Querido D. Gabino, nuestro arzobispo emérito. Cabildo Catedral y sacerdotes concelebrantes. Religiosas y fieles cristianos laicos, particularmente las Juntas directivas y los miembros de nuestras cofradías y hermandades: paz y bien a todos, santa pascua.
El tiempo no tiene botón de pausa, y ni siquiera cuando sus nubes nos pasan por agua en este abril de las aguas mil, el tiempo no puede detener la pascua. Y la pascua ha llegado una vez más. El desenlace sufriente de Jesús en su entrega a la muerte por nuestra salvación, no concluye en un sepulcro maldito donde fue sepultado el más santo. Aquella oquedad a la sombra del Calvario no fue el tanatorio que sumió en el silencio y en la soledad más terribles a quien trayéndonos la Vida quedaría preso de la muerte.
Hemos seguido al Señor en estos trances últimos de su vida terrenal. Desde Ramos hasta el Gólgota ¡cuántos envites, cuántos embates, cuántos ir de aquí para allá unos y otros, siendo imposible parar lo que no aceptaba ninguna pausa! Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo… ¡qué triduo para una pascua!
Por dentro y por fuera, hemos acompañado con lo mejor de nosotros mismos la escenificación litúrgica y la religiosidad popular que han llenado nuestras iglesias y nuestras calles. En una de estas procesiones semanasanteras que tuve el honor de acompañar, al caer una lluvia innavegable se tuvo que desconvocar. Pero una niña rubiales, consolaba a su hermanita que ante el hecho de no salir en procesión rompió a llorar. La más pequeña, con sus deditos cincoañeros le tiraba besos a Jesús mirando a lo alto la imagen del paso. Iba en brazos de su padre, y miraba lo que con respeto serio hacían los adultos inclinando sus cabezas como gesto agradecido a quien en la cruz su cabeza inclinó. Qué sé yo lo que le pareció a ella esa figura de Jesús crucificado, pero ella quiso decirle lo mismo con un encanto y desenfado que a mí me cautivó: llevarse sus manitas a la boca y de ahí tomar a espuertas un beso salido del corazón.
Hoy, en el día de Pascua, reconocemos ese gesto con toda su hondura como han hecho los santos benditos: que la pasión de Cristo que empezó en el Huerto no termina con el mortal estertor. No es el llanto desesperado ni un beso de traición lo que acaba con la historia de salvación que el Señor nos contó con su vida, sino con lágrimas agradecidas y un beso tan lleno de inocente amor.
Anoche nuestra Catedral se fue poco a poco iluminando con la luz solitaria del cirio pascual, que como proa de la humilde barca de la Iglesia se iba adentrando en la espesura de una tremenda oscuridad. Pero ante la invitación del cantor de dar gracias por la luz de Cristo, fuimos compartiendo más y más esa llama bendita nacida del hermano fuego. Unas brasas bendecidas eran rescoldo de una lumbre que alumbraba y daba calor. Como si en el hondón de una caverna reino de la muerte y necrópolis de lo peor, esa luz con su fuego fuera disipando lo que de frío y negrura acompaña siempre la tragedia de la muerte. El cirio pascual fue haciéndose así paso, y nosotros tomando de él su llama como un regalo inmerecido.
No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Sencillamente pusimos en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos daba calor y luminaria. Y poco a poco la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, hasta que la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.
Hicimos lo que hacemos en este día, y lo que haremos durante toda la octava pascual: cantar, sí, cantar nuestro mejor aleluya porque el Señor resucitó. La muerte no tiene la palabra última ni es nuestra final mordaza. No nos basta un momento, ni siquiera un día. Necesitamos ocho días de una octava para cantar agradecidos el aleluya con toda el alma. Ocho días porque añade uno a los siete de la primera creación, porque en el octavo día se renace al primer nacimiento que murió.
Lo suelo decir cuando voy a confirmar: cuándo fuimos bautizados. Es una fecha que tiene que ver con la resurrección de Cristo, porque en ese día fuimos incorporados a su pascua que nos permitió adentrarnos en la Iglesia nuestra nueva casa en la que crecemos, en la que creemos, amamos y esperamos. ¿Qué día, qué mes y qué año fuimos bautizados? Este debe ser un inolvidable cumpleaños que debemos saber celebrar. Lo vimos anoche, en la vigilia pascual, cuando bautizamos a cuatro adolescentes: Alex, Carlos, Mercedes y Guadalupe, y a un pequeñín apenas recién nacido: Daniel. Rezamos por ellos, por sus padres y padrinos, y por la comunidad cristiana que los ha acogido y los quiere acompañar.
El paso, la pascua, de una muerte a la vida, es lo que celebramos los cristianos. No termina tanto gozo en el domingo de resurrección, sino que precisamente empieza, o mejor dicho, nunca terminó. Habría que decir que frente a quienes conciben la semana santa simplemente como unos días de descanso y vacación que concluyen con la temida operación retorno, nosotros no debemos regresar de lo que en estos días hemos visto y oído, sino que permaner ahí como testigos gozosos de la vida y la luz resucitada, en medio de un mundo cotidiano que sufre en demasiadas muertes y tinieblas.
El Evangelio del domingo de pascua trae un curioso protagonista: el sepulcro, que hasta 7 veces se reseña, y los personajes se mueven en torno a él: van, vienen, vuelven, miran, se detienen, pasan… Aquel sepulcro no era un tumba cualquiera. Para unos, como los sumos sacerdotes y los letrados, el sepulcro era el final de la pesadilla que para ellos tal vez fue Jesús. Para otros, como Pilato, tal vez el final de un susto que le puso contra las cuerdas haciendo peligrar su poltrona política. Para otros, finalmente, como los discípulos, el sepulcro era su pena, su escándalo, su frustración. Recordando tantas palabras de su Maestro, aún mirarían aquel lugar con una débil esperanza.
Pero llegó María Magdalena, llorando como una Magdalena también ella misma, y al verlo así, abierto y sin Jesús, pensó lo más natural: que alguien había robado el cadáver. Y comunicado a los Apóstoles, corrieron para ver. El discípulo a quien Jesús quería, vio y creyó. Y comenzaron a entender la Escritura, a reconocer como verdad lo que ya les había sido otras veces anunciado: que Jesús resucitaría. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida… Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.
Hoy tenemos también procesión, con todas nuestras Cofradías más hermandas que nunca, para pasear por nuestras calles y plazas la memoria de Jesucristo en su resurrección. Es la procesión que nunca termina, la que no tiene tiempo, ni calendario, la que atraviesa nuestra vida sembrando en ella su luz y su amor.
Con el gozo de María la madre del Señor, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado. Aleluya. Feliz Pascua, hermanos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo