Hoy es una fiesta universal de toda la Iglesia que aquí en la Catedral de Oviedo, tiene una especial connotación. La fiesta es la exaltación de la santa Cruz, que es como decir contradiciendo nuestro refranero: no es mencionar la horca en la casa del ahorcado, sino mirar un instrumento del máximo suplicio, el más humillante y encarnizado, como un dulce recuerdo del pago amoroso de quien así con la entrega de su propia vida pagó para que mi libertad y felicidad fueran salvadas, para que con esa cruz el cielo cerrado se volviese a abrir para siempre eternamente.
Aquí en Oviedo, hoy comienza una novena que concluirá en el día de San Mateo, y que se denomina como la puerta que en algún año jubilar ha servido como puerta de entrada a la misericordia que sólo Dios puede conceder: la Perdonanza. Una expresión preciosa que indica que sea cual sea el derrotero de mi confusión distraída, de mis aventuras pródigas como camino a ninguna parte, de mis ingratitudes y pecados, al final no queda mi débil fragilidad que me hace lento, cansino, aburrido y desesperanzado, sino que al final queda siempre una última palabra que Dios se quiere reservar: a pesar de todo yo te quiero, por ti he pagado el precio que vale más que la vida, por ti espero a que puedas regresar, mi palabra última se llama misericordia y su puerta es la perdonanza.
Es este día hemos querido tener este encuentro como Iglesia diocesana. Tantas instituciones y realidades tienen siempre un punto de partida, un momento de recomienzo: las clases escolares, las sesiones políticas de los parlamentos, las competiciones deportivas, las temporadas musicales, los certámenes culturales… También los cristianos damos comienzo al curso pastoral. Podemos hacerlo tan discretamente que ni siquiera parezca que acabamos de empezar. Pero hemos preferido hacerlo así, de un modo familiar y eclesial, teniendo todavía reciente la mirada de nuestra madre la Santina que el pasado día 8 de septiembre celebramos en Covadonga.
Fue en ese lugar, corazón espiritual de nuestra Diócesis, donde al término del curso pasado nos reunimos un nutrido grupo de sacerdotes, religiosos y laicos, para orar y discernir por dónde deberíamos caminar en este curso que ahora comienza, pidiendo con María ese mismo don de que nos reúna en la incesante espera de quien llenará nuestro corazón y nos enviará después, sabedores de nuestros límites, conociendo nuestros desgastes y cansancios, también nuestras pequeñas trampas y tramas que nos hacen lentos y huidizos, comodones e insolidarios, no siempre disponibles de veras para la tarea que el Señor en su Iglesia nos ha encomendado. Y, sin embargo, estuvimos allí, sinceramente, queriendo volver a empezar con la ilusión añeja de alguien que tiene la osadía de fiarse de otro más grande, capaces de volver a nuestro particular Jerusalén y seguir dejando la ciudad llena de alegría cristiana.
Porque también Dios conoce nuestro empeño, y que queremos mirar de frente a los desafíos, poniendo una evangélica creatividad ante los retos pastorales que ahora reclaman el coraje confiado que nos permita dar respuesta a la nueva evangelización siempre inconclusa cuando acercamos a nuestra generación la Buena Noticia. Y esto hace que palpite en nosotros el sano entusiasmo que desde nuestra pequeñez consiente que Dios vuelva a enviarnos poniendo en nuestros labios palabras que dan vida y repartiendo con nuestras manos su gracia liberadora y bendita.
Fue allí en Covadonga donde nos dimos como tarea no sólo unos objetivos sino también un método que se recoge en el plan pastoral para el curso presente que en breve recibirá la Diócesis y, por lo tanto, todos vosotros. En comunión con la Iglesia universal, saludamos en la reciprocidad vocacional el mismo ser de la Iglesia, cuando los pastores con su ministerio, los consagrados con sus carismas y los fieles laicos con su secular profecía, estamos llamados a construir el Reino. Es lo que llamamos sinodalidad, que traduce operativamente lo que el apóstol Pedro decía: “cada uno con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás” (1 Ped 4,10).
Como un trabajo coral y sinodal, hemos visto la necesidad de seguir creciendo en las Unidades Pastorales, tanto en el ámbito rural de nuestros pueblos diseminados por valles, cuencas y costas, como en el ámbito urbano de nuestras villas y ciudades más pobladas. No es un reparto simple del territorio, sino un modo diferente de acompañar a nuestro pueblo cristiano desde esa sinodalidad vocacional antes referida.
