Homilía del Viernes Santo 2021

Publicado el 02/04/2021
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Hay un aire de gravedad en liturgia del Viernes Santo. Parece que todo queda oscurecido tras el quebranto del sol a la hora de nona de hace dos mil años. No es una tristeza ajena ni un guion prestado, aún conociendo la historia y cuál es su desenlace amargo. La celebración de esta tarde, comienza en silencio. Sin canto ni procesión solemne de entrada. El altar, desmantelado. El obispo va sin anillo, sin báculo. Despojados de todo como Cristo en el Calvario. Tampoco las campanas tocan en este réquiem de un Jesús abandonado. Propiamente no celebramos la Eucaristía: es el único día del año en el que no hay misa. Es un oficio litúrgico que lleva por título la Pasión del Señor. La que acabamos de escuchar como proclamación del Evangelio. Porque fue tal que hoy cuando tuvo lugar el desenlace de Jesús que nos redimió con su drama. La pasión hay que escucharla arrodillando nuestro corazón, porque en ese relato se habla de cada uno de nosotros. Deberíamos reconocernos en qué personaje se encuentra mi vida de hoy, porque cualquiera de los que aparecen en el relato, puedo ser yo mismo con todo lo que me embarga: mis cuitas y preguntas, mis certezas y dudas, mis temores y andanzas, mis pecados y mis gracias.

Fue dramático el final de la Cena que ayer recordábamos. Terminó con un exabrupto extraño protagonizado por Judas: el que moja el pan en tu mismo plato, el que guardaba la bolsa, le invitas a no demorar el trato del más tramposo contrato, que terminará siendo un cobarde maltrato de su admirado Maestro. Horas después dejará de ser discípulo al vender al amigo a quienes se lo compraron, que malpagaron con treinta monedas lo que no tenía precio. Compraron de saldo lo que era infinito en su pago: Jesús el Nazareno. Vinieron con palos, con espadas y soldados, a la luz de unas antorchas como luminarias para ver la firma del vendedor: un beso fue la rúbrica, el beso que jamás significó menos amor en su cínica manera. Judas acabó mal: sin su pobre botín, sin su querido amigo y Maestro, sin perdonarse a sí mismo, ahorcándose en un árbol, sólo y desesperado.

Fue en el Huerto de Getsemaní, esa almazara en la que el Hijo de Dios sería exprimido hasta sudar sangre en su dolor macerado. Huerto, como dice san Juan, que recuerda el huerto primero de la creación donde tuvo lugar la traición que originó el pecado original y originante junto a otro árbol. En ese nuevo huerto un nuevo Adán sufrirá la agonía por los pecados que jamás cometió. Y en el huerto del Calvario, señala el evangelista, será crucificado y sepultado. Estamos ante muchos huertos en donde la vida se arruina o donde en primavera sin pausa renace como vida resucitada.

De allí fueron de un sitio a otro, de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato al populacho, y del populacho al zoco de la vía Dolorosa. El amor aquella noche se oscurecía con luz de tiniebla propia. Todos salieron asustados. Noticia sólo tenemos de Pedro. Pero era difícil aquella noche de Viernes Santo estar en misa y repicando, ¡cuántas veces vivimos así el conflicto entre lo que queremos y lo que no deseamos!: querer, quería ir con su Maestro cortando orejas como hizo con Malco en el huerto, pero temer, temía más como para arriesgar demasiado. No podía llegar a más en su amor por Jesús, pero cuando el miedo le frenó no pudo llegar a menos. Y adoptó esa actitud intermedia, sopesada, buenista, mediocremente calculada y comedida. En un patio cualquiera, junto a una fogata común, quiso Pedro pasar anónimo, tiritando confuso su corazón diciendo el “sí, te quiero” a su Maestro, mientras con sus labios repetía con llanto indeseado el “no” de su traición. Y negó lo que menos podía negar: que le conocía. El gallo trinó, y con él Pedro negó las tres veces anunciadas. Tropezó aquel Pedro en la piedra de su propio escándalo.

Conocemos el desenlace posterior. Había que pintar de color sangre a quien luego crucificarían. No sirvió la pena provocada en una masa títere llena de toda su ira. Más lastimero era el espectáculo de un Jesús azotado, expoliado, coronado de espinas, mientras ellos se envalentonaban pidiendo desaforados la crucifixión sin medida. Lavándose las manos Pilatos, perdió en ese gesto la poca inocencia que nunca tuvo, y quedó manchado para siempre de complicidad y cobardía. De nada le sirvió la pregunta retórica, sobre qué era la verdad. ¿A qué venía ese dislate de filosofar en abstracto cuando estaba en juego la vida de un inocente que no le importaba nada? ¿Era creíble su interés por la verdad cuando sus pretensiones de poder, su corrupción moral, su frivolidad manifiesta le hacía vivir en la más burda mentira?

Aquel Viernes Santo, el amor más increíble, el más inmerecido, el menos comprendido, tuvo domicilio en la calle de la Amargura. La vía Dolorosa no dejó de ser lo que era: un zoco comercial de intereses, de chismes, fanfarrias y mercaderías. Y nadie dejó de hacer lo que hacía, al ver pasar aparentemente a otro malhechor más cuesta arriba. Mujeres que se apiadan y rompen en llanto lastimero al ver pasar a Jesús el Nazareno. Niños que eran apartados para no ver tamaño espectáculo. Curiosos que no tenían más interés que una mirada burlesca. Otros quedarían confusos al ver revestido de tanto mal a quien tanto bien dejó a su paso en sus vidas. Como aquel Simón, oriundo de Cirene, que aquel día volviendo de trabajar, se encontró de pronto con una gracia inmensa: ser samaritano bueno de un Dios maltratado, robado y herido. El cirineo tomó sobre sus hombros una cruz que a Jesús no le pertenecía.

Será en el Calvario donde Dimas, buen ladrón, hizo su robo mejor, el más honrado, el robo que le salvó de todas sus fechorías. Toda una vida malgastada y podrida, que en ese instante vuelve a nacer. El robo lo hizo como buen ladrón, rezando conmovido ante Jesús crucificado: Dios mismo en su mismo suplicio, no por delincuente sino por amor. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino, le dijo. Y Jesús en aquel trance se lo aseguró: esa tarde, ya estarás en el Paraíso. Fue la primera canonización cristiana.

María y Juan al pie de aquella cruz, con lo mejor de una humanidad no rendida, creyeron en lo que el Señor les dijo y les decía, en todo cuanto les fue dando y en lo que entregaba de modo extremo en aquel Viernes Santo al mediodía. Allí María engendró a todos los hermanos de Jesús como madre inmensa, a la sombra de una muerte que nos trajo tanta vida. Fueron siete las palabras que Jesús pronunció en su agonía. Siete gritos que como siete plegarias nos rezaba su entraña abierta ante el Padre y los hermanos, antes que la lanza penetrara su costado como una puntilla postrera. Y entregando su espíritu en las manos de su Padre, expiró… Hora de nona, de silencio que grita y de tiniebla que alumbra la más dramática de las horas en donde Dios muere en la carne de su Hijo. El Verbo que se hizo carne infante, en la carne de su muerte enmudeció. Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo.

Es Viernes Santo hermanos. ¿Quién soy yo en este drama? ¿A qué nombre de aquellos le pongo yo mis apellidos? ¿Cuál es mi callejero por donde a diario deambula mi vía Dolorosa? El relato, leído de rodillas y con el corazón abierto es todo un libreto donde se narra mi biografía. Algo de todos ellos tengo yo, y detrás de cada uno se asoma la sombra de todos mis momentos y retazos.

Dentro de unos instantes adoraremos la cruz del Señor. Nuestros hermanos en Oviedo, hoy venerarán esa reliquia excepcional que custodiamos en la Catedral: el Santo Sudario de Jesús del que nos habla Juan en su Evangelio. Es una página no escrita en papiro y con tinta, sino descrita en la tela y con sangre divina como un nuevo evangeliario. El Santo Sudario es un testigo de lino que guarda como un secreto los ojos cerrados del Señor. Aquella mirada se abrirá para siempre resucitada después, pero por amor vivo a mis desamores muertos se cerraron a la hora de nona de aquel Viernes Santo. Es algo que en esta tarde mirando desde Covadonga ese lienzo no debemos olvidar. Tampoco olvidamos a quienes prolongan con sus sufrimientos, sus desgracias y desamparos, la Pasión de Jesucristo. Hoy los crucificados por la violencia, las guerras y el terrorismo, por la corrupción y la indiferencia de tantos, por las desgracias y soledades, por la incertidumbre de una pandemia que no pone a prueba, por los propios pecados y los ajenos, todos se reconocen junto a Cristo crucificado que en ellos vuelve a sufrir la Pasión.

Oraremos por toda la Iglesia, por toda la Humanidad. Y tendremos un recuerdo especial por nuestros hermanos en Tierra Santa, esa tierra pisada por Jesús, contemplada por Él, y regada con su propia Sangre. No dejemos de apoyar con nuestra oración y con nuestra limosna en este día, el mantenimiento de los lugares santos, donde se acogen a los peregrinos en medio de la precariedad pandémica y en donde se realizan obras sociales, educativas y sanitarias a favor de los que allí siguen sufriendo. Sed generosos.

Es Viernes Santo. Hoy el amor no amado se hace pasión crucificada. Contemplemos en silencio la escena como lo hicieron los santos, como lo hizo nuestra Madre, la Santina Dolorosa. Hermanos y amigos, que Dios os bendiga.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Basílica de Covadonga
2 abril 2021