Queridos hermanos todos en el Señor: paz y bien. Ayer asistimos a la Santa Cena. Nos supimos comensales en aquella escena tan entrañable donde se nos invitaba al amor fraterno que aprendimos en mil gestos de Jesús, vimos cómo partía el pan como quien reparte su Cuerpo entregado en la presencia de la Eucaristía, acogimos su misión aquellos que hemos sido llamados a prolongar su sacerdocio santo. Pero en aquella Cena tuvo lugar un doble diálogo: el de Pedro y el de Judas, ambos frente a Jesús. Es la vida de cada uno de ellos la que con sus gestos, sus palabras, sus acciones y omisiones, se presentan como comentario torpe o desesperado a lo que tras aquella última cena sucedió.
El caso de Pedro ya nos es conocido: brabucón y espontáneo, capaz de prestar sus labios al Padre Dios o de dejar que por ellos hable el diablo. Todo un ejemplo de vulnerable pecador, que con sus quiero y no puedo nunca se rendirá traicionero a sus frágiles momentos de confusión. Al final lavará con el llanto de sus lágrimas su propia pobreza en la que seguirá colándose por la rendija de su amor lo que realmente él era, lo que sentía y quería ante su Maestro y Señor. Y aquel triple canto del gallo, será finalmente redimido en su examen de amor ante Jesús resucitado en las orillas del mar de Galilea, justo donde para él todo comenzó, porque a pesar de todo, a pesar de tanto, aquel viejo pescador galileo amaba de veras a Jesús, aunque lo hiciera mal, o lo hiciera tarde, pero finalmente aprendió la lección.
Bien distinto era el caso de Judas. El nombre de Judas no se pone ni siquiera a los perros. Ha queda proscrito y evitado en la historia siguiente de la humanidad. Judas era inquieto, tenía liderazgo, sabía administrar rentas y limosnas, pero no supo cómo hacer con sus pretensiones. Y cometió el gran pecado: ser él la medida de Dios, poner precio a su fidelidad, usar a Jesús para sus particulares revoluciones. ¡Cómo defrauda hasta la desesperación empeñarse en esperar a Dios por los caminos que Él no frecuenta! ¡Cómo agota hasta la confusión más extrema aguardar que se cumplan las expectativas que Dios jamás prometió! Y así fue poco a poco forjándose su delirio tremendo, su enfado enconado y finalmente su traición desertora. Allí un beso se ofreció tomando prestado el gesto que nunca menos que entonces fue expresión del amor. El besante fue comprado con engaño, y él pagó desesperadamente el pago infinito de su traición. Quedó colgado como badajo maldito que no ampara campana alguna, y su sonido sórdido a la intemperie hizo de tañido en su grito de cruel desesperación. Nació fallido quien más le hubiera valido no haberlo hecho, dijo de él Jesús. No se puede contar con más gravedad el fracaso de una vida que tan fatalmente erró.
Tiene algo especial el Viernes Santo, día de profundo respeto. Todo es silencio lleno de graves preguntas donde nos rodean tantos porqués. Aquella vía Dolorosa señala el callejero de tantos horrores en el vaivén de nuestras desdichas humanas que nos golpean y desangran. ¡Cuántas vías Dolorosas hemos urbanizado los hombres en los pueblos y ciudades del tiempo que viene y va! Hoy nos fijamos en aquella vía Dolorosa de hace dos mil años donde es Dios quien arrastra el árbol de la vida para dejarse clavar en él con los clavos de la muerte. Fue una noche larga de infamia que comenzó en el Huerto con olivas, pues en aquella almazara no se prensaron sabrosas aceitunas para obtener un aceite virgen, sino que se vio sangrar por todos sus poros el sufrimiento de Dios. Toda la humanidad verdadera de aquel verdadero Dios, hecha plegaria, silencio, infinito dolor en la soledad más absoluta cara a cara entre el Hijo y el Padre, apurando el cáliz duro que se disponía a beber hasta sus últimas gotas. Misterio de iniquidad, precio abismal que por cada uno de nosotros Dios pagó.
¿Cuántas fueron las estaciones? Acordamos piadosamente que fueran catorce cuadros como si fueran las estaciones de un recorrido macabro. Sin duda, menos no fueron. Más, infinitamente más, son las que se deben computar en la cuenta del “Amor no amado” (San Francisco). Tantas, cuantos rostros de hombres y mujeres, de niños y ancianos, en los que el rostro ensangrentado de Jesús se ha venido actualizando: tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, en la cárcel, enfermo… y lo que hicisteis con mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (cf. Mt 25). Catorce estaciones, pues, y muchas más. Y ante todas ellas las distintas miradas y actitudes: ojos abiertos y curiosos, ojos cerrados y cansados. Corazones capaces de darlo todo o incapaces sencillamente de hacer algo. Manos ofrecidas sin descanso entregado o reservadas con rencor insolidario. Esperanzas cumplidas o desencantos despiadados. ¡Cuántos cuadros y estaciones… en el viacrucis de la vida, en la vía dolorosa de Cristo y sus hermanos!
El viernes santo es un día tan sobrio, que incluso resulta taciturno y callado. No hay campanas ni glorias, y es el único día del año en el que no hay misa propiamente hablando, como si un velo enlutado condicionase cada instante, cada rincón de este mundo inacabado que no acierta a dejar nacer la ciudad de Dios que Él eternamente dibujó para enamorarnos. Un relato que sólo se puede comprender cuando, como han hecho los santos y como hizo María, nos atrevemos a leerlo biográficamente: porque hay siempre un “por mí” en ese drama que para Jesús fue una tragedia prestada. Todo aquello fue por mí, con mi nombre y mis años, con mis trampas y mis miedos, con mis gracias y pecados. Yo fui para Él la razón de cada instante en aquellas catorce estaciones que me tenían a mí como recorrido y su amor como estación de llegada. Como hermosamente comenta Pascal poniendo en los labios de Jesús esa frase: “aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti” (Pensées, VII, 553). Es el “por ti” con el que Clara de Asís escribe a Inés de Bohemia para que aprenda a leer la vida de Jesús: nació como niño en una pobre cueva por ti, y por ti vivirá escondido en Nazaret más de treinta años, por ti predicará, sanará y saldrá al encuentro de todo necesitado, por ti se dejará apresar y condenar. Por ti, el de la cruz, así te amará hasta el extremo.
Y entregando su espíritu en las manos de su Padre, expiró… Hora de nona, de silencio que grita y de tiniebla que alumbra la más dramática de las horas en donde Dios muere en la carne de su Hijo. El Verbo que se hizo carne infante, en la carne de su muerte enmudeció. Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo.
Pidamos la gracia de la piedad para vernos dentro de aquel Vía Crucis que nos perteneció y que Jesús haciéndolo suyo recorrió para salvarnos. Seamos sus cirineos y seamos cirineos de los que hoy malviven y malmueren en sus vías dolorosas por tantos motivos y en tantos escenarios. Viernes Santo. Día de pasión, de escuchar conmovidos ese bendito relato. De leerlo de rodillas cuando se habla de un desenlace que me tiene a mí como destinatario: el precio que Dios mismo pagó en la carne de su Hijo, para que yo pudiera ser su hermano. Viernes santo apasionado. Gracias, Señor, por tu Pasión, por tu vía Dolorosa y por tu Calvario… ahí estaban sin censura ni adornos, todas las etapas de mi vida y todos mis pecados.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
7 abril de 2023