Cien años supone una historia colmada. Nombres de personas, de lugares, y de tantas circunstancias, nos permiten asomarnos a la trayectoria que ha ido escribiendo Dios en medio de los avatares de la historia humana. El Señor no deja de narrar su sueño bendito cuando su providencial pluma encuentra una tinta de libertad.
Cien años se cumplen de ese ensueño que tuvo su origen en el corazón sacerdotal de un obispo misionero, que supo encontrar en la Eucaristía su fuerza, su razón y sus motivos. El Beato Manuel González, fundador de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret, describe así en cuatro trazos su camino vocacional: «Hubo un momento en mi vida en el que experimenté que el Señor me llamaba a una intimidad más grande, a convivir con Él. Fue un encuentro que me transformó para siempre. Como un nuevo nacimiento en mi corazón eucarístico y misionero. Descubrí una nueva forma de entender y vivir mi fe y mi vocación. Apenas ordenado sacerdote, me mandaron los superiores a dar una misión a Palomares del Río, un pueblecito de Sevilla. ¡Con qué alegría e ilusión iba! ¡Qué planes tan risueños iba formando por el camino! ¡Ya veía la iglesia rebosando gente! ¡Y a todo el pueblo contento esperando la misión! Al llegar me esperaba el sacristán, a quien bombardeé a preguntas: “¿Está entusiasmada la gente con la misión? ¿Es grande la iglesia? ¿Participarán muchos?”. A todas estas preguntas respondió el sacristán echando un jarro de agua fría sobre mis ilusiones y entusiasmos: “La iglesia está medio en ruinas, la gente no suele ir y no creo que les interese la misión”.
Desanimado, fui al Sagrario de la Iglesia, lugar donde Jesús está presente, buscando fuerza para realizar la misión. Miré a mi alrededor y… qué esfuerzo tuve que hacer para no darme la vuelta y echar a correr…pero no huí, allí me quedé largo rato, y encontré mi plan de misión y fuerza para llevarlo a cabo. Pero sobre todo encontré… allí, de rodillas, mi fe veía a un Jesús tan callado, tan olvidado, tan paciente, tan bueno… Sentí que me miraba, que me decía mucho y me pedía más. Una mirada en la que se reflejaban unas ganas infinitas de amar y un dolor infinito por no encontrar quien quisiera ser amado. Una mirada que reflejaba lo triste del Evangelio: “no había para ellos posada en Belén” y de sus palabras «y vosotros ¿también queréis dejarme?”. Esta mirada se me quedó clavada en el corazón y no se me olvidó nunca. Aquella tarde, en aquel rato de oración, descubrí para mi vida una misión en la que antes no había soñado: ser cura de un pueblo que no quisiera a Jesucristo para quererlo yo por todo el pueblo. Ser sus pies para llevarlo a donde lo desean, ser sus manos para dar limosna en su nombre, ser su boca para hablar de Él, consolar por Él, gritar a favor de Él cuando no quieran oírlo… hasta que lo oigan y lo sigan… ¡Qué hermosa misión! Quedé enganchado por Jesús-Eucaristía, amigo y compañero. Me sentí llamado a anunciar a todos el amor sin medida de Dios, de ese Jesús del Evangelio que se encarnó y es el mismo que vive hoy entre nosotros en la Eucaristía y que con frecuencia no es acogido por todos. En torno a la Eucaristía centré toda mi vida y toda mi misión. En Huelva, me dediqué a difundir la Buena Noticia: del Evangelio y la Eucaristía. Y lo hice en las escuelas, en las barriadas obreras, en las granjas agrícolas y en las catequesis. En Málaga, quise estar cerca de la gente y trabajé en la formación eucarística de los seminaristas para los que construí un nuevo seminario. ¡Y me encontré con otras personas que sentían lo mismo que yo!».
Confieso que me he conmovido al leer este retazo biográfico de un gran apóstol. Mirando a Jesús en la Eucaristía, él construyó una casa como Nazaret. En ella se da esa preciosa síntesis que las Misioneras Eucarísticas y toda la gran Familia Eucarística Reparadora han venido haciendo también en Asturias desde hace cien años.
Cien años es un número redondo, y tenemos esa tentación de lo mágico en torno a una cifra sin más en la que precisamente por su sugestiva numeración, parece que algo especial nos va a pasar. Y uno se pregunta, ¿y qué serán los 100 años de andadura, de espectáculo de la santidad de la Familia Eucarística Reparadora?, ¿qué serán? Cada vez que cumplimos años no es que volvamos a nacer propiamente hablando, pero sí es una fecha en la que todo conspira para que tomemos conciencia con gratitud y con alegría, de la vida y de la gracia que se nos ha dado.
En una diócesis como la nuestra, tenemos tantos aspectos en los que trabajamos por el Reino de Dios: la catequesis, la enseñanza, el arte, la familia y la vida, los pobres, los enfermos, los niños, los jóvenes, los ancianos… Todo es hermoso y necesario, pero si perdemos el referente, Era verdad que Dios había dado ya una vez pan a su pueblo: el maná que envió a sus hijos en el desierto, pero no aprendieron, ni siquiera entonces, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Deut 8,3), como nos dice la primera lectura. Y esta será la crítica que Jesús les hará en esta ocasión, cuando al comienzo de esta polémica les dice: «vosotros me buscáis no por los signos milagrosos que hago, sino porque habéis comido pan y habéis saciado vuestra hambre» (Jn 6,26).
Jesús viene como el Pan definitivo que el Padre envía, para saciar el hambre más profunda y decisiva: la del corazón, el hambre de vivir y de ser feliz. La carne y la sangre de la que habla Jesús no es una invitación a una extraña antropofagia, sino un modo plástico de indicar que Él no es un fantasma, sino alguien vivo. Y su Persona viva es el Pan que el Padre da. Comer este Pan que sacia todas las hambres significa adherirse a Jesús, es decir, entrar en comunión de vida con Él, compartiendo su destino y su afán, hacerse discípulo suyo, vivir con Él y seguirle.
Pero atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos «ocupados» en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Por eso comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. Difícil es comulgar a Jesús, ignorando la comunión con los hombres. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre básica de los hermanos.
Necesitamos mirar a Jesús. Necesitamos pasear su amor por nuestras calles y plazas, tras haber celebrado esa Presencia eucarística en la Santa Misa. Él camina por donde andan nuestros pasos, en las encrucijadas de nuestros encuentros y nuestros desencuentros, allí por donde deambulan nuestras penas lloradas y nuestras esperanzas sonreídas. Pero ese Dios que pasea su vida por donde camina la nuestra, quiere que salgamos al encuentro de los hermanos y hermanas que pone a nuestro lado, y que repitamos con ellos su mismo divino gesto solidario: Eucaristía y Caridad se abrazan como si fuera la misma medalla, la idéntica moneda, con sus dos caras tan inseparables como inconfundibles y verdaderas. Amar a Dios y los que Dios ama. Amar al hombre reconociendo en él a quien Dios amó entregándose del todo.
Es el amor de Dios que se hace fraterna caridad, asombro ante el Corazón de Dios y abrazo a los hermanos. Los pobres nos miran y en ellos Dios nos compromete para que seamos custodios de sus pocas alegrías y cirineos de sus muchos llantos.
Que María nos ayude a llevar a Jesús a todos los rincones como hizo con su prima Isabel, y a reconocer en los demás la falta de vino en las bodas de la vida, como sucedió en Caná.
Dando gracias por este Obispo beato, Manuel González, agradecemos el regalo de su obra y la presencia entre nosotros desde hace cien años de sus hijos y sus hijas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo