Saludo al Cabildo de la Catedral y los sacerdotes concelebrantes. A nuestras autoridades locales que nos honran una vez más con su presencia: Excmo. Sr. Alcalde y Corporación Municipal. Religiosas y hermanos todos en el Señor.
Estamos ante el final del trayecto que hemos venido recorriendo a través de estas cinco semanas de cuaresma. La entrada de Cristo en Jerusalén coincide con la entrada de los cristianos en la Semana Santa. La vida pública de Jesús comenzaba en el Jordán. Allí el Padre “presentó” a su Hijo a los hombres como el bienamado predilecto. Al final del camino de esa larga subida a Jerusalén, otra vez esos tres protagonistas se reúnen: el Padre bienamante, el Hijo bienamado y la humanidad tan favorecida y tan desagradecida a la vez.
Dice el Evangelio que Jesús iba por delante subiendo hacia Jerusalén (Lc 19, 28). Lo recordaba el Papa Benedicto XVI en la solemnidad del Domingo de Ramos del año pasado, diciendo que ser cristianos es un camino, o mejor, una peregrinación, un caminar junto a Jesucristo, un caminar en la dirección que él nos ha indicado y nos indica. Pero ¿de qué dirección se trata? ¿Cómo se encuentra esta dirección?
La frase de nuestro Evangelio nos da dos indicaciones al respecto. En primer lugar, dice que se trata de una subida. Esto tiene ante todo un significado muy concreto. Jericó, donde comenzó la última parte de la peregrinación de Jesús, se encuentra a 250 metros bajo el nivel del mar, mientras que Jerusalén —la meta del camino— está a 740-780 metros sobre el nivel del mar: una subida de casi mil metros. Pero este camino exterior es sobre todo una imagen del movimiento interior de la existencia, que se realiza en el seguimiento de Cristo: es una subida a la verdadera altura del ser hombres. El hombre puede escoger un camino cómodo y evitar toda fatiga. También puede bajar, hasta lo vulgar. Puede hundirse en el pantano de la mentira y de la deshonestidad. Jesús camina delante de nosotros y va hacia lo alto. Él nos guía hacia lo que es grande, puro; nos guía hacia el aire saludable de las alturas: hacia la vida según la verdad; hacia la valentía que no se deja intimidar por la charlatanería de las opiniones dominantes; hacia la paciencia que soporta y sostiene al otro. Nos guía hacia la disponibilidad para con los que sufren, con los abandonados; hacia la fidelidad que está de la parte del otro incluso cuando la situación se pone difícil. Guía hacia la disponibilidad a prestar ayuda; hacia la bondad que no se deja desarmar ni siquiera por la ingratitud. Nos lleva hacia el amor, nos lleva hacia Dios.
Al llegar a la Ciudad Santa de Jerusalén, Jesús lo hizo montado en un humilde borriquillo. No es el rey que entra a caballo con espada en ristre, reduciendo a golpe de amenaza a los que encuentra en las calles para hacerlos cautivos de su pretensión de dominio y de poder. No cabalga Jesús a lomos de la prepotencia que inflige miedo y pavor. No frecuenta él los campos de batalla donde desafía a sus contrarios en un pulso de a ver quién puede más. Jesús entra montando un pollino de borrica: humildemente, con una altura que todos pueden ver, y tocar. Con un cabalgar pausado para poder ver a las personas y comprender sus retos y preguntas.
Hosanna, le dijeron. Era el saludo de la bienvenida a quien llegaba como mensajero de la paz. Los niños hebreos y aquellas gentes sencillas, reconocieron a Jesús como un rey distinto: sus manos bendecían, sus labios susurraban palabras benditas, sus ojos eran capaces de mirar con ternura, mientras a su paso repartía con su gracia el bien y la paz. Sólo Jesús sabía el sentido hondo y las consecuencias de esa entrada aparentemente inocente y festiva.
Un pueblo capaz de brindar su mejor acogida puede después si es educativamente domesticado, calculadamente corrompido o estratégicamente manipulado, cambiar su saludo de bienvenida por una orden de condenación. Tantos labios que cantaron el hosanna, días después vociferaron el crucifícale.
En estos días, el Papa ha querido señalar una de estas vociferaciones que se extienden impunemente en nuestra sociedad. Hay muchas formas de decir a Cristo que lo crucifiquen, que lo excluyan, que lo expulsen. Benedicto XVI lo ha recordado al recibir las credenciales de nuestra nueva embajadora ante la Santa Sede denunciando «la indiferencia ante episodios de clara profanación», así como «la denigración, la burla y la discriminación» ante la sensibilidad religiosa, todo ello dentro de «formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe». Implícitamente hay una alusión a los lamentables sucesos que han acaecido en España también con asaltos a capillas universitarias, espectáculos teatrales subvencionados, o amagos de manifestaciones anticatólicas claramente provocativas que en su esperpento y mal gusto beligerante hieren la sensibilidad religiosa de millones de ciudadanos. Es de agradecer –y así lo agradezco– que nuestras instituciones eviten con los cauces democráticos en un Estado de Derecho la hostilidad y las profanaciones «violan el derecho fundamental a la libertad religiosa inherente a la dignidad de la persona humana».
Quedan atrás tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas veces brindando sus gozos como en Caná, otras llorando sus sufrimientos como en Betania; en ocasiones curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de oscuridad o saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes. Jesús que bendice, que enseña, que reza, que cura, que libera. Ahora es el momento último y final de este drama humano y divino. A él nos asomamos en el domingo de Ramos con el relato de la Pasión que escucharemos en el Evangelio.
El Padre pronunciará por última vez su última Palabra, la de su Hijo, y con ella nos lo dirá y nos lo dará todo. El Hijo volverá a repetir que lo esencial es el amor con esa medida sin-medida que Él nos ha manifestado en su historia, el amor que ama hasta el final y más allá de la muerte. Y el pueblo es como es. Ahí estamos nosotros. Unas veces gritando “hosanas” al Señor, y otras crucificándole de mil maneras, como hizo la muchedumbre hace dos mil años; unas veces cortaremos hasta la oreja del que ose tocar a nuestro Señor, y otras le ignoraremos hasta el perjuro en la fuga más cobarde junto a una fogata cualquiera, como hizo Pedro; unas veces le traicionaremos con un beso envenenado como hizo Judas, o con un aséptica tolerancia que necesita lavar la imborrable culpabilidad de sus manos cómplices como hizo Pilato; unas veces seremos fieles tristemente, haciéndonos solidarios de una causa perdida, como María Magdalena, otras lo seremos con la serenidad de una fe que cree y espera una palabra más allá de la muerte, como María la Madre.
Con la Iglesia, con todos los cristianos, nos disponemos a re-vivir y a no-olvidar, el memorial del amor con el que Jesús nos abrazó hasta hacernos nuevos, devolviéndonos la posibilidad de ser humanos y felices, de ser hijos de Dios y hermanos de los prójimos que Él nos da. Esta es la Semana Santa cristiana, tan distinta y tan distante de la semana santa del turismo y del relax, pero en la hay algo que sabe siempre a nuevo para quien se atreve a acoger en estos días la verdadera y eterna novedad de Jesucristo muerto y resucitado. Vivamos con hondura cristiana estas fechas tan centrales de nuestra fe. Y que conmovidos por el amor tan grande del Señor hacia nosotros, podamos construir un mundo lo más parecido a su ensueño de Padre y lo menos cercano a nuestras peores pesadillas. Semana Santa para recorrer con devoción, con arte y religiosidad en nuestras Parroquias y con nuestras Cofradías el camino que nos conduce a la Pascua del Señor resucitado.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo