Homilía en el envío de catequistas y profesores de religión

Publicado el 14/09/2013
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Homilía en el envío de catequistas y profesores de religión


Catedral de Oviedo
14 de septiembre de 2013

 

Querido Sr. Vicario General y hermanos sacerdotes, Sr. Delegado de Catequesis y Enseñanza, miembros de la Delegación, queridos catequistas y profesores de religión, hermanos y hermanas en el Señor: paz y bien.

En esta fecha tan emblemática para toda la Iglesia y para nuestra Diócesis en particular, la exaltación de la santa Cruz, damos comienzo al curso pastoral en esta área de la catequesis y la enseñanza. Saberse enviado significa que nosotros no somos la medida de lo que decimos ni de lo que llevamos. Somos, sí, portadores y portavoces, pero la gracia que reparten nuestras manos y la buena noticia que anuncian nuestros labios, tienen una autoría mayor por parte de quien en esta mañana nos envía: el Señor.

No se trata de una entrega de despachos como se hace en las fuerzas de seguridad con las nuevas promociones, no se trata de una rueda de prensa de los fichajes últimos de un equipo deportivo, no es tampoco la presentación del programa de la temporada de una compañía de teatro o de una orquesta sinfónica. El envío que aquí realizaremos tiene la impronta y el sentido de cuanto representa aquel gesto del Señor con sus discípulos en el trance de su despedida cuando regresaba al Padre tras la resurrección: “estando en una casa encerrados por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, yo os envío. Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23).

Hay temores, miedos tal vez, de tantas cosas que nos superan, y no siempre logramos despejar los nubarrones del cansancio, del desánimo, de la incertidumbre ante la envergadura de la misión que se nos ha confiado o ante la dureza e incluso hostilidad en medio de la cual debemos llevarla a cabo. Por eso es fácil reconocernos en esa actitud de aquellos primeros discípulos cristianos, que prefirieron la seguridad de su refugio cerrado a la intemperie de lo que implicaba la misión abierta a los cuatro vientos de las personas y de las culturas.

Jesús se hizo presente, porque no hay escondrijo en el que Él no logre adentrarse, ni tampoco hay resquemor o violencia en donde no pueda tener cabida su paz. Y esto fue lo que les dio: la paz. Y a continuación declarará lo que da sentido a la misión cristiana de todos los tiempos: el Hijo fue enviado por su Padre, para anunciar con gestos y palabras el Reino de Dios. Ahora son los discípulos de ese especial Maestro los que son enviados con su misma misión: anunciar la buena noticia de la salvación en ese Reino que ya ha comenzado aunque todavía no ha llegado a su plenitud. Para ello les infundirá el Espíritu Santo, que es quien recuerda a través del tiempo de la historia de los hombres las palabras que fueron dichas por Jesús. Palabras que a veces olvidamos, palabras que incluso podemos traicionar, pero palabras que vuelven a escucharse con vigor y con fruto, cuando hay labios cristianos que consienten al Espíritu que con ellos vuelva a pronunciarlas para nuestra generación.

Queridos hermanos y hermanas, doy gracias al Señor por el precioso trabajo que realizáis en nuestra Diócesis. Tenéis una vocación bautismal que ejercéis como un verdadero compromiso con vuestra fe. Una Diócesis es una realidad viva formada por los bautizados que con sus diversas vocaciones y ministerios dentro de la Iglesia, continúan en el tiempo lo que tuvo comienzo en Jesucristo y en los primeros discípulos cristianos, a quienes confió el Señor el mandato misionero de ir a todo el mundo anunciando la Buena Noticia (cf. Mc 16,15).

En este sentido, tal y como hemos indicado al comienzo del Plan Pastoral Diocesano que estamos estrenando, hemos de ayudarnos unos y otros para salir a la plaza pública en la que anunciar la Buena Noticia a nuestra generación. Yo agradezco el trabajo que desde la Delegación de Catequesis y Enseñanza se está llevando a cabo con enorme ilusión y verdadero espíritu eclesial con una programación que viene a responder a esta ayuda mutua entre nosotros. Porque cuando estamos ante una larga historia diocesana, como es el caso de nuestra Iglesia particular, podríamos correr el riesgo de zambullirnos en la inercia de la repetición de cuanto se venía haciendo o, justamente al revés, improvisar novedades como si nada se hubiera hecho antes. Para evitar estos bandazos, es saludable realizar un plan de trabajo pastoral, que tenga en cuenta los diferentes factores de nuestra historia cristiana, que siempre se conjugan con los tres tiempos verbales de la misma vida: un pasado que con gratitud no olvidamos, un futuro que preparamos con esperanza, y un presente que queremos vivir con apasionada responsabilidad. El ayer, el mañana y el hoy de nuestra historia, están marcados por la fidelidad de Dios que siempre camina con nosotros, y por la compañía de la Iglesia que nos sostiene con su enseñanza, sus sacramentos y el testimonio de los santos.

Dejadme que os lea una cita cuando el entonces Cardenal Joseph Ratzinger pronunciaba una conferencia a los catequistas reunidos en Roma con motivo del Año Santo jubilar: «La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando. La pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo este proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad? Evangelizar quiere decir mostrar ese camino, enseñar el arte de vivir. Jesús dice al inicio de su vida pública: he venido para evangelizar a los pobres (cf. Lc 4, 18). Esto significa: yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; yo os muestro el camino de la vida, el camino que lleva a la felicidad; más aún, yo soy ese camino. La pobreza más profunda es la incapacidad de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas como en los países pobres. La incapacidad de alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia…. todos los vicios que arruinan la vida de las personas y el mundo. Por eso, hace falta una nueva evangelización. Si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás ya no funciona. Pero ese arte no es objeto de la ciencia; sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona».

Es muy importante lo que acabamos de leer, porque se trata de un enorme reto a nuestra fidelidad creativa para anunciar al hombre de hoy el Evangelio de Cristo. A este hombre herido por tantos flancos hay que acercarle la gracia de la salvación cristiana como un modo nuevo de vivir las cosas, todas las cosas. El arte de vivir como secreto del Evangelio del Señor.

Digamos, por último, que este encuentro de hoy culmina aquí en la iglesia Madre de nuestra Diócesis, que es la Catedral. En este día da comienzo el novenario de la Perdonanza. La fiesta que hoy celebramos en la Iglesia, que ya se celebraba en Jerusalén en el siglo V, tiene una componente de algo totalmente atípico. Estamos exaltando nada menos que la Cruz, el lugar del martirio del Señor. ¿Es posible celebrar la horca, la guillotina o el arma que ha acabado con la vida de alguien tan querido y tan significativo? ¿Qué sentido tiene, entonces, el que la Iglesia nos proponga una fiesta que exalta precisamente ese instrumento que en forma de cruz selló la muerte de Cristo?

Obviamente, no se exalta el instrumento como tal, sino lo que en él se culminó. Jesús vino a darnos su vida, y lo hizo de mil maneras a través de esos pocos años que desplegó su biografía humana entre nosotros. Nos dio la vida naciendo como hombre, viviendo su humanidad igual en todo a la nuestra menos en el pecado, y muriendo como consecuencia última de un amor no entendido por quienes de tantos modos lo ejecutaron. El amor de Dios es un amor vulnerable, al que se puede herir y hasta matar en grosera actitud censuradora. Este amor no fue un amor blindado, un amor retórico que se exhibe en la galería de los aplausos recabando únicamente el interés zafio, el pago mercenario y la fama del especulador.

El amor de Jesús, amor de Dios humanado, se entregará en su pasar haciendo el bien, sin alharacas ni aspavientos, dejando poco a poco su mensaje, su presencia, su luz y su gracia. La Cruz representa el culmen de toda una vida amorosamente entregada, no un final improvisado e inconexo. Esa Cruz es el árbol del que han brotado los frutos más necesitados y anhelados por los hombres: el sentido de la vida, la comunión con Dios y la unidad con los hombres. La Cruz tiene forma de abrazo, el que nos ha dado Dios apretando contra sí todas nuestras pobrezas. Exaltar hoy la Cruz del Señor no es una efeméride cruel y despiadada, sino que es recordar esa llave que nos ha abierto la salvación auténtica. «El Señor no me ha amado de broma», repetía Angela de Foligno. Al tiempo que agradecemos una gracia semejante de amor tan desmedido por parte de Dios en su Hijo, queremos hacemos cireneos de tantos hermanos nuestros que sufren diversas formas de cruz, a cuyo pie como María queremos saber estar también nosotros. Hacemos una vez más como nos ha pedido el Papa Francisco, nuestra plegaria por la paz tan amenazada en el mundo, una paz que sea fruto del perdón y cuya gracia jamás nos negará el Señor.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo