Homilía del día de Navidad 2024

Publicado el 25/12/2024
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Parecía una noche más bajo las estrellas. En el relente de cada madrugada aquellos pastores se guarecían del frío protegiéndose en las cuevas de aquellas majadas a las afueras de Belén. Olían a oveja, y el humo de las fogatas de aquellos chamizos formaba parte del abrigo que remediaba la tiritera de su vida sencilla.

Los pastores no eran especialmente considerados. Quizás por su trabajo rudo y periférico, quizás porque vivían un poco al margen de aquella comunidad. No solían ir a la sinagoga cada sábado, no eran letrados ni exquisitos, pero tenían esa labor de la que otros se aprovechaban al beber la leche de las cabras, al revestirse de la lana de las ovejas, al degustar la carne bien asada de los cabritos en un día de fiesta.

Arriba en las majadas, el campo de los pastores no tenía mayor cosa extraordinaria aquella noche. La luz era distinta, tanto que ni siquiera la sabrían contar, ni dibujar, ni darle forma o componer para ella una música especial. Pero era luz especial y distinta. No sabían cómo, pero aquellas vidas quedaron iluminadas y encendidas con una claridad y una lumbre tan poderosas como tiernas y sin mentiras. Pero fue a ellos, curiosamente a ellos, a quienes los primeros se les hizo un anuncio singular. Unos ángeles mensajeros les acercaron la buena noticia que cambiaría para siempre la vida de aquella localidad, la vida de la entera humanidad: en Belén de Judá hoy os ha nacido el Salvador. Este fue el mensaje insólito e inaudito.

El evangelio de san Lucas, juega en su largo relato con este adverbio de tiempo: hoy. Aparecerá de nuevo cuando Jesús hable ya de adulto en la sinagoga de Nazareth: hoy se cumple esta Escritura (habían leído al profeta Isaías cuando decía que los ciegos ven, los cojos andan, a los pobres se les anuncia una buena noticia). Será el mismo adverbio cuando Jesús cene en casa de Zaqueo allá en Jericó: hoy ha entrado la salvación a esa casa. Y veremos de nuevo el mismo adverbio cuando en la cruz le diga a Dimas, el buen ladrón, aquello de “hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

No es un simple adverbio de tiempo, sino que significa el realismo con el que Dios ha venido a nosotros. El hoy quiere expresar que Jesús tiene que ver con la edad de mis años y con el domicilio de mis circunstancias. Sólo quien reconoce en su hoy concreto el precioso significado de la Navidad, la podrá celebrar con todo su sentido, y no simplemente dejarse empujar por una inercia de calendario y por un costumbrismo ambiental. En el hoy de nuestra vida, celebramos la pascua de Navidad.

Es una de las tres pascuas cristianas que celebramos al año: navidad, resurrección y pentecostés. La lectura profética de la misa del día de navidad es un canto a quien trae la buena noticia. Había un mensajero esperado, de hermosos pies, que embellecía los caminos por donde iba pasando. Su mensaje sabía a buena nueva, dibujaba la paz en el cielo de las miradas y se hacía pálpito en el corazón y sus entrañas. Y así fue haciendo Dios a través de los tiempos: enviar y enviar mensajeros, de pies hermosos, de corazón dulce y noble, de mensajes verdaderos y venturosos. Pero llegó un momento del cual todo lo de antes y lo de luego pendía, que fue anunciado de mil modos y esperado en todos los senderos, en el que Dios no quiso enviar ya a nadie más, sino enviarse a sí mismo en la Persona de su Hijo. La palabra eterna, la que hizo las cosas diciéndolas, se hizo hueco, se hizo voz, y nos regaló su encanto dándonos su propio secreto. Así se introduce la fiesta de Navidad con la lectura del profeta Isaías (cf. Is 52, 7-10) que hemos escuchado.

Es tal vez difícil imaginarse la escena, de tantas veces como nos la hemos imaginado. Juegan en contra los mil versos y poemas que nos lo han contado con lo mejor de las palabras de los hombres. Igual sucede con el talento de los pintores, los escultores que han puesto sus pinceles y gubias a correr para decirnos con formas y colores algo inaudito, insólito, desapercibido. ¿Y los músicos? También ellos lo han contado con sus notas, haciendo melodía la historia más bella jamás contada y sucedida.