Precisamente por la novedad que esto entraña, y para sacudirnos ciertas inercias que se amparan en la costumbre habitual del “siempre se hizo así” inmovilista, o en la pereza del “no nos moverán” de nuestras seguridades, necesitamos esa conversión pastoral a la que el papa Francisco convoca y reclama (cf. Evangelii Gaudium, 25-26), zambulléndonos en la novedad sabrosa de quien se deja sorprender y de quien evangélicamente se deja llevar.
A fin de no repetir lo mismo ni repetirnos nosotros mismos, tenemos la imperiosa necesidad de formarnos con una formación que no simplemente actualice la bibliografía que manejamos, sino la ilusión, el método pastoral y el entusiasmo. Una formación integral que abrace toda la persona: en su inteligencia bíblica y teológica, en su afecto fraterno y en el trabajo catequético de su apostolado. Ahí entramos todos: pastores, consagrados y laicos. Para que esta formación integral sea realmente integradora, deseamos que la oración, la palabra de Dios y la acogida de los sacramentos, siga nutriendo nuestra verdadera espiritualidad con sus ritmos litúrgicos, sus iniciativas espirituales y su calendario. Porque sin esta atención a lo profundo de nuestro encuentro personal y comunitario con Dios, correríamos el riesgo de plantear nuestras programaciones y planes que dibujan los mapas pastorales cada año, tan sólo como una administración de recursos y una estrategia de acción. Antes de proponer nada, hemos de escucharlo en el Corazón de Dios, de ahí la importancia primordial de la oración.
Esas líneas pastorales que encauzarán nuestra labor apostólica en este curso que ahora comienza son el fruto de la comunión fraterna entre los sacerdotes, los consagrados y los laicos, y con generosa disponibilidad trabajamos el arzobispo, los vicarios del consejo episcopal, los arciprestes con los territorios en ellos representados, los delegados episcopales con sus distintas áreas pastorales, los dos seminarios diocesanos. Días de plegaria y fraternidad, de discernimiento y programación, donde Dios nos fue trazando su divina voluntad que con espíritu cristiano buscamos y deseamos abrazar para este momento histórico de nuestra archidiócesis.
En esta mañana vais a recibir aquí en la iglesia madre de nuestra Diócesis, el envío por parte del Obispo diocesano a quienes estáis comprometidos e implicados en la tarea evangelizadora como catequistas, agentes varios de pastoral, profesores de religión. No somos francotiradores, sino discípulos que se saben enviados por la Iglesia consintiendo que Jesús ponga en nuestros pobres labios una Palabra de Vida, y que reparta con nuestras pequeñas manos la gracia que trae la paz, la gracia y la alegría.
Siguiendo una comparación de San Cirilo de Jerusalén, que la gracia del Espíritu es semejante al agua: en el lirio es blanca, en la rosa es roja, azul en la violeta, pero siempre es la misma y única agua que da la vida y la belleza al mundo multiforme: «El agua de la lluvia baja del cielo. Baja siempre del mismo modo y forma, pero produce efectos multiformes. Uno es el efecto producido en la palmera, otro en la vid y así sucesivamente, aunque sea siempre de una única naturaleza y no pudiendo ser diversa de si misma. La lluvia en efecto, no baja diversa, no se cambia a sí misma, sino que se adapta a las exigencias de los seres que la reciben y se convierte para cada uno de ellos en aquel don providencial del que necesitan. Del mismo modo también el Espíritu Santo aun siendo único y de una sola forma e indivisible, distribuye a cada uno la gracia según quiere» (S. Cirilo de Jerusalen, Catequesis 16 sobre el Espíritu Santo, 1,11-12).
Esta es la certeza de la comunión que nos une: que siendo distintos por tantos motivos, podemos vivir nuestra identidad, nuestro color y tarea particular, dejando que el agua del Espíritu ponga vida a nuestro trabajo haciéndonos comunidad cristiana.
El Señor os bendiga y yo en nombre de toda la Iglesia diocesana os agradezco vuestra preciosa entrega, dando comienzo a la andadura como discípulos a un año pastoral que ahora comienza. Que con nuestra querida Madre la Santina, nos pongamos a la escucha del Espíritu que incesantemente nos llega, mientras pedimos al buen Dios que no deje de sostener nuestra entrega que busca su gloria y el servicio a los hermanos, llenando de este modo este mundo, esta sociedad, esta ciudad, de la verdadera alegría.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. San Salvador de Oviedo
Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
14 septiembre de 2019