Querido Sr. Vicario General, Sr. Director de los Centros de Estudios, Sr. Rector y equipo de formadores de nuestros seminarios, claustro de profesores, sacerdotes concelebrantes, diáconos, vida consagrada y hermanos laicos, seminaristas del Instituto Superior de Teología, alumnos y alumnas del Instituto Superior de Ciencias Religiosas San Melchor de Quirós y del Cediset, El Señor llene nuestro corazón de su santa paz y nos permita caminar por los senderos que conducen al bien.
El evangelio que hemos escuchado nos pone delante de cuanto en un centro de estudios teológicos tenemos como humilde quehacer. Porque sea cual sea nuestra vocación en la Iglesia (sacerdotes, consagrados o laicos) al frecuentar las aulas de la filosofía y de la teología, no estamos cargándonos de retórica erudita, ni acumulando argumentos apologéticos, ni simplemente ampliando nuestros conocimientos religiosos. Sería un reduccionismo inútil si así planteásemos el aprendizaje de lo que aquí se nos quiere enseñar.
Estamos celebrando la Misa votiva del Espíritu Santo para pedir sus dones, particularmente el de la sabiduría. Saber a lo que sabe Dios, decía San Juan de Ávila que debía ser la sabiduría de los sacerdotes. No saber cosas sobre Dios, sino saber a lo que sabe Él. Y esto es imposible si no hemos aprendido a poner nombre a nuestra sed, como nos ha sugerido el evangelio que hemos escuchado. Imaginemos por un momento la escena. Terminaba la fiesta de los Tabernáculos. Jesús también había subido de incógnito. Y los judíos le estuvieron buscando para apresarle pero no lo encontraron. En este toma y daca de presencia y ausencia, Jesús de pronto rompe su silencio y sale de su anonimato, para decir algo que debió dejar boquiabiertos a todos los oyentes: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Jn 7, 36-37).
No somos los teóricos del agua cuya composición orgánica hemos llegado a aprender y analizar químicamente. Porque podemos morirnos de sed mirando una etiqueta de agua mineral. Somos testigos de una sed que nos embarga, y de un agua viva que inmerecidamente se nos ha querido regalar. Y cuando hemos hecho espacio a este encuentro entre mi sed y el agua viva que representa Dios, entonces mi corazón no sólo queda saciado, sino que se convierte en un manantial que hace correr ríos de agua viva.
Así llamaba Jesús al Espíritu santo que esta tarde estamos invocando. Y es el mismo don que con idéntica imagen le propuso a la sedienta samaritana junto al brocal del pozo que la salvó. Años de filosofía, de teología, en donde cada uno va formando el temple de su respuesta a la llamada recibida, poniendo nombre a la sed de su corazón y reconociendo en Jesucristo el agua viva que sólo nos corresponde, el agua viva que Él nos da junto al brocal de ese pozo que es la Iglesia santa.
Decía el papa Benedicto XVI durante las Vísperas con las que inauguraron el curso los ateneos romanos el año pasado, que «vivimos en un contexto en el que a menudo encontramos la indiferencia hacia Dios. Pero pienso que en lo profundo de cuantos viven la lejanía de Dios —también entre vuestros coetáneos— hay una nostalgia interior de infinito, de trascendencia. Vosotros tenéis la misión de testimoniar en las aulas universitarias al Dios cercano, que se manifiesta también en la búsqueda de la verdad, alma de todo compromiso intelectual… La fe es la puerta que Dios abre en nuestra vida para conducirnos al encuentro con Cristo, en quien el hoy del hombre se encuentra con el hoy de Dios. La fe cristiana no es adhesión a un dios genérico o indefinido, sino al Dios vivo que en Jesucristo, Verbo hecho carne, ha entrado en nuestra historia y se ha revelado como el Redentor del hombre» (Benedicto XVI, Vísperas en el Comienzo de curso de los ateneos romanos. 1 diciembre 2012).
En este año de la fe, abrimos nuestra inteligencia y nuestro corazón a ese encuentro con un Dios vivo, concreto, que abraza mis preguntas dándome la gracia de su respuesta, como un agua adecuada a la sed que de tantos modos me embarga.
Cuando veo a los chavales con sus mochilas y maletinas de ruedas arrastrando todo un saber desconocido que les espera, me viene al recuerdo los años de infancia y mocedad, cuando también a mí me quedaba tanto por aprender, cuando se llenaban mis ojos de curiosidad hojeando los nuevos textos que apenas nos habían dado, mientras con mis hermanos pequeños me entregaba con ilusión al rito de forrar los libros con toda su sorpresa y encanto. Es hermoso ese momento en nuestros pequeños, y quizás si supiésemos mirarles los adultos, tal vez podríamos recuperar para bien el niño que llevamos dentro. Porque observarles a ellos en este trance de su vuelta al colegio, tal vez nos ayude a los mayores a afrontar sin escepticismo cansino, sino con una inocente audacia, lo que tenemos delante de un curso que también para nosotros comienza.
Así empezamos nuestros curso también, con esta ilusión de quien comienza o prosigue una preparación que nos aboca al encuentro con Cristo en la vocación recibida.
«“Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Las Confesiones, i, 1, 1). Con estas palabras, que se han hecho célebres, san Agustín se dirige a Dios en las Confesiones, y en estas palabras está la síntesis de toda su vida. «Inquietud»… Agustín vive una experiencia bastante común hoy: bastante común entre los jóvenes de hoy. Es educado por su madre Mónica en la fe cristiana, aunque no recibe el bautismo, pero creciendo se aleja, no encuentra en ella la respuesta a sus interrogantes, a los deseos de su corazón, y es atraído por otras propuestas. Entra entonces en el grupo de los maniqueos, se dedica con empeño a sus estudios, no renuncia a la diversión despreocupada, a los espectáculos del tiempo, intensas amistades, conoce el amor intenso y emprende una brillante carrera de maestro de retórica que le lleva hasta la corte imperial de Milán. Agustín es un hombre «acreditado», tiene todo, pero en su corazón permanece la inquietud de la búsqueda del sentido profundo de la vida; su corazón no está dormido, diría que no está anestesiado por el éxito, por las cosas, por el poder. Agustín no se encierra en sí mismo, no se acomoda, sigue buscando la verdad, el sentido de la vida, continúa buscando el rostro de Dios. Cierto, comete errores, toma también caminos equivocados, peca, es un pecador; pero no pierde la inquietud de la búsqueda espiritual. Y de este modo descubre que Dios le esperaba; más aún, que jamás había dejado de buscarle Él primero… En Agustín es precisamente esta inquietud del corazón lo que le lleva al encuentro personal con Cristo, le lleva a comprender que ese Dios que buscaba lejos de sí es el Dios cercano a cada ser humano, el Dios cercano a nuestro corazón, más íntimo a nosotros que nosotros mismos (cf. ibid., III, 6, 11)… La inquietud de la búsqueda de la verdad, de la búsqueda de Dios, se convierte en la inquietud de conocerle cada vez más y de salir de sí mismo para darlo a conocer a los demás. Es justamente la inquietud del amor» (Papa Francisco, Homilía en el Capítulo General de la Orden de San Agustín. 28 agosto 2013).
Pidamos tener un corazón inquieto para que no dejemos de buscar con la Iglesia el rostro para el que hemos nacido, el agua que sólo calmará nuestra sed.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo