confiaba, como cuando de crío aprendía a leer sílaba tras sílaba la escritura de la vida.

 

Con su sencillez culta, su entrega llena de sabiduría fue contando las cosas como se cuenta una historia querida y sin olvidos a las gentes que Dios y la Iglesia le confió en sus largos 60 años de sacerdocio. Dentro de su gran humanidad cristiana, me llamó la atención su exquisita caridad: jamás habló mal de nadie, ni siquiera de quienes menos le pudieron comprender o en algún momento pretendieron zaherir.

 

Tras el primer curso, llegó el momento de efectuar cambios, hacer nombramientos, marcar pautas. Allí nuevamente se mostró el hombre entero y fiel. Le quise elegir como miembro del Consejo Presbiteral. La elección era directamente mía. Y me lo agradeció sin lisonjas, sin zalamería, con la misma responsabilidad y ahínco con la que fue diciendo al Señor su sí cada vez que Él o los hermanos se lo requerían. Estoy al servicio de la Iglesia y al lado de mi arzobispo.

 

Queridos hermanos y hermanas, en esta mañana, además de arroparnos unos a otros con nuestro más noble pañuelo de silencio para secar las lágrimas en la despedida de alguien tan querido como D. José Luís Martínez, además de contarnos las mil anécdotas de su grande humanidad y de su talla cristiana y sacerdotal, estamos para pedir al Señor el descanso eterno de nuestro hermano. No hemos nacido para la muerte, ni para la separación, sino para una vida sin fin que jamás se desgarre. Porque Cristo ha resucitado, ha vencido su muerte y la nuestra para siempre. Por eso hemos escuchado como un bálsamo de consuelo lo que Pablo decía a los Corintios: hay un amor que no termina si es verdaderamente amor, pues el amor no pasa nunca. Cuando cesen todas nuestras cuitas, cuando se pongan en su sitio lo más hermoso y lo más terrible de nuestra vida, cuando hasta el morir mismo se acabe, entonces emergerá sin ruidos y sin revancha, ese amor y esa vida para la que todos nacimos. Y seremos adentrados en la casa que Jesús resucitado quiso ir a prepararnos junto a nuestro Padre Dios y a cuantos hemos amado. Esta es la fuerza de la esperanza que nos permite llorar sí, pero con una extraña paz que no deja que nos desesperemos aún en medio del dolor debido.

 

El Señor ha llamado a este servidor fiel, y él ha acudido a su llamada con la misma disponibilidad y prontitud con la que aquí le fue entregando su vida. Se lleva D. José Luís nuestros nombres, nuestros amores y nuestras heridas. No va de balde en este ligero equipaje del viaje más importante de la vida. Y allí en su último destino en donde creemos que nos aguarda en Dios, y desde donde seguirá alentándonos sin trabas ya, también le recibirán no sólo el Señor, la Virgen Santina y nuestros santos, sino tantas buenas gentes a quienes D. José Luís hizo el bien. Ellos tienen en sus vidas las huellas de tantas bendiciones con las que un buen cura y un entrañable hermano les bendijo de tantas formas. No ha sido ni será baldío el grano de trigo de D. José Luís. Ha dado y seguirá dando fruto granado. Y este es el mejor blasón con el que una vida sacerdotal como la suya termina en esta tierra.

 

Por eso os he dicho a algunos: no tengáis miedo. No banalicemos el dolor ni finjamos tampoco lo que nos ha sucedido al perder a un hermano tan querido y tan fiel trabajador en la viña del Señor. Pero no tengamos miedo. El Dios por quien él trabajó, a quien amó entrañablemente sin descanso, es el Dios que ahora le acoge y el que ahora nos sigue acompañando a todos nosotros.

 

Decía aquel poeta en sus poemas de amor: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” (Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Poema 20)). No podemos decir nosotros así, porque el amor de Dios que nuestra vida trata de tatarear es infinito, y el olvido no cabe en quien cada mañana estrena su día queriendo ser glorificación para Dios y bendición para sus hermanos.

 

A los compañeros más íntimos de D. José Luís, de quienes él fue espontáneamente hermano mayor y padre fraterno, mi abrazo sentido y mi cercanía, así como a los familiares y a tantas personas a las que hizo bien por tantos motivos. Su compromiso con el Evangelio le hizo ponerse a la escucha de los gritos de los humildes, de las necesidades de los pobres y obreros, del acompañamiento de comunidades cristianas con sensibilidad social y cristiana.

 

Permitidme que termine con unas palabras de San Agustín que recogen cuanto con fe dolida esta mañana celebramos en esta eucaristía: “Mas ahora, Señor, que ya pasaron aquellas cosas y con el tiempo se ha suavizado mi herida, ¿puedo oír de ti, que eres la misma verdad, y aplicar el oído de mi corazón a tu boca para que me digas por qué el llanto es dulce a los pobres?… Es cierto que si nuestros suspiros no llegasen a tus oídos, ninguna esperanza podríamos nosotros albergar” (Confesiones, 5, 5, 10).

 

Descanse en paz D. José Luís, querido hermano.

 

El Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo