Homilía 200º aniversario restauración de la Compañía de Jesús Tercer domingo de Cuaresma

Publicado el 22/03/2014
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Vamos haciendo el camino hacia la Pascua en una cuaresma inédita que nunca antes había sucedido ni jamás se repetirá. Dentro de nuestro camino cuaresmal hoy se nos propone una escena conocida: una mujer samaritana y Jesús hablan junto a un histórico pozo. El pozo en la literatura bíblica es un lugar de encuentro, un espacio donde descansar y compartir. Por eso el pozo, el agua se convertirán en símbolos de la cercanía de Dios, de la vida que ese Dios ofrece a sus hijos. La ausencia del agua será siempre para el pueblo nómada y peregrino, una dura prueba que muchas veces terminará en infidelidad, en desconfianza e incluso en apostasía de Dios, como nos hemos escuchado en la primera lectura (Ex 17, 3-7).

Un pozo, una mujer y Jesús encuadran el evangelio de este domingo (Jn 4,1-42). A lo largo de todo el relato, se van mezclando dos símbolos que en parte representan el centro de la persona, el corazón del hombre: el marido y el agua. La vida de aquella mujer había trans­currido entre maridos de quita y pon y entre viajes al pozo para sacar agua que no acababa de saciar. La insuficiencia de un afecto no colmado (los seis maridos) y la insufi­ciente agua para calmar una sed insaciada (el pozo de Sicar), nos llevan a pensar en la otra insuficiencia: la de una tradición religiosa que aun teniendo rasgos de la que Jesús venía a cul­minar con su propia revelación, si faltaba Él era incompleta.

Por eso en el evangelio de Juan, el Señor se presentará como el agua que sacia y como el Esposo que no desilusiona. Con toda precisión, el texto que este domingo escuchamos habla de la “hora”, un tema tan querido en el cuarto evangelio: “se acerca la hora, ya está aquí” (Jn 4,23). Con Jesús ha sonado la “hora” de la salvación, la gracia de una vida nueva, realmente bella y apasionante, digna del proyecto de Dios sobre todos y cada uno, la “hora” de la esperanza que no defrauda. Cuando no daban más de sí nuestros esfuerzos y empeños y seguíamos arrastrando todas las insuficiencias, lo que representa también en nosotros los maridos y la sed, el desencanto y la fatiga, ha venido a nuestro lado como esposo, como amigo, como agua… el Mesías esperado.

Dame un poco de sed, que me estoy muriendo de agua. Así podría rezar el grito de una generación que teniéndolo casi todo, parece que no logra descubrir el sentido de la vida. Desde todas nuestras preguntas, afanes y preocupaciones, desde nues­tra aspiración a habitar un mundo más humano y fraterno que el que nos pinta la crónica diaria, Dios se nos acerca en nuestro camino, se sienta junto al brocal de nuestros pozos y cansancios, para revelársenos como nuestra fuente y nuestra sed. Ojalá que también nosotros poda­mos contagiar a nuestras gentes como aquella mujer lo hizo con los de su pue­blo, y también nuestros contemporáneos puedan testimoniar: “ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sa­bemos que Él es de verdad el Salvador del mundo” (Jn 4,42).

Pero en este día, y junto al brocal que con la liturgia se nos propone, queremos dar gracias al Señor por un pozo particular que es el que representa el carisma de San Ignacio de Loyola en la familia religiosa que con él Dios regaló a su Iglesia: la Compañía de Jesús. Celebramos nada menos que los dos siglos desde que esta querida y benemérita Orden religiosa fuera restaurada por la bula de Pío VII Sollicitudo omnium ecclesiarum en el año 1814 tras 41 años de supresión. Todos los jesuitas del mundo están de celebración y nosotros con ellos, dando gracias por su presencia en nuestra Diócesis y tomando precisamente la gratitud como clave de esta efeméride.

¿Por qué una Órden religiosa si ya tenemos el Evangelio? Es la pregunta que nos hacemos desde la historia y la teología cuando queremos iluminar y comprender la aparición de tantas familias religiosas a través de los dos mil años de Cristianismo. Es verdad que estaba todo dicho por Dios mismo en los labios de su Hijo bienamado desde los que nos habló. Estaba todo dado por Él cuando con las manos de su propio Hijo nos repartió a raudales el Pan bendito de su cuerpo que sacia nuestras hambres y escanció el Vino santo que apaga nuestra sed. Sí, todo estaba dicho y todo estaba dado. Pero cada generación cristiana ha vuelto a ser sorda de esa Palabra, y hambrienta y sedienta de la gracia de esa Presencia. Una Palabra y una Presencia que se olvidan y se traicionan en cada generación.

Entonces Dios nos vuelve a gritar lo que ya había dicho a través de sus santos en cuya boca resuena el eco de su eterna Palabra. Y es con ellos con quienes nos regala de nuevo lo que ya estaba dado volviéndolo a estrenar en un nuevo carisma que otra vez nos lo acerca.

San Ignacio de Loyola aparece en uno de esos momentos que llaman los historiadores una época de tránsito. Los grandes descubrimientos de tierras desconocidas, las grandes disidencias de pueblos y de culturas, la convulsión social, política, económica y religiosa que emergía en aquella Europa cristiana, dibujaba un horizonte desmontador de las certezas y santidades de un tiempo atrás.

Pero ya no se necesitaba únicamente el referente del misterio como presencia de Dios acompaña la vida dándole su mejor sentido, como hiciera San Benito y sus hijos. Tampoco era suficiente la mirada fraterna al hermano como el prójimo hombre que me completa y complementa, como recordara San Francisco y sus hermanos. Se introducía un tercer factor que era la historia y el mundo que había que salir a su encuentro yendo hasta sus confines para anunciar la esperanza del Evangelio.

Por este motivo ya era insuficiente el claustro monástico donde cultivar la pertenencia a Dios en la intimidad, o la fraternidad conventual donde saberse gozosamente hermanos. Se introducía el espacio nuevo del mundo como tarea, la historia como lugar, en donde proseguir el perfeccionamiento de algo inacabado que estaba precisando la misión de un anuncio, de una nueva compañía, de una respetuosa estrategia que viniera a hacer las cuentas con los retos de la incipiente modernidad.

Este fue el método y el don de San Ignacio. No un monje, ni un fraile, sino un soldado convertido en compañero de camino puesto a disposición del Sucesor de Pedro, que busca la mayor gloria de Dios en la disponibilidad obediente hacia la misión de la Iglesia en la persona del Papa.

Tierras lejanas en Oriente y en América con sus retos culturales y cultuales, desafíos de la vieja Europa con el pensamiento cristiano que había perdido su catolicidad, la gran tarea educadora de nuevas generaciones en los colegios emergentes y al frente de las universidades que se desplegaron sin par. Mientras que entonces al igual que ahora, a los hijos de San Ignacio se les invita a una fidelidad concreta como no han dejado de vivir a lo largo de su historia larga y fecunda.

En este sentido, el Papa Benedicto XVI les recordaba en una carta dirigida al Prepósito General de la Compañía, ese testimonio eclesial: «no es una tarea fácil, especialmente cuando se está llamado a anunciar el Evangelio en contextos sociales y culturales muy diversos y hay que confrontarse con mentalidades diferentes. Por tanto, aprecio sinceramente ese esfuerzo realizado al servicio de Cristo, un esfuerzo que es fructuoso para el verdadero bien de las almas en la medida en que uno se deja guiar por el Espíritu Santo y es dócil a las enseñanzas del Magisterio… Por consiguiente, la obra evangelizadora de la Iglesia cuenta mucho con la responsabilidad formativa que la Compañía tiene en el campo de la teología, de la espiritualidad y de la misión» (Benedicto XVI, Mensaje del Papa Benedicto xvial Padre Peter-Hans Kolvenbach,Prepósito General de la Compañía de Jesús [10 enero 2008]).

Damos gracias porque San Ignacio y sus hijos son también en nuestra tierra asturiana y en la historia de nuestra Diócesis un regalo largo y fecundo, una gracia providencialmente presente. Su presencia en el campo pastoral parroquial, en la pastoral educativa, en la pastoral social y en la pastoral de la salud hace que ese recordatorio de la Palabra y la Presencia de Jesús que supuso San Ignacio, sea un don que nosotros reconocemos y por el que en esta tarde sabemos con gozo dar gracias.

Termino con unas palabras que nuestro querido Papa Francisco, jesuita, dirigía a sus hermanos al comienzo de este año con motivo de la reciente canonización de San Pedro Fabro. Bien pueden representar mi mejor augurio como brindis cristiano por ellos:

Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. He aquí la pregunta que debemos plantearnos: ¿también nosotros tenemos grandes visiones e impulsos? ¿También nosotros somos audaces? ¿Vuela alto nuestro sueño? ¿Nos devora el celo? (cf. Sal 69, 10) ¿O, en cambio, somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en ella misma y en su capacidad de organización, sino que se oculta en la aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos ensanchan el corazón. Es lo que dice san Agustín: orar para desear y desear para ensanchar el corazón. Precisamente en los deseos Fabro podía discernir la voz de Dios. Sin deseos no se va a ninguna parte y es por ello que es necesario ofrecer los propios deseos al Señor…

Fabro tenía el auténtico y profundo deseo de «estar dilatado en Dios»: estaba completamente centrado en Dios, y por ello podía ir, en espíritu de obediencia, a menudo también a pie, por todos los lugares de Europa, a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el Evangelio… Escribe en su Memorial que el primer movimiento del corazón debe ser el de «desear lo que es esencial y originario, es decir, que el primer lugar se deje a la solicitud perfecta de encontrar a Dios nuestro Señor» (Memorial, 63). Fabro experimenta el deseo de «dejar que Cristo ocupe el centro del corazón» (Memorial, 68). Sólo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo. Y Fabro viajó sin descanso incluso a las fronteras geográficas. A Fabro le devoraba el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo entonces necesitamos detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por intercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: esa fascinación por el Señor que llevaba a Pedro a todas estas «locuras» apostólicas (Papa Francisco, Homilía 3 enero 2014).

Queridos hermanos Jesuitas, hermanos todos en el Señor, hoy damos gracias por este pozo que supone la Compañía de Jesús. En ese brocal Dios abreva nuestra sed y llena el corazón, por el testimonio apostólico y espiritual de los hijos de San Ignacio, en los que también nuestra Diócesis de Oviedo ha sido bendecida.