Anónima donde las haya fue aquella escena: una joven mujer en trance de dar a luz a su pequeño, ante la intemperie de no encontrar lugar para semejante instante. Siendo como era casi niña, primeriza mamá, con el peso de todas las incertidumbres, confiada en la palabra que el mensajero de Dios le había dado, apoyada en la fidelidad discreta de aquel carpintero bueno y justo que la acompañaba, José que tanto y tan puramente la quería. La joven nazaretana Miriam, encontró en una especie de establo el lugar para que naciera el Mesías, Rey de todos los reyes.

Una escena que traía toda la buena noticia que el mundo esperaba. Así de inesperado el modo con el que Dios quiso enviarnos al Salvador de nuestras vidas. Siglos después aquella escena tiene otros escenarios, pero Dios se hace nuevamente encontradizo en el hoy de nuestros días. También nosotros andamos en las mil derivas, sin lograr dar a luz un mundo en donde la paz y la justicia se besen como dice el profeta Isaías, en donde la gloria de Dios no se perciba como rival de nuestra dicha, en donde los hombres se sepan verdaderamente hermanos bajo la mirada del Padre de todos, a pesar de nuestras fugas pródigas o nuestras permanencias resentidas.

Navidad es el abrazo misterioso y misericordioso de Dios que viene a nuestra vida, como hace dos mil años, como cuando vuelva al fin de los tiempos, como en cada fecha y circunstancia se hace presente para salvarnos. San Juan nos refiere al comienzo de su Evangelio con estremecedoras palabras lo que hizo el Hijo de Dios: «la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). Una imagen que bien podría comprender aquel Pueblo que sabía a lo largo de su historia lo que significa vivir a la intemperie y cobijarse en una tienda. La tienda era para el pastor, para el peregrino, para el viajante… un lugar de reposo, de restablecimiento de las fuerzas desgastadas.

Dios es el que ha querido “acamparse” en el terruño de todas nuestras intemperies, enviando a su propio Hijo como una tienda en la que poder entrar para cobijarnos de todos los descobijos pensables de nuestra vida. De este modo tan inaudito Dios ha cambiado de dirección y domicilio viniéndose a nuestro barrio, a nuestra casa. Pese a todos los nobles esfuerzos y a los agotadores intentos de hacer un mundo nuevo, constatamos nuestra incapacidad de diseñar una tierra que sea por todos habitable, una tierra en la que las sombras de guerras, mentiras, corruptelas, tristezas, injusticias, muertes… no eclipsen el fulgor por el que sueñan los ojos de nuestro corazón.

Dios se ha hecho tienda, con su Palabra acampada, nos ha manifestado su Gloria, llenándonos de Luz. Creer en la Encarnación de Dios es posibilitar desde nuestra realidad, que aquel acontecimiento sucedido hace dos mil años siga sucediendo, y nuestra vida cristiana pueda ser un grito o un susurro del milagro de Dios: que los exterminios que hacemos y subvencionamos, con todos nuestros desmanes y pecados, no tienen la última palabra, porque ésta corresponde a la de Dios que se acampó. Sólo si nuestra vida sabe a esto, si sabe a lo que sabe la de Dios, si somos tierra abierta para que en nosotros y entre nosotros, Él siga plantando su Tienda en medio de nuestras contiendas. Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduque, que no dependa de las urnas votadas ni de las bolsas cambiantes. Como los pastores, dejémonos asombrar por los ángeles-enviados de hoy, y vayamos a adorar al Niño Dios, y a ser sus testigos en medio de nuestro mundo.

Dios nace cada día si le dejamos ser luz en nuestras penumbras, si Él acerca con nuestro permiso la paz a nuestras cuitas y conflictos, si nos asomamos desde sus ojos a un horizonte de renovada esperanza. Las guerras de este mundo, las corrupciones políticas maquilladas con mentiras y apaños, las tragedias de catástrofes naturales con volcanes y danas que nos arrasan… no tendrán la última palabra aunque cueste tanto escuchar ese penúltimo griterío. La palabra final se la ha reservado Dios, que poniendo su tienda en nuestras intemperies, nos cobija, nos sostiene y acompaña para dar cauce a un mundo diferente, una historia más parecida al sueño de Dios y más distante de nuestras cotidianas pesadillas. Por eso estamos contentos en una fiesta navideña que pone la fecha de nuestro hoy bajo la luz del misterio que adoramos en Belén como los pastores.

Que Dios sea glorificado en las alturas y en nuestra tierra sea visible la gracia y la paz. Feliz Navidad cristiana, amigos y hermanos. Que María, José y el pequeño Jesús os guarden y os bendigan siempre. Amen.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador. Oviedo
25 diciembre de 2024