Hoy es el día más importante del año cristiano. De la liturgia de este día se nutren todas nuestras fiestas y se llenan de sentido sus significados. Cristo ha vencido a la muerte: la suya y la nuestra. La muerte ha sido muerta y el mal en todas sus formas ha perdido el maleficio.
Anoche aquí en nuestra Catedral de Oviedo vivimos lo que en todos los lugares del orbe cristiano y en comunión con el Papa Sucesor de Pedro en la urbe de Roma, representa simbólicamente el trasiego de nuestra vida. En esta mañana, casi a esta hora, Benedicto XVI dará la bendición al orbe y a la urbe, felicitando a su Pueblo por la pascua resucitada del Señor.
Sí, el claustro de esta iglesia madre de la Diócesis, como en los atrios y cabildos de tantas de nuestras parroquias y pueblos, fue el lugar de la cita con nuestra penumbra. Allí estábamos apagados y ateridos, como símbolo de nuestra oscuridad gélida. Pero algo inesperado, algo siempre inmerecido aconteció de nuevo. Un fuego bendecido, un hermano fuego redivivo, encendió de pronto una tenue luz que nos guiaba. Según la íbamos compartiendo, no sólo nos alumbraba sino que su lumbre hacía cálidos nuestros pasos mientras nos ardía el alma. Siempre hay una presencia discreta de nuestro Buen Dios, que se nos cuela en las encrucijadas con respeto, para darnos su luz y acercarnos su lumbre, esas que disipan la pálida negrura y nos acaricia con su cálida cercanía. Y siempre se produce el milagro de toda pascua: que se nos abren los ojos y se nos enciende el corazón, como aquellos dos discípulos fugitivos a Emaús la mañana de pascua.
Así entramos en el templo, y con nuestras luces en las candelas alumbradas, escuchamos el canto del pregón pascual por antonomasia. Oh noche feliz y dichosa que has dado paso a la luz de Dios, oh feliz culpa que nos has traído al único redentor. Pero no era una escena bucólica, amable, poética, sino una historia viva que alcanza a nuestra más personal biografía. Una historia de salvación, que tiene nombres, fechas, moradas, que tiene idilios, traiciones, pero que tiene mucho más la irrupción de Dios en nuestra vida para rescatarla de todos sus entredichos. El pecado no es la maldición fatal y postrera, cuando el pecado finalmente fue vencido.
Y desde la historia que nos salva, recordamos el agua de nuestro bautismo y asperjando nuestras cabezas renovamos las promesas a Dios pidiendo la gracia de ser verdaderamente sus hijos. Y así nos metimos en el banquete de la eucaristía, un sacrificio que nos trae la felicidad que nadie puede darnos, poder nutrir nuestras hambres todas con el Pan de su Cuerpo Resucitado, escanciando en el alma su mejor Vino de su Sangre Resucitada.
El Evangelio de este día, en sus breves diez versículos repite como un extraño estribillo la palabra “sepulcro”. ¿Cómo así tan insólito estribillo? ¿Qué viene a contarnos la insistencia triste y macabra de un lugar tan maldito? Esta es la buena noticia que descubrimos de mañana: que el sepulcro está para siempre vacío. Esto es lo que debemos descubrir también nosotros: que la calle de la amargura, ha dejado paso a la calle del regocijo, y una alegría inmensa nos regala sin olvido la sonrisa que no engaña porque en nuestros rictus y muecas tristes la ha dibujado para siempre Cristo.
Lo he querido recordar en la carta que para este día de pascua he escrito. Decimos de quienes se contrarían, que están malhumorados. Sí, que se les ha colado un mal humo en los adentros y les deja contrariados. Pero las cosas no tienen esas penurias ahumadas malamente, aunque la vida nos complique la andadura y nos haga fatigar y hasta afogarnos en las cuestas arriba, o nos precipite desbocados en las cuestas abajo. Hay un modo distinto de ver las cosas, que aunque éstas no cambien, son otras si las miramos asomados desde otros ojos.
A veces la vida huele a azahar y sabe como a tomillo, y la tierra te llena de frescor mañanero, tanto que parece recién bañada con matutino remojo. Y además si se la sabe mirar, más aún, si se sabe amarla, ¡entonces qué fácil es descubrir su íntimo secreto que te llena de paz y alegría el alma!
La Pascua florida nos trae esa canción. No se trata de una poesía enajenante que nos saca del quicio y del huerto, que nos emboba distraídos para no afrontar las cosas como la vida requiere. Pero la Pascua florida tiene esa belleza siempre nueva, que se estrena en esperanza y que se brinda con sonrisas, no como si nada hubiese pasado o como si nada estuviese pasando, sino precisamente en medio de todo esto.
Hemos vuelto a guardar nuestros capisayos semanasanteros, y hemos regresado a nuestros habituales asuntos tras la tregua piadosa de los días más cristianos del año. Y no se trata de volver cansinos a la carga, al hoyo o al bollo de lo cotidiano con una mueca de derrota como quien debe reemprender lo propio con enfado.
La Pascua florida nos dice que hay algo que realmente vuelve a comenzar rompiendo el maleficio que nos hace rehenes tristes de una inercia difícil de cambiar. Los inviernos y sus inclemencias, esos fríos que congelan toda posible calidez, dejan paso inevitablemente a una primavera que de modo imparable nos explota fecunda la vida. Es lo que significa la palabra hebrea “pascua”, el paso, lo que acontece sin que nada ni nadie lo pueda detener. Dios pasa y pasea su vida habiendo vencido de mil modos la parada acorralante de la muerte. Esta es la Pascua que en este día vemos florecer, como se abre la flor en lo que fuera semilla, como se abre la flor en lo que luego será fruto también.
Nos llena de santa alegría esta esperanza cierta, una esperanza cumplida que una y otra vez se hace hueco en medio de nuestras cuitas, de nuestros desconciertos, de nuestros cansancios y nuestros miedos. Hay algo que se hace rebelde en nosotros por dentro, cuando una extraña y dulce fortaleza se resiste a que la vida se haga lenta, pesada, cansina y sin derrotero. Y esto es la exigencia de nuestro corazón que se hace demanda, se hace plegaria, se hace gracia en el encuentro. Sí, un encuentro entre mis preguntas más mías, y las respuestas del Señor que me las revela.
Pascua florida, regreso estrenador de la vida, donde nuestros sepulcros quedan vacíos y la muerte vencida. La luz se demostró más grande infinitamente que todas nuestras oscuridades juntas. La bondad se hizo hueco en medio de nuestras maldades. La gracia del Resucitado ha logrado hacer caducas a nuestras desgracias mortales. Y la vida misma, nos narra de tantos modos el regalo que Dios nos hace al abrazar nuestra realidad espesa y nuestra humanidad herida. Cristo ha vencido. Albricias es el canto. Nosotros los testigos y una alegría pascual nuestra seña y nuestro santo. Nos inunda a raudales la Santa Pascua florida. Felicidades, hermanos. Con María la Reina de los Cielos nos alegramos. Cristo Resucitado ha vencido. Feliz pascua de Resurrección.
Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo