Homilía en el Domingo de Ramos

Publicado el 01/04/2012
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Homilía en el Domingo de Ramos


Catedral, 1 de abril de 2012

 

Domingo de Ramos. Día de estreno en los telares y en los sueños, cuando la Semana Santa en esta fecha da su comienzo. Es una cita especial del calendario cristiano. Domingo de Ramos mirando al cielo por el temor de que los días más santos del año se queden mojados por lluvias y aguaceros, en este abril recién comenzado, abril de las aguas mil.

 

Nos volvemos a asomar a esa vieja historia de la entrada de Jesús en Jerusalén. Llevaban subiendo tres años desde su punto de partida a orillas del mar de Galilea. Son muchas las cosas que han sucedido hasta esta entrada en Jerusalén que pone meta a un viaje especial por parte del nuevo profeta, por parte del esperado Mesías.

 

Quedan atrás tantas palabras dichas que llevaban vida en su voz. Parábolas pronunciadas para entender con sencillez la sabiduría de Dios que nunca es complicado. A la espalda también tantos signos ordinarios o extraordinarios al hilo de milagros que fueron sucediendo en la trama cotidiana y en las fiestas de guardar: enfermos curados, algún muerto llamado de nuevo a vivir, hambrientos saciados en todas sus hambres juntas, gente que buscaba –sabiéndolo o no– y que de pronto se encuentra con aquella Verdad, aquella Bondad, aquella Belleza para las que –sabiéndolo o no– nacieron sus ojos; personas usadas y abusadas que hallaron en la mirada del Maestro un perdón que les devolvía la dignidad y la posibilidad de volver a empezar de nuevo; mañanas madrugadas y tardes anochecidas en las que se vio al Mesías hablar con el Padre Dios como solo puede hacerlo Dios Hijo…

 

Sí, ¡cuántas palabras, cuántos silencios, cuántos milagros y signos que se fueron regalando sin más precio que el amor! Y ahora, al llegar el final, se da esa entrada triunfal que no es triunfalista en la Jerusalén hacia la que se fue caminando largamente desde que nació en Belén hacía más de treinta años.

 

No entrará en un corcel de guerrero, tampoco se colará por la puerta clandestina de los malhechores. Entrará a pleno día, montado en un borriquillo ante el pasmo entusiasta de niños y gentes sencillas, y ante el penúltimo órdago de quienes habían decidido ya su emboscada postrera.

 

Hosanna, fue la canción. Y los vivas se agitaron festivos, como las palmas y olivos que le saludaban al pasar. Entraba el Mesías, el Hijo de Dios esperado, el que pasó sencillamente haciendo el bien.

 

Entra Dios en la ciudad santa, entra Dios de nuevo en nuestras vidas.

 

Domingo de Ramos, día de estreno. Acaso nos sobresalta de nuevo la pregunta sobre la Semana Santa y su significado, cuando casi sin darnos cuenta nos hemos vuelto a colocar en estos días tan especiales pero quizás tan conocidos, corriendo el riesgo de no esperar ya mucho, o tal vez nada, sino simplemente la escenificación de unos días santos en nuestra religiosidad popular.

 

Sí, parece que estamos ante una repetición cansina de los ritos y escenarios que se vuelven a dar cita una y otra vez. Nos ocurrió lo mismo en la pasada Navidad: que llegaba el período del turrón y el villancico… porque sí, porque toca. Y ahora nos llega con la misma inercia este otro período de torrija y de saeta, que no por más primaveral deja de ser igualmente cíclico: la Semana Santa.

 

Este es al menos el riesgo que siempre tenemos los creyentes cuando vamos una y otra vez celebrando las fiestas de nuestro calendario cristiano. Es cierto que habrá ciertos ambientes litúrgicos y de piedad popular que serán los mismos: la austeridad de la liturgia, los gestos cuaresmales que se hacen más intensos en la Semana Santa con oraciones, limosnas y ayunos, las procesiones. Sí, es verdad, el paisaje puede ser el mismo, al que nuevamente nos volvemos a asomar.

 

Pero hay una inflexión de novedad: la que cada uno de nosotros es. Lo que contemplamos desde nuestro balcón puede ser aproximadamente lo mismo, pero no así quienes lo contemplamos. Un año no pasa jamás en balde en la vida de una persona, y esta sería la actitud más inteligente y piadosa desde la que deberíamos prepararnos para asistir a estas fechas centrales de nuestra fe.

 

¡Cuántas cosas nos han sucedido, cuántas personas han aparecido o desaparecido en nuestra vida, cuántas luces o sombras pueden estar condicionando para bien o para mal nuestros pasos en el hoy concreto de nuestra existencia! No somos los mismos de hace un año.

 

Vivamos con fe y asombro lo que en estos días santos se nos quiere de nuevo relatar: Dios es vecino, está cercano, nos quiere y le importamos. Se aprendió nuestro nombre y lo tatuó en su mano, como dice el profeta.

 

La liturgia en nuestras parroquias, y luego la fe que se saca a nuestras calles y plazas con la religiosidad popular de nuestras procesiones semanasanteras. Días para ahondar nuestra fe, para agradecerla al buen Dios, para testimoniarla con confianza sencilla y sincera. Ojalá tengamos ojos para ver, reconocer y celebrar. Dios os bendiga.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo