No es una ruleta cansina que nos marca el mismo número de la suerte conocida, lo que cada año nos mueve en esta fiesta tan nuestra mirando a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Volvemos al Seminario en donde tantos –prácticamente todos vosotros– os preparasteis para ese día feliz y esperado de vuestra ordenación sacerdotal. Van pasado los años, y las diversas generaciones de curas se exponen al abrazo de los hermanos del Presbiterio, a la gratitud y la plegaria, por esos veinticinco, cincuenta o setenta y cinco años de ministerio sacerdotal.
No, no es una ruleta al uso, sino la fecha convenida litúrgicamente para la celebración festiva del Buen Pastor, sumo y eterno Sacerdote, que poniendo en sus labios nuestro nombre se atrevió a decirnos aquel ¡ven! Aparece ante nosotros el mapa de una vida en la que se han dibujado destinos varios, climas diversos y tantas andanzas. Climas de cada escenario vivido en los inviernos que nos retiraban a nuestros cuarteles y trincheras, en las primaveras vivarachas donde la vida se estrenaba cada día, en los veranos con sus agostadores estíos, y en los otoños serenos que ponían paz a nuestra remembranza.
Hay una atalaya desde la que se otean los 75 años de ministerio de nuestro querido centenario Don Avelino, otra con los no desdeñables 50 años de D. Álvaro, D. Chema, D. Domingo, D. Antonio, D. Bernardino, D. Eduardo y D. Joaquín, y una tercera con los más alevines con sus 25 años como D. Alejandro, D. Andrés y el P. Dionisio.
Nos remontamos a años tan lejanos y dispares como 1947, 1972 y 1997. Yo me preguntaba dónde andaba en aquellos años. En el primero, propiamente no andaba porque no existía. En el segundo, como laico haciendo estudios y trabajos en el mundo de la banca madrileña. En el tercero, volviendo de Roma con mi doctorado en teología apenas concluido. Esas eran mis referencias en esas tres fechas.
Pero la pregunta es qué hacíais cada uno de vosotros en la fecha que os corresponde como efeméride a celebrar en torno a esa paleta de metales de platino, de oro o de plata. Después de una serie de años, volvemos a pedir lo que decíamos en la oración colecta de esta misa: «…concede a quienes él eligió para ministros y dispensadores de sus misterios, la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido».
La carta a los Hebreos nos ha dado un precioso apunte del tipo de sacerdocio que Jesús inaugura: «tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere y expiar los pecados del pueblo» (Heb 2, 10-18). No es la distancia enajenadora la que imprime el rostro sacerdotal de Cristo, sino la cercanía a sus hermanos, su parecimiento. Y no por una especie de mimetismo social o meramente humano, sino para poder ser ante ellos y con ellos, un verdadero y sumo sacerdote que acerca lo más genuino del Corazón de Dios: su misericordia. Así es como se expiaron los pecados: por esa misericordia de un Dios que no desdeña, ni se escandaliza, ni se separa con artificial distancia de nuestra pequeñez pecadora y frágil, sino haciéndose igual en todo a nosotros menos en el pecado.
Así entendemos el salmo 22, salmo pastoral donde los haya, donde nace y continuamente renace la conciencia de sabernos acompañados siempre por un Pastor Bueno al que mi vida le importa. Sean oscuras las cañadas que atravesamos, o sean frescas las praderías en las que nos alimentamos, mi vida siempre será sostenida por aquel que me llamó desde el seno materno: su bondad y su misericordia nos acompañan todos los días de nuestra vida.
El Evangelio nos ha dicho que, al igual que tras una noche de oración Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y luego para enviarlos, somos objeto continuo de esa plegaria de quien nos llamó, poniendo en sus labios mi nombre cada día, a fin de que el amor del Padre y del Hijo esté en nosotros. Somos testigos de ese amor grande que Dios ha querido pudiera caber en nuestra humilde pequeñez. Y con María podemos entonar el magníficat desde nuestra real biografía: proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha mirado nuestra pequeñez.
Hay un salmo (43, 4-5) con el que comenzaba la Santa Misa antiguamente, y era el primer diálogo entre el sacerdote y el acólito que le ayudaba: Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat juventutem meam. Me acercaré al altar de Dios, al Dios que llena de alegría mi juventud. Sí, en la mocedad del ministerio, en la juventud de nuestras ilusiones, subimos al altar como hace 75, 50 o 25 años, dando gracias al son de la cítara, como dice luego el salmo. Así fue con nuestro primer destino, cuando toma forma y domicilio lo que durante años hemos soñado en el seminario. Las primeras misas, las primeras parroquias, los primeros arciprestazgos, aquel primer presbiterio en donde todos eran mayores que nosotros.
¿Dónde están aquellos niños que bautizamos, a los que dimos la primera comunión o acompañamos en la confirmación? ¿Dónde los primeros novios cuyo matrimonio cristiano presidimos? ¿Cómo siguieron los hermanos a los que absolvimos sus pecados mientras temblábamos al hacerlo? ¿Y los enfermos o moribundos que atendimos? ¿Qué fueron de aquellas primeras predicaciones cuyos sermones nos parecían homilías por pulir en todos sus costados? Es toda una vida que ha ido cumpliendo años, y que ha ido creciendo o decreciendo en tantas cosas. Al llegar la fecha redonda de un jubileo de plata, de oro o de platino, es justo que nos lo preguntemos con agradecimiento y con perdonanza. Nuestro rostro y la mirada son el reflejo de la ilusión que tenemos en el alma. Quiera Dios que el corazón siga siendo lozano como cuando estrenamos el sacerdocio siendo noveles misacantanos.
