Queridos hermanos y hermanas en el Señor, deseo de corazón que Dios bendiga vuestros pasos con la paz y llene de bien el corazón. Un año más somos convocados en la Iglesia madre de nuestra diócesis, en la Catedral de Oviedo, las personas que hemos recibido carismas diversos, cuantos hemos sido llamados, consagrados y enviados en una Iglesia particular a la que llegamos con el don que hemos recibido, y lo hacemos en este Día Jornada Mundial de la Vida Consagrada.
Saludo al Señor Vicario General de nuestra diócesis, al Delegado Episcopal para la Vida Consagrada, al Presidente de la Confer Diocesana, a los institutos religiosos, a los institutos seculares, a las sociedades de vida apostólica, el orden de las vírgenes consagradas y nuevas formas de vida consagrada, todos cuantos en esta tarde sabiéndonos unidos también a nuestras hermanas de vida contemplativa en sus claustros, celebramos con gratitud esta Eucaristía para dar gracias por la llamada recibida, al tiempo que como Iglesia diocesana saber agradecer explícitamente por la bendición que supone vuestra presencia en medio de nuestras comunidades cristianas.
La presentación de Jesús en el Templo fue un momento de ofrenda. Los que tenemos el don de la fe sabemos que todo ofertorio, como decía San Francisco de Asís, es un gesto de devolución. No llevamos al Señor algo que a Él le faltase, no le venimos a completar una carencia, no le venimos a enriquecer como si Él fuera un Dios pobre.
El primer libro de las Crónicas termina con esa preciosa oración, de las más bellas de la Biblia, cuando el Rey David, conmovido, prorrumpirá en aquella plegaria tras haber invitado a su pueblo a traer metales, maderas, piedras, todo lo cuanto precioso tenían para la construcción del Templo del Señor. Y fue tal la respuesta que el Rey se conmovió, y le nace del corazón esa preciosa oración: “Tú ves, Señor, cómo tu pueblo llega hasta Ti para darte tanto. De tu mano hemos recibido lo que te venimos a ofrecer”.
De la mano de Dios recibimos todos los dones, como es el don de la vida en primer lugar, como es el don de la fe cuando fuimos hechos cristianos, como es el don de la vocación en un carisma concreto al que hemos sido llamados. Esa vida, esa fe y ese carisma vocacionado es el que queremos ofrecer al Señor, uniéndonos al Santo Padre, el Papa Francisco, y a toda la Iglesia Universal en esta Jornada Mundial de la Vida Consagrada.
No nos reservamos nada para nosotros mismos. No tenemos apartados en donde ahí no tiene cabida Dios ni sus demandas. De tu mano, Señor, venimos a tomar lo que con fe queremos ofrecerte.
Y así fue con el pequeño Jesús, cuando María, su madre, junto José, el padre adoptivo y esposo de la Virgen María, fueron al Templo de Jerusalén para hacer este gesto de “devolución”, de ofrecimiento, nada menos que del mayor don que de Dios habíamos recibido, precisamente el regalo del Hijo de Dios, nuestro Redentor. Es la fiesta litúrgica de la Presentación del Señor.
Estaban aguardando dos ancianos que protagonizan esta festividad y cuyos nombres acabamos de escuchar el relato del Evangelio según San Lucas: el anciano Simeón, la anciana Ana. En la oración que hacemos cada noche con la plegaria de las completas al recitar el cántico evangélico, decimos el Nunc dimittis: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador”.
Nuestra mirada ha nacido para un encuentro. Nuestros ojos no se contentan con cualquier distracción, cuando han nacido justamente para esto. Y cuando nos distraemos, cuando miramos en la dirección indebida, cuando los ojos son secuestrados por lo que nunca puede llenarlos, cuando se nos hurta la belleza y los colores por mirar como no debemos, experimentamos de tantas formas nuestro cansancio, nuestro desgaste, nuestro extravío, nuestra mediocridad y nuestro pecado.
Por eso el testimonio del anciano Simeón que viene a proclamar que sus ojos nacieron con un significado, que su mirada estaba aguardando un encuentro bendito después del cual él podía decir, “ya lo he visto todo, con mis ojos colmados y mi corazón dispuesto, aquí estoy, Señor, puedes llamarme”. Es una oración preciosa la que aprendemos en esta festividad, precisamente nosotros llamados a tantos carismas de la vida consagrada. Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Yo voy a ofrecer la Santa Misa por los hermanos y hermanas que otros años nos han acompañado y que ya han sido llamados por el Señor. Para ellos deseamos ese cielo del cual somos peregrinos y todos en nuestras comunidades tenemos hermanos o hermanas que han hecho ya este trasiego. Nos unimos en esta tarde especialmente a nuestros queridos jesuitas que tienen de cuerpo presente a un anciano jesuita de más de 90 años, el Padre Jesús. Deseamos para él el eterno descanso, que el Buen Pastor, que San Ignacio de Loyola vengan a su encuentro, y que la comunidad de los jesuitas sienta la esperanza y el consuelo que se derivan siempre de la fe.
Hermanos y hermanos, preguntémonos a qué se asoman nuestros ojos, qué deletrean cuando leen las cosas de la vida, de qué palpita el corazón cuando ha dejado de esperar. El corazón de Simeón y el corazón de Ana tenían latidos de espera porque estaban ciertos de haber sido convocados para un encuentro. Nos preguntamos cada uno de nosotros si esta es la actitud con la que vamos cumpliendo años y vamos escribiendo nuestra historia inacabada para que se parezca precisamente al anhelo palpitante de aquellos dos ancianos y para que nuestra mirada pueda realmente asomarse a lo que vale la pena, a lo que puede únicamente llenar nuestras pupilas de la belleza y nuestro corazón de la bondad que nos hace verdaderos.
Una fundadora contemporánea, Chiara Lubich, fundadora de la Obra de María, el Movimiento de los Focolares, tiene una expresión preciosa cuando miraba a los religiosos y a las religiosas, pidiendo para ellos vivir en la unidad: que podamos vivir entre nosotros con la misma relación que viven nuestros fundadores en el Paraíso. En ese paraíso no hay rivalidad, hay concordia, en ese Paraíso se cumple la unidad pedida por Jesús al Padre para que todos seamos uno. Hacemos nuestras estas palabras de Chiara Lubich y pedimos que no solamente en el Paraíso del más allá, sino en esta tierra del más acá, a veces valle de lágrimas, pero también tierra de esperanza, nosotros con los dones recibidos, con los carismas que se nos han otorgado, podamos vivir la misma comunión que nuestros fundadores gozan y celebran en el cielo. Es el deseo que sentidamente elevo en esta tarde con vosotros al buen Dios, y como decía la carta primera de San Pedro, con él cada uno de nosotros con el don que ha recibido se ponga al servicio de los demás.
No somos personas que no tienen un significado en sus labores, en sus anhelos, en sus recuerdos o en sus ensueños, porque el don que hemos recibido es el argumento para el servicio misionero con el que construimos desde nuestros carismas la Iglesia de Jesús.
Invocamos a nuestros fundadores en la plegaria eucarística, así, tras mencionar a María, a José, a los apóstoles y a los mártires, también de una manera general, pensaremos en nuestros fundadores. Haremos un momento de silencio para que cada uno diga interiormente el nombre de su fundador o fundadora a fin de hacer presentes a quienes no están ausentes en nuestra vida cotidiana.
Hermanos y hermanas, gracias por haber acudido, gracias por celebrar con toda la Iglesia Universal esta Jornada Mundial por la vida consagrada. Que el Señor os bendiga, que nuestra Madre la Santina nos proteja y que intercedan por nosotros nuestros fundadores desde el cielo. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Catedral de Oviedo
1 febrero 2025