Funeral de Don Amalio Bayón García

Publicado el 26/10/2015
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Funeral del Rvdo. Sr. D. Amalio Bayón García

26 de octubre de 2015

 

Como tantas veces hiciera D. Amalio subiendo o bajando este valle entre Oviedo y Pajares, nos hemos vuelto a asomar a un paisaje que pone escenario otoñal a este su último viaje a su pueblo natal. En el otoño del tardo octubre hay un gesto consonante con lo que estamos viviendo este grupo de cristianos que despedimos cristianamente a un querido hermano sacerdote. Los senderos de nuestros valles y montañas han vuelto a extender su mejor alfombra. Hojas ocres y amarillas se nos rinden a los pies para dejarnos deambular por ellas entre la magia de su encanto. En este ambiente se respira un aire calmo, de humilde nostalgia, que un escenario ceniciento y fresco nos recuerda el paisaje otoñal, cuando la vida se pinta con colores pastel, el alma se serena y escuchamos con gusto y compostura algún réquiem para la ocasión.

Vimos llegar de lejos este momento en un adiós que siempre nos sorprende impreparados; nos dijeron los médicos que la enfermedad de D. Amalio tenía una fecha pronta de defunción. Le hemos visto paulatinamente deteriorarse, pero con la dignidad y el vigor que siempre tuvo en su vida. Si muy al final dio muestras desairadas en algún episodio puntual, todos sabemos que no era Amalio sino la enfermedad la que le hacía extraño. Tan seguros estábamos de esto que jamás lograron borrar esas muestras el buen talante, el trato atento y exquisito, la entrega generosa y llena de responsabilidad que siempre reconocimos en el profesor de filosofía, de moral y de derecho canónico, en el juez de nuestro Tribunal diocesano, en el sacerdote, en el director de la casa sacerdotal.

Al poco de mi llegada a Oviedo le quise confiar la dirección de la que había sido su casa diocesana donde vivimos tantos sacerdotes. Con lealtad me expuso sus reparos, pero con docilidad me brindó sus disponibilidad. Y ha sido un bello broche en su entrega sacerdotal, que se une al buen hacer como inspector de enseñanza, como profesor en nuestro Seminario, como juez y vicario judicial adjunto en nuestro Tribunal Metropolitano de Oviedo.

Las mejoras materiales que la casa sacerdotal ha obtenido en sus cuatro años de mandato, no son comparables con la entrega sincera a sus hermanos sacerdotes mayores y enfermos. Una dedicación que no tenía horarios, ni desgana, sino todo el interés por acompañar, por saber de los médicos qué pasaba con ese cura enfermo, por atinar en el mejor tratamiento de las condiciones posibles una vez dados de alta. Y su buen humor con la fina ironía que siempre acompaña a las personas inteligentes, hacía fácil asumir lo que con firmeza y moderación iba introduciendo en las normas de la casa, para bien de todos, como luego siempre por todos se reconocía. Una firmeza llena de autoridad serena y clara que hacía fácil comprender lo razonable de sus propuestas y que hacía inasequible para quienes exigían lo inexigible con privilegios y trampas.

Hemos acompañado a quien nos ha acompañado casi hasta el final. Muchas veces lo hablaba con él cuando iba a charlar a su habitación. Siempre fue un buen conversador, culto y reiterativo, pero agradable de escuchar. Su disponibilidad fue sincera más allá de sus fuerzas tan evidentemente mermadas. Él tenía su programa de mejoras y quiso estar hasta el final. Cuando ya era patente que debíamos cambiar, no opuso ninguna dificultad. Me agradeció la elección que hice de él como director de la casa sacerdotal y la amistad y deferencia que siempre le brindé, amistad y deferencia que fueron mutuas. Saberse retirar es quizás donde mejor se mide la altura moral y libre de una persona que siempre sabe estar, sin pretensiones trepadoras y sin apropiaciones de una responsabilidad. D. Amalio fue así de libre y así de cabal como persona y como sacerdote.

Pero hemos venido aquí a Pajares, donde dio comienzo una historia humana y cristiana para ofrecer nuestra despedida temporal, el “hasta luego” que siempre nos damos los creyentes en Cristo Resucitado cuando toca despedir a los hemos tenido cerca por la sangre de la familia, por los lazos de la amistad, por la fraternidad vocacional como sacerdotes.

Gesto póstumo de orar por nuestros difuntos, por un hermano nuestro, y avivar así nuestra esperanza, sabiendo que la muerte sólo tiene esa breve palabra penúltima, porque como decía el poeta “morir sólo es morir, morir se acaba”, y luego viene la eternidad. La que Cristo nos ha abierto con su resurrección. Pero todo cuanto termina, tras larga andadura o de modo abrupto tal vez, nos impone un letargo agostador casi siempre inesperado, casi siempre indeseado, pone fin a lo que soñamos que no termine. Y de esto habla la liturgia exequial, que con inmensa delicadeza trata de respetar el dolor debido, pero nos abre a la esperanza cierta.

