Homilía en el Domingo de Ramos 2025

Publicado el 13/04/2025
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Hemos hecho el recorrido de las cinco semanas de cuaresma. Quedan atrás aquellos gestos que nos proponía la Iglesia el miércoles de ceniza: orar, ayunar y dar limosna. Orar no sólo recitando plegarias que no debemos olvidar, sino sobre todo sabiéndonos mirados y esperados por un Padre Dios que siempre nos aguarda y nos ve venir de nuestras excursiones pródigas. Ayunar especialmente de aquello que enflaquece nuestra fe, nuestra caridad y nuestra esperanza, es decir ayunar de lo que nos hace daño haciéndonos extraños al Señor y a los hermanos que Él ha puesto a nuestra vera. Y la limosna como el don de nosotros mismos, cuando encontramos en el camino a los mendigos de nuestro tiempo, de nuestro afecto, de nuestros talentos dados por Dios: esa sería la mejor moneda y nuestra más acertada entrega de limosneros. Y así hemos hecho este itinerario con apertura a que Dios nos sorprendiera en esta cuaresma única que nunca antes había sucedido y que jamás se repetirá. El Señor no nos aburre, y aunque a veces nos diga las mismas cosas en el hondón del alma, Él jamás se repite. Por eso en cada instante y en cada circunstancia nos regala la gracia que siempre podemos estrenar.

Hoy, domingo de Ramos, damos comienzo a la Semana más santa del año cristiano. Son varios los relatos de la entrada de Jesús en la ciudad santa de Jerusalén. Hubo “hosannas” a la usanza judía de un día de fiesta, acogiendo a quien no era un desconocido, sino el maestro querido y popular que estuvo en tantos escenarios con aquel pueblo: por unos admirado y por otros odiado. Jesús se adentra poco a poco en aquella admirable y temida ciudad, meta de su camino de tres años de ministerio.

No hay botón de pausa en el calendario de la vida. De modo imparable vamos cumpliendo años que dibujan canas en el pelo, arrugas en el rostro, y un cierto sobresalto cuando miramos hacia atrás de reojo. Todas las luces y las sombras, los momentos gozosos y los que nos han podido dañar, ahí están en nuestro inmediato pasado. Sueños que se cumplieron llenándonos de paz, despertares de pesadilla que nos alteraron, gente que se nos fue como otra gente nos fue llegando. Certezas que se hicieron duda, o interrogantes que encontraron respuesta. ¡Cuántas cosas, sentimientos, recuerdos o proyectos, cuántos presentes nos han venido saludando, o acorralando, o bendiciendo! Un año después de la última Semana Santa, ¡cuántas cosas han sucedido que hacen que tengamos inevitablemente una mirada distinta a las cosas que suceden por dentro y por fuera! Hemos soñado y brindado por tantas cosas, pero también ha habido no pocas que nos han roto en llanto, que han sembrado miedo y cansancio. ¡Cuántos episodios y circunstancias íntimas en el corazón o bien patentes en las afueras del alma, hacen que la Semana Santa que hoy comienza tenga una fecha de estreno y trace un paisaje novedoso con todas sus luces y sus sombras! Vivamos así agradecidos lo que en esta semana se nos va a volver a narrar.

Fue larga la andadura de Jesús. Por breves que puedan parecer los pocos años que compartió con nosotros, fueron de una gran intensidad. La historia de Jesús como hombre que se hizo igual a nosotros en todo menos en el pecado (cf. Heb 4, 5), tuvo una meta hacia la cual Él fue caminando mientras subía a Jerusalén. Esa larga subida no sólo duró los tres años de actividad evangelizadora, sino que también cuentan los treinta años precedentes en Belén, Egipto y Nazaret. Diversos escenarios donde sucedió todo lo que nos cuentan los evangelios: las lágrimas que Jesús enjugó, los juegos infantiles que observó, los pecados que pudo perdonar, las vidas desastradas que reorientó, las hipocresías que denunció. No hubo rincón humano en el que no estuviera Él presente con una palabra que decir y una gracia que ofrecer. Pero Jerusalén era la etapa final, el final del trayecto de toda una vida.

Jesús entró montado en un humilde borriquillo. No es el rey que entra a caballo con espada en ristre, reduciendo a los que encuentra en las calles para hacerlos cautivos de su pretensión dominadora que no tuvo jamás. No viene de los campos de batalla donde desafiase a sus contrarios en un pulso de a ver quién puede más. Jesús tiene una entrada en Jerusalén que no fue sobre un corcel de guerrero, sino encima de un humilde pollino que camina lento como nuestro deambular cansado, que está a la altura de nuestros ojos para que se crucen nuestras miradas, que se deja tocar como un Dios cercano que no se escapa ni se fuga de nuestras incoherencias y pecados.

“Hosanna”, le dijeron. Era el saludo de la bienvenida a quien llegaba como mensajero de la paz. Los niños hebreos y aquellas gentes sencillas, reconocieron a Jesús como un rey distinto: sus manos bendecían, sus labios susurraban palabras verdaderas, sus ojos eran capaces de mirar con ternura, mientras a su paso repartía con su gracia el bien y la paz. Sólo Jesús sabía el sentido hondo y las consecuencias de esa entrada aparentemente inocente y festiva. Un pueblo capaz de brindar su mejor acogida puede después cambiar su saludo de bienvenida por una orden de condenación si es domesticado, corrompido o estratégicamente manipulado. Tantos labios que cantaron el “hosanna”, días después vociferaron el “crucifícalo”.

Quedan atrás tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas veces brindando sus gozos como en las bodas de Caná, otras llorando sus sufrimientos como en Betania; curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de oscuri­dad, saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes. Jesús que bendice, que enseña, que reza, que cura, que libera. Ahora es el momento final de este drama humano y divino. A él nos aso­mamos en el domingo de Ramos con el relato de la Pasión que hemos escuchado en el Evangelio.

Ese drama de Jesús no era suyo, sino nuestro, pero tanto y tan seriamente quiso abrazarlo, que a la postre hizo suyos todos nuestros problemas, fracasos y tristezas… todos nuestros pe­cados. Es muy importante ver en este drama de la Pasión de Jesús no tanto lo que ocu­rrió hace veinte siglos, sino lo que ha ocurrido siempre, entonces y ahora, con aquellos y con todos los demás que hemos ido viniendo después al escenario de la historia.

Pero sabemos que nuestras contradicciones y pecados no tienen la última palabra. Con todos los cristia­nos nos disponemos a re-vivir el memorial del amor con el que Jesús nos abrazó hasta hacernos nuevos. Vivamos con hondura cristiana estas fechas tan centrales de nuestra fe con la devoción popular que se asoma a las procesiones de las calles, con el fervor religioso que vive la liturgia y los sacramentos en nuestras iglesias. Y que conmovidos por el amor tan grande del Señor podamos construir un mundo que sea reflejo fiel de cuanto Dios soñó para nosotros sus hijos. Semana Santa para recorrer con devoción, con arte y religiosidad el camino que nos conduce a la Pascua del Señor resucitado.

Esta es la Semana Santa cristiana, en la hay algo que sabe siempre a nuevo para quien se atreve a acoger en estos días la verdadera y eterna novedad de Jesucristo muerto y resucitado. Jerusalén tuvo una razón como final de viaje: mi salvación. Y es lo que de modo inédito volvemos a celebrar. Quiera Dios que en estos días santos nos adentremos en lo mucho que Dios nos viene a dar en medio de la sorpresa de su inagotable gracia tan llena de misericordia, fortaleza y de paz.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo