Homilía Domingo de Pascua 2025

Publicado el 20/04/2025
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Son escasas las horas para poder celebrar como se debe tanta alegría. El aleluya que ya anoche pusimos en nuestros labios y en el corazón con el canto de toda la Iglesia, no cabe en veinticuatro horas de un día cualquiera y necesitamos nada menos que una octava para entonar tamaña antífona de victoria. Cristo ha resucitado, verdaderamente.

Este era el mensaje que aquellos primeros cristianos se iban pasando unos a otros tras el acoso y derribo que habían vivido desde tres días antes. Escucharon los “hosannas” de acogida festiva entrando en Jerusalén, oyeron luego los “crucifícalo” como sentencia condenatoria por parte de un pueblo manipulado. Pero ni la lisonja ni el rechazo tuvieron la última palabra.

Lo decimos coloquialmente cuando superamos una prueba dificultosa o se disipan los nubarrones mohínos: nos hemos quitado una losa de encima. Y esto es lo que cabalmente experimentaron los discípulos aquella madrugada. Estaban enganchados al recuerdo aún caliente de tantas palabras y gestos del Maestro sinigual, y al haberlo visto agonizar y morir, al haberlo acompañado para enterrar, sólo les quedaba dar vueltas a un sepulcro sellado yendo y viniendo con su odre de lágrimas que tenían a rebosar.

No había forma de comunicarse entre ellos. Nada sabían del desenlace de Judas, ni de los llantos de Pedro, ni de las palabras que al pie de la cruz pudo escuchar Juan junto a la Madre por antonomasia. Las mujeres discípulas de Jesús, andaban tan nerviosas como desconsoladas organizando quizás un último gesto para embalsamar al Señor con sus lágrimas y sus ungüentos. El ambiente era desolador como quien más o quien menos tiene ante la muerte de un ser querido en el adiós para siempre de esa persona que por más que la miremos no respira, no siente, no padece… pero tampoco nos miran sus ojos cerrados, ni nos besan sus labios inmóviles, ni cabe esperar caricia alguna de sus manos frías.

El Evangelio nos relata la primera incursión de aquella que mucho amó cuando mucho le fue perdonado: María Magdalena. Anota Juan en su Evangelio que ella salió al amanecer, pero aún estaba oscuro. No es un detalle costumbrista o de precisión de franja horaria en este cuarto Evangelio: de noche iba Nicodemo a ver al Maestro con todas sus dudas y preguntas abiertas; de noche salió Judas del Cenáculo con las tinieblas en su mirada y en su alma; de noche como un eclipse terrible quedó la tierra tras la muerte de Jesús a la hora de nona del primer Viernes Santo de la historia. Ahora la Magdalena con todas sus oscuridades y llantos, se consuela junto al despojo enlosado de su amigo y Señor enterrado.

Pero ahí empezó la revuelta, porque así aconteció en su regreso buscando a Pedro y a Juan. Una revuelta que era la vuelta a la luz y la alegría que no se podía contener por infinita y bendita. Aquel sepulcro tenía la losa movida, como cuando en el túnel más cerrado y tenebroso se atisba la puerta de salida. Hasta seis veces se menciona la palabra sepulcro en estos nueve versículos del capítulo veinte del Evangelio de San Juan. Es como un estribillo en el que se focaliza un protagonismo que el evangelista nos quiere mostrar. Hay vida después del sepulcro cuando explota la dicha bienaventurada que nos deja sin palabras, que nos pone a la carrera como ante esta noticia hicieron Pedro y Juan. La Magdalena fue testigo simplemente de una losa removida. En otros relatos evangélicos la vemos llorosa hablando con un Jesús -presunto jardinero- que ella no reconocía hasta que de sus labios oyó que la llamaba por su nombre: María. Pero la resulta fue la misma: ir a los discípulos y decirles que Cristo ha vencido la muerte con su vida resucitada.

Hay un cuadro bellísimo de 1898 del pintor suizo Eugéne Burnand. Representa a Pedro y Juan corriendo hacia el sepulcro. Sus cabellos al viento parecen las crines de un alazán desbocado porfiando llegar cuanto antes, con el ansia y la prisa de verificar cuando la Magdalena les había testimoniado. Sus miradas muestran una tensa y dulce avanzadilla para llegar con sus ojos antes de lo que sus piernas les permitían. Y llegando primero el más joven, Juan, esperó al maduro, Pedro, que fue quien entró. La descripción que desde la puerta hará Juan tiene hasta un toque doméstico: los lienzos de la sábana tendidos, el sudario que le protegió la cabeza (nuestro Santo Sudario que aquí en nuestra Catedral conservamos con la más insigne reliquia), enrollado cuidadosamente aparte. No era un big-bang explosivo que todo lo dejó desordenado y con desaire, sino el orden armonioso de una vida nueva que renacía y se hacía sitio tras mover la losa de la muerte.

Jesús lo había dicho tantas veces, y fue un aviso contenido por doquier de que Él resucitaría al tercer día. Pero los discípulos nunca lo entendieron, ni tampoco pidieron al Maestro explicación. Todo lo más, como haría Pedro en varias ocasiones tratar de evitar aquello que no entendían censurando el viaje. O como en otra ocasión, mientras Jesús les anunciaba precisamente su desenlace, ellos cuchicheaban conspirando quién era de ellos el más importante y cómo se podría repartir los cargos y las prebendas. Ahora, ante el sepulcro vacío, entendieron de golpe y para siempre cuanto les dijo el Maestro. Y entonces entraron y creyeron.

Puede parecernos lejano en el tiempo y en las usanzas esa escena que hoy la Iglesia nos proclama con la alegría pascual de este Evangelio. Pero también nosotros tenemos mil desafíos que debemos saber leer con la inmediatez del mensaje de la Pascua. Cuántas cosas en la intimidad de nuestro corazón se retuercen dando vueltas y vueltas a lo que no siempre entendemos, o a cuanto se nos pone desafiante y peleón ralentizando o complicando la maduración creyente de nuestra vida humana vivida con la gracia que nos hace cristianos. Cuántas cosas en nuestro entorno doméstico o nacional se nos hacen retadoras de la esperanza al imponernos contradicciones y batallas quienes por sus motivos torticeros y resentidos no nos quieren, nos zancadillean y nos censuran en una persecución cultural y política que a veces nos deja sin respiro y sin libertad. Cuántas cosas en el panorama mundial se encrespan volviendo a tropezar en las mismas piedras que nos empujan a las crisis económicas por la insolidaridad inhumana de los descartes y por las declaraciones de guerra sin cavilar sus graves consecuencias. Amén de las ideologías en curso que pretenden sembrar la confusión violenta, los despropósitos que insidian, las anarquías morales y, como si no pasase nada, seguir en la banalización de la mentira.

Hoy los sepulcros tienen estos visos y se revisten de estas guisas. Pero afirmar nuestra fe en la Resurrección de Cristo, implica tener una mirada dilatada con la esperanza cierta que nos abraza y con la caridad amorosa que nos permite ver más allá de las apariencias que caducan siempre antes o después. La luz siempre vencerá a la oscuridad, la verdad a la mentira y la muerte será muerta por la vida. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor, luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas de pesar no nos secuestran en su llanto, porque no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. Es el sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.

Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina en la que dar testimonio de que Jesús ha vencido la muerte y todas sus engañifas, sus chantajes y sus rincones de tristeza y melancolía. Con el gozo de María, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado, no es vana nuestra fe. La noche pasó con sus sombras, y se encendió la luz amanecida. La palabra final es del Dios que se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua rediviva. Aleluya.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M El Salvador.
20 abril de 2025