Fue larga aquella noche. En las afueras de Belén se organizaban por turnos aquellos hombres sencillos que vivían también en las afueras de la sociedad. Los pastores no tenían casi oficio ni beneficio en su trabajo laboral. Apenas tenían cultura, jamás se les preguntaba el parecer y no tenían ninguna influencia en aquella sociedad tan pagada de sí misma y tan clasificada en estamentos y roles en medio de los cuales los pastores no gozaban prácticamente de ningún lugar.
Horas antes, con el agobio comprensible de quien sale de cuentas y no tiene donde aposentar su primeriza y única maternidad, yendo de puerta en puerta, de posada en posada, encontrando cerradas a cal y canto cualquier posibilidad. Pero apareció una pequeña rendija en la espesura oscura de aquella noche sin igual: un establo pobre y humilde, en la parte baja de la casa, donde entre pajas y pesebres iría a nacer el Hijo de Dios. Así de solemne y así de inimaginable.
¿Cómo habríamos organizado nosotros aquel especial nacimiento de Jesús? Tal vez nos habríamos decantado por un adulto en lugar de un bebé. ¿Para qué esperar tanto tiempo con la prisa que teníamos y seguimos teniendo para que alguien ilumine nuestras penumbras, pacifique nuestros conflictos y abrace con su gracias nuestros errores y pecados? Entonces, nos habríamos imaginado un mesías adulto vestido con capa y coraza de guerrero imbatible que pusiera orden en nuestros desórdenes varios teniendo a raya a los malos que mienten a mansalva, a los que se corrompen y roban, a los que dividen e insidian, a los que abusan y destruyen nuestra esperanza. Con un mesías armado hasta los dientes y montado en su caballo alazán, habríamos limpiado la escoria que nos rodea demasiadas veces.
Otros habrían imaginado a ese mesías adulto como un potente ricachón, un banquero de alguna multinacional dineraria capaz de pagar cualquier factura de la vida cuando esta nos endeuda de modo fatal, o capaz de subvencionar nuestros sueños más osados y pretenciosos, nuestros caprichos más atrevidos, nuestras fiestas cotidianas y las fiestas de guardar. Como si el dinero fuera nuestra deuda única y principal que nos permitiera ser al final los más ricos del cementerio.
Tal vez habría otros que más sutilmente se aventurarían a imaginar a ese mesías adulto como un gran filósofo de cabellos blancos y barba de sabio oriental, que sentado en la sede de su sabiduría nos fuese explicando los entresijos que no entendemos, y nos sacase de los laberintos que no tienen puerta de salida, y pusiese la luz de su respuesta en las preguntas que nos acucian cuando el dolor, la enfermedad, la violencia, la incertidumbre nos rodean y acorralan.
Pero Dios no lo pensó así. Tuvo otra idea y un itinerario que no cabían en nuestras cábalas mundanas de vuelo corto y rasante sin horizonte de eternidad. Dios Padre se imaginó que su mejor regalo sería un niño recién nacido en aquella circunstancia. De una joven mujer virgen y doncella llamada María, desposada con un hombre bueno y justo llamado José que era el artesano de Nazaret, un pequeño y desconocido villorrio de la Galilea que no venía en los mapas. Tuvieron que emigrar hasta el Belén de Judea, ciudad de David, por el imperativo de un edicto imperial que tuvo la ocurrencia de hacer un censo aquel año y en aquellos días.
En esas circunstancias nació el Salvador, el mesías bebé que Dios nos regaló. En todo dependiente el que fuera todopoderoso Dios. Con necesidad de aprender a hablar quien vino como Palabra, tal y como nos ha recordado el Evangelio de San Juan que hemos escuchado hace un instante. Y que alguien tendría que enseñar a andar a ese pequeño Dios humanado que se movería gateando como hemos hecho todos los mortales, pero siendo Él el camino y caminante en todos nuestros senderos.
Así decía anoche el papa León en la misa del gallo: “Durante milenios, en todas partes del mundo, los pueblos han escrutado el cielo dando nombres y formas a estrellas mudas; en su imaginación, leían en ello los acontecimientos del futuro buscando en lo alto, entre los astros, la verdad que faltaba abajo, entre las casas. Sin embargo, como a tientas, en esa oscuridad seguían confundidos por sus propios oráculos. En esta noche, en cambio, «el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz: sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz» (Is 9,1). He aquí la estrella que sorprende al mundo, una chispa recién encendida y resplandeciente de vida: «Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). En el tiempo y en el espacio, allí donde estamos, viene Aquel sin el cual nunca habríamos existido. Vive entre nosotros quien da su vida por nosotros, iluminando nuestra noche con la salvación. No hay tiniebla que esta estrella no ilumine, porque en su luz toda la humanidad ve la aurora de una existencia nueva y eterna.
Es el nacimiento de Jesús, el Emmanuel. En el Hijo hecho hombre, Dios no nos da algo, sino a sí mismo, «a fin de librarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un Pueblo elegido» (Tt 2,14). Nace en la noche Aquel que nos rescata de la noche: ya no hay que buscarla lejos, en los espacios siderales, la huella del día que alborea, sino inclinando la cabeza en el establo de al lado. La clara señal dada al oscuro mundo es, de hecho, «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12)”.
No es una fecha convenida que hay que celebrar sin más, sino el aniversario anual de nuestra gran fiesta cristiana al recordar el nacimiento de Jesús, nuestro Salvador. Quedan atrás las cuitas, los malos entendidos, los mutismos silenciosos y las palabras de más. Todo puede ser distinto y mejorable, pero en esta noche no somos rehenes de nuestras pequeñeces y mezquindades, cuando ante nosotros vuelve a representarse como en un belén viviente la luz que disipa nuestras tinieblas, la paz que desarma nuestras violencias y la gracia que abraza con misericordia nuestros errores. Hay lágrimas que no acertamos a llorar junto a Jesús, hay euforias que no brindamos a su lado, y por eso es un llanto que nos deja heridos y resentidos o una alegría que hincha nuestro orgullo malhadado. Pero ante un bebé tan especial, ante un Dios así humanado, sólo cabe dejarnos mirar por Él, y entrar en el regazo de su virginal madre María junto al cuidadoso cuidado de quien hace las veces de padre como el bueno de José. ¡Quién fuera un pastorcito de aquellos que se fiaron del anuncio de los ángeles buenos para dejar las majadas y acudir al portal! ¡Quién fuera un mago sabio que siguiendo la estrella diera con la luz y la verdad para la que nacieron sus ojos!
Ayer por la mañana yo lo recordaba junto a los presos de nuestra prisión provincial de Villabona. Siempre me conmueve celebrar la mañana del 24 de diciembre en la cárcel, con aquellos hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, la anticipada Navidad. Porque podemos también nosotros tener motivos para llorar o reír como ellos, pero cuando nuestras lágrimas no son un llanto junto a Dios, o a su lado no vivimos las euforias de nuestras algazaras, son sonrisas y pesares que no nos dejan crecer, sino que nos ensimisman egoístamente apartándonos del Señor y de los hermanos que Él ha puesto a nuestra vera más cercana.
O lo que viví anoche sirviendo la cena en la Cocina Económica, bien cercana. Hermanos nuestros que se acercan al fogón de la caridad para cenar caliente en la nochebuena. Cantamos villancicos con las gaitas y la tuna que nos acompañó. Y todos ellos felices, viniendo de muy lejos tantos de ellos, para salir con gratitud de ese comedor fraterno en el que por ser Navidad hemos podido ofrecerles nuestro afecto y nuestros presentes que han gustado con apetito y agradecimiento. Algo tan sencillo como esto que nos ha permitido contar nuestro secreto: celebrar el aniversario anual de nuestra gran fiesta cristiana al recordar el nacimiento de Jesús, nuestro Salvador.
Es Navidad. Una fiesta que pone ternura en nuestros duros momentos, que enciende luz en no pocas penumbras, que asoma horizontes posibles cuando sufrimos sin salida tremendos callejones. Una palabra que supera nuestros mutismos, y una alegría que da razones a nuestra algazara. Queremos saber los motivos de esta alegría nuevamente reestrenada. Aquello tuvo lugar cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz que llena de sosiego nuestra alma y nuestra agenda. En el Belén de la vida, también nosotros nos allegamos para asombrarnos con alegría ante el regalo del Niño Dios nacido de María Virgen. Que su Luz ilumine todas nuestras penumbras, que su Gracia abrace todos nuestros pecados.
Feliz Navidad. El Señor os bendiga.