De modo imparable, luego han venido todos los paisajes por los que paseamos nuestro ministerio haciendo el camino al que fuimos llamados: los diversos destinos con todas sus mudanzas de maletas, libros y horizontes, los cambiantes humores con todos sus altibajos, según la vida nos fue probando y purificando en el crisol de la soledad, de la incomprensión y de los desánimos. Junto a los gozos con los que Dios mismo sostenía nuestros pasos y nos infundía cada día los motivos para renovar el sí que sinceramente dimos cuando el obispo nos hizo aquel examen público en el día de nuestra ordenación sacerdotal. De modo que, de nuevo con el salmista que nos acompañó subiendo las gradas del primer altar para acercarnos al Dios que llena de alegría nuestra juventud sacerdotal, decimos también: ¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué gimes dentro de mí? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: “Salud de mi rostro, Dios mío”» (Sal 43, 4-5). Es el momento de poner nombre a nuestros llantos preguntándome el porqué de mis lágrimas, y poner nombre, igualmente, a nuestros gozos reconociendo el sentido de mis sonrisas.
Con nuestros compañeros de presbiterio, aquellos que nos vieron llegar y ya marcharon al encuentro del Señor, los que nos han acompañado a través de todos estos años y siguen junto a cada cual o aquellos que por mil motivos dejaron el arado y volvieron la vista atrás, con nuestros familiares y amigos y la gente a la que en nombre de Dios hemos servido en su Iglesia, estamos aquí en nuestro seminario para la cita anual que siempre nos pone delante a los hermanos que celebran un momento tan importante de su biografía. No estamos ante un cumpleaños más de una efeméride cualquiera, pero tampoco le queremos conceder un valor mágico a las bodas de platino, de oro o de plata, porque todos tenemos experiencia que la vida no cambia por llegar estas fechas redondas. Y, sin embargo, no las queremos dejar pasar. Por eso hacemos fiesta, por eso damos gracias, con este motivo pedimos también gracia.
Serían las tres actitudes que enmarcan nuestra celebración sacerdotal. Hacer fiesta en primer lugar en este día especial de Cristo Sacerdote. Miramos al Señor como al único y sumo sacerdote, que nos ha llamado a ser prolongación suya poniendo nuestras manos ungidas, nuestros labios consagrados, nuestro corazón e inteligencia ofrecidos, al servicio de la gracia redentora de la que somos ministros y enviados. Sí, hacemos fiesta como merece el caso, y ponemos en la patena del altar nada menos que esos 75, 50 o 25 años de ministerio, mientras nos disponemos a abrazar fraternamente a estos hermanos que han vivido todo este tiempo amando a Dios, sirviendo a la Iglesia, en el ministerio concreto hacia las personas que se les iba confiando como sacerdotes. Porque sólo hay una eucaristía: la de Cristo. Sólo hay un sacerdocio: el suyo. Nosotros hemos sido llamados inmerecidamente a participar del sacerdocio único de Cristo y a concelebrar ünica Eucaristía.
Alguna vez he recordado unas hermosas palabras del teólogo Olegario Glez. de Cardedal con la agudeza bella y profunda que le caracteriza: «mientras nos empeñamos en realizar grandes cosas, quizá Dios nos quiera para estar ahí, por si hiciésemos falta en el último instante, por si otro nombre fallase en el ruedo de la vida, de la Iglesia o de la propia comunidad; sin nombre y sin estar en la lista oficial. ¡Qué libertad tan redimida y qué redaños tan purificados son necesarios para tan último oficio, al que quizá Dios nos llama! No anticiparse al tiempo ni al prójimo; no sobrevalorar la propia importancia; estar ahí por si al andar el camino alguien necesita que le sustituyamos o le hagamos de cirineo; cantar nuestra canción por lo bajo, tarareando alegres aquella música primera que es idéntica al respirar del cuerpo y al aliento del espíritu… Y si acaso un día Dios nos llama para salir a la plaza, que nos encuentre despiertos, y alegres, capaces de responder sin más: “Hinneni!, ¡Heme aquí, Señor!”» (O. González de Cardedal, Dios, Sígueme. Salamanca 2004, pág. 61).
Esto nos permite ser libres, libres de verdad sin ser rehenes serviles del engañoso aplauso ni fugitivos errantes del humilde servicio, para que ni la lisonja rastrera ni el desprecio temido nos condicionen para hacer y decir lo que como pobres siervos hacemos y decimos.
Dios os lo pague todo, hermanos. Muchas felicidades. Que María, Madre de nuestro sacerdocio, junto a su Hijo, os bendigan y os guarden, y sigamos ofreciendo la misa de nuestra vida, subiendo al altar de Dios con esa alegría con la que Él sigue llenando nuestra juventud sacerdotal.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
9 junio de 2022
Seminario Metropolitano. Oviedo