Homilía de Jueves Santo 2025

Publicado el 17/04/2025
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La entrada en Jerusalén activó la cuenta atrás de un desenlace. Tal vez sólo Jesús era consciente de su final con todo lo que en torno a Él se iba fraguando por parte de quienes veían en el Maestro un rival peligroso para sus intereses diversos, hasta el punto de que decidieron eliminarlo. Habían pasado aquellos tres años inolvidables junto a los que Jesús escogió como discípulos. Fue una vida compartida con ellos mientras abrazaba cada realidad humana que iban encontrando. Tantas lágrimas enjugadas convirtiéndolas en su propio llanto, tantas sonrisas haciendo de ellas su mismo gozo, preguntas insolubles que Él resolvió con respuestas llenas de sabiduría, y un sinfín de momentos cotidianos como aquellas bodas en Caná donde faltó el vino, o los juegos de los niños en la plaza, o la pequeña limosna de aquella abuela que entregó lo que tenía, y tantas enfermedades del cuerpo y del alma que el Señor tocaría con el bálsamo de sus manos, y los pecados fruto de la debilidad vulnerable que Él levantaría de sus múltiples fangos. Sólo hubo una resistencia a tanto amor derramado, a tanta esperanza ofrecida, a tanta fe incondicionalmente testimoniada: el cálculo fariseo de quien mirando no logró ver nada de cuanto con inmensa belleza y bondad tenía como verdad delante de sus ojos.

Con todo este fardo de ligero equipaje, llegaron a Jerusalén. Y así, después de tres días intensos de recelos y emboscadas frente a las miradas insidiosas de quienes por doquier los buscaban, Jesús quiso tener una cena postrera como comida anticipada de pascua. Para lo cual encargará a sus discípulos que fueran a buscar y preparar el alojamiento comensal con un contacto de la ciudad. Todos estaban allí con el Maestro. Quizás con el rictus de miedo en sus entrañas, como quien se maliciaba que algo no bueno se estaba fraguando en el aire de sus andanzas. Cada uno con su nivel de conciencia y comprensión: desde los más ingenuos en su inocencia despistada, hasta los más temerosos por sus desconfiadas sospechas.

Así se fue desenvolviendo aquella cena última en medio de un discurso apretado de recuerdos y confidencias. Era el brindis de Jesús que tenía sabor de despedida intensa, involucrando en sus palabras el secreto mejor guardado que en aquella ocasión desveló ante sus amigos: el Padre. Porque fue el Padre quien protagonizó toda su vida de Hijo Dios humanado desde que fue concebido virginalmente en las entrañas puras de María. Por el Padre se encarnó, por Él nació, por Él estuvo en Egipto y luego en Nazaret casi treinta años de anónimo y discreto retiro en una vida cotidiana entre el hogar y su taller. Por ese Padre marchó al desierto para dar comienzo su vida pública tras haberse enfrentado y vencido al diablo tentador. Por el mismo Padre Dios elegiría a sus doce apóstoles amigos después de una noche de oración.

En aquella Cena Última llegó el momento de hablar con ese Padre delante de sus discípulos como solía hacer solitario cada amanecer al alba callada o cada tarde en la silenciosa noche. Y habló también con sus discípulos delante de su Padre, desvelando los motivos de sus gestos y palabras en el trasiego de sus idas y venidas de aquí para allá junto con ellos. Era fácil adivinar la intranquilidad en sus ánimos, las miradas furtivas de quien quería desentrañar aquella extraña magia, del porqué la tristeza en la dulzura de las palabras de Jesús, y las señas que hacía Pedro a Juan para que en su proximidad preguntara cosas al Maestro.

Así comienza como un preámbulo el gran relato del discurso de la Última Cena que nos narra el evangelio de San Juan: con los discípulos a los que había amado, los amó hasta el extremo. Tiene una connotación de explosión final, de do de pecho, como queriendo expresar que, si a través de tantos gestos Jesús les fue queriendo de veras, llegaba aquel momento de una cena postrera en la que Él les quiso mostrar más y para siempre lo mucho que los amaba.

Su discurso no fue apretado y conciso, pues un homenaje no era lo que tocaba ni lo que consentía. Más bien había que hacer memoria de otra manera, verdadero memorándum de aquellos tres años inolvidables para dejar constancia de tantas cosas vividas. Podemos imaginarnos cómo le miraban, cómo le escuchaban, como entre ellos se hacían gestos con los ojos, y muecas unos a otros, cada vez que el Maestro señalaba el amor que les profesaba y lo mucho que le iba a costar darles la vida por amor al Padre que le envió.

Se agolpaban incesantemente todos aquellos tres años desde que por su nombre los llamó uno por uno, cada uno en su andanza, en sus cuitas, en sus cotidianos quehaceres, en sus sueños y sus pesadillas. Hubo de todo en aquel grupo de doce discípulos especialmente cuidados, queridos y acompañados. No hubo error en la llamada, aunque sí que lo hubo diferenciadamente en las respuestas. ¡Cuántas palabras sin engaño les abrieron los ojos con horizontes inauditos! ¡Cuántos gestos verdaderos les tocó el corazón como quien es testigo de un milagro! Los silencios se hicieron elocuentes cuando Jesús callaba al igual que cuando hablaba a la gente. Las idas y venidas de aquí para allá expresaban la presencia bondadosa cuando fueron a Galilea y Judea, en los merodeos de la Decápolis y más allá de las fronteras.

Vieron ciegos a los que Jesús devolvió la mirada más asombrada. Vieron cojos a los que Él hizo saltar de alegría. Y hambrientos de tantos panes que entendieron que tenían hambre de esas palabras que sólo Jesús decía. Vieron llantos que fueron respetados con ternura y dulzura acariciando aquellas lágrimas: las de la viuda de Naím cuando iba a enterrar a su hijo único, las de Marta y María cuando murió por primera vez su hermano Lázaro, las del propio Jesús mirando a Jerusalén, las que todavía no había vertido Pedro junto a la fogata del patio antes de que cantara el gallo o las que lloró Magdalena a la puerta de un sepulcro vacío. Todos los llantos en el odre de su mirada.

Tres años de asomarse a la vida de otra manera a como estaban acostumbrados entre redes pescadoras y mostradores de recaudos; fueron años de entender que las cosas pueden ser abrazadas de otro modo, aunque no esté en nosotros poder cambiarlas, de aprender junto al único Maestro lo que vale la pena, distinguir lo que es un chantaje o un engaño manifiesto, lo que es una quimera que nos seduce para empujarnos a los caminos que Dios nunca frecuenta, o muy por el contrario abrirnos a la belleza sencilla de las cosas bondadosas que jamás nos hacen la envolvente artera y mendaz.

Así transcurrió entre manteles y recuerdos aquella cena postrera. Donde hubo algunos gestos de Jesús que marcaron el tono de la entrega. Sólo los siervos lavan los pies a sus señores. Y esto hizo el Señor con aquellos doce comensales invitados de balde. Pero Pedro se puso tenso, se puso tieso también y comprendió que el gesto era para él un exceso inaceptable, y como otras veces ocurriera, porfió y desafió bravucón a Jesús para que no hiciera aquello, como cuando intentó censurar que subiera a Jerusalén una vez que el Maestro anunció a qué subían y por qué. Entonces, una vez más, Jesús le dijo al viejo pescador que se apartara, que se pusiera detrás, que aceptara el gesto de lavatorio si quería tener parte con Él. Y toda la bravuconería airada se hizo mansa, y le pidió a Jesús que no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza, en una ducha de confusión amorosa de quien vislumbraba ya la deriva de las cosas en aquel Maestro a quien sinceramente quería.

Aquellos pies de ellos, como ocurre con los nuestros, no siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentadores de los caminos ciertos por los que Dios mismo venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies así de ambiguos, de sucios, de polvorientos y cansinos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado, como un modo hermoso e insólito de repetir lo mucho que nos había amado poniendo luego en ellos un beso rendido. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos? ¿Dónde están los pies peregrinos de tantos refugiados que van a la intemperie de todos los campos? Dios mismo se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados.

Confidencias y también encargos, porque en aquella cena Jesús les dijo a los suyos más suyos que no olvidaran nada, y que lo hicieran en su recuerdo como quien tomando un pan y partiéndolo les dio a comer su Cuerpo, y levantando una copa de vino les escanció su sangre redentora. Que lo hagáis en mi memoria, les dijo. Esa fue la primera Misa que Jesús celebró, Una Misa que empezó cuando se encarnó en nuestra humilde historia, y que fue celebrando de muchos modos a través de su paso entre nosotros haciéndonos tanto bien. En aquella cena eucarística tuvo lugar una liturgia de banquete unida a la liturgia del Calvario, donde entre cordero y hierbas amargas, les partió y repartió su vida, como poco a poco de modo intenso hizo en aquellos inolvidables tres años. Allí quedaron convocados a esa santa memoria viva, cada vez que repitieran el gesto de una entrega redentora como aquella que con ellos Jesús celebraba.

En torno a la mesa de la Cena Eucarística, con nuestras manos ungidas por aquel que nos une a su Sacerdocio a algunos cristianos, lavamos los pies de los hermanos conmovidos por el gesto del Maestro. Rezamos por nuestros curas y párrocos, con sus distintas edades, sus situaciones personales y sus entregas sinceras al pueblo confiado, para que sean fieles a la llamada recibida y que puedan decir con la vida a sus hermanos: tomad y comed, este es mi tiempo, esta es mi sabiduría y conocimientos, esta es mi disponibilidad que se hace cercanía, consejo y compañía. Dar la vida como el Buen Pastor, por las ovejas que nos han sido entregadas para acompañar con celo y cuidado.

Quedó prendida su presencia en una Eucaristía santa para significar que su paso entre nosotros no fue un ademán fugitivo, sino una querencia que no se marchaba. Blanco como el pan tierno, rojo como el vino de solera, gozoso como una fiesta que no acaba, así fue su regalo eucarístico, fiel como un amor que no traiciona y discreto como un sagrario que se adora. Sí, el amor tiene esa dimensión fraterna, que nos desvela finalmente un Dios que se hizo hermano. Y así nos lo dijo, así nos lo dejó escrito de tantas maneras como estrofas de su canto más hermoso. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que nos tiene lejos, con la caducidad que hace corto y mezquino el ensueño. No quiso el Señor que su amor se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa aburrido, o que se hace tan extraño que termina siendo al final ajeno. Entonces nos hizo la multiplicación de su vida, la multiplicación más increíble y hermosa: mucho más que doce cestos de panes y peces, fue su corazón abierto y su entraña partida. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece ni termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con generosa medida. Su Cuerpo y su Sangre se hicieron santa Eucaristía, humildes como el trigo y la uva, silenciosos y discretos como un Sagrario con su luz candelaria siempre encendida para invitarnos a la gratitud y a la visita.

Jueves santo, de memoria rendida, de amor fraterno, de sacerdocio regalado, Jueves de adoración silenciosa en torno a la Eucaristía. Venid, adoremos.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

S.I.C.B.M. El Salvador

17 abril 2025