Esta mañana rezábamos en la oración de Laudes el salmo 41 con una oración testimonial que ya D. Amalio no tiene necesidad de seguir rezando: “mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”. Ese rostro ya lo contempla cara a cara, tras los 70 años de ensayo para dar comienzo a la vida eterna.

Hay algo siempre ante la muerte que nos deja inquietos, como si fuera forzado el resistirse. Es una especie de rebelión la que sentimos en lo más hondo y más puro de nosotros mismos. El corazón nos impone de un modo fiero, cabal y terminante esta última verdad: no hemos nacido para la muerte. Y aunque desde que nacemos, desde que somos incluso concebidos, tenemos ya edad para morir, algo muy nuestro se nos pone en pie para decir que no, que no debería ser así. Pero es en esta santa rebeldía, que tiene más de oración que de blasfemia, cuando nuestro corazón se abraza a Dios y encuentra precisamente en Él al mayor mentor de nuestros anhelos más sinceros.

No, no hemos nacido para la muerte. No nos engaña el corazón cuando nos demanda semejantes cosas, sino que viene a evidenciar una exigencia, una gran pregunta, que el mismo Dios humanado se hizo, porque el Dios humanado la hizo. La vida es maravillosa, es lo mejor que nos ha podido ocurrir. La vida como don recibido de Dios, como tarea que Él ha querido uncir a nuestras manos y a nuestra libertad, la vida como prolongación de tantas ansias, tantos cantares, tantas esperas y ensueños. Ahí está Él, el dador de todo bien, bendiciendo nuevamente con su bondad y embelleciendo con su hermosura, lo que de sus manos salió, porque la muerte sólo nos impone un hasta luego, un breve y fugaz adiós. Pero Cristo resucitado, vencedor de su muerte y de la nuestra, nos abrazará a nosotros y a cuantos hemos querido tanto, para nunca jamás separarnos, para adentrarnos en la casa de tantas moradas que nos quiso preparar.

Pedimos hoy por el eterno descanso de D. Amalio. Y lo pedimos porque en él se ha producido ya este encuentro con el Dios de la Vida que nos canta y cuenta la Pascua. Es la historia de Dios la que él ahora irá descubriendo. El Señor, como un padre bueno nos acogerá para contarnos en su regazo nuestra vida a fin de que reconozcamos el exceso o el defecto en tantos lances de nuestra biografía, en donde sin duda no hemos estado a la altura de Dios, ni de nuestros prójimos más próximos, ni de nosotros mismos quizás. Pero la última palabra no le corresponderá a nuestra debilidad, a nuestra confusión o torpeza, sino misteriosamente a su misericordia, porque en la prensa de Dios la sección de sucesos no tiene el sabor de las cosas trágicas, sino de las cosas salvadas, redimidas y perdonadas.

Rezamos por D. Amalio para que el abrazo del Señor haya sido como el Señor lo prometió y como él mismo lo fue acogiendo. Los pésames pasarán, las coronas de flores marchitarán, incluso el dolor tan fresco y tan caliente se irá lentamente mitigando. Pero hasta que nos volvamos a encontrar para nunca más separarnos, mientras recorremos nuestro tramo, el asignado, caben los versos de nuestro poeta castellano que a modo de hasta luego nos regala su última voluntad creyente:

“No, mundo, sábelo: no me resignaré jamás a tu amargura,

no dejaré que el llanto tenga sal,

ni que al dolor le dejen la última palabra,

no aceptaré que la muerte sea muerte

o que un testamento sea un punto final.

Estad seguros de que mi corazón sigue latiendo,

Aunque esté más parado que una piedra,

Estad seguros de que aunque mi sangre esté ya fría,

Yo seguiré amando.

Porque no sé otra cosa. Sólo por eso: porque no sé otra cosa”

 

(J.L. Martín Descalzo. Testamento del pájaro solitario, “Últimas voluntades”. Madrid 1991, 94).

 

Hermanas y hermanos, no hemos nacido para la separación sino para el encuentro. Encuentro con Dios, encuentro con todos los que hemos amado y tal vez incomprendido, encuentro con toda la creación hermana, y con nuestra más verdadera y humilde verdad. Creemos esto. No por autosugestión, ni porque así lo dictan los guiones, ni porque nos programaron para decir así. La pregunta de Jesús a Marta que hemos escuchado en el Evangelio (Juan 11,27), queda como la gran cuestión que personalmente se nos dirige en esta mañana en Pajares: ¿crees esto? ¿crees que Jesús es la resurrección y la Vida? ¿crees que un día nos juntaremos para siempre‑siempre, y que estrenaremos finalmente y sin ocaso un abrazo que nos una a Dios y a los hermanos más queridos? Veremos con los ojos de Dios, y nos amaremos con sus latires, y no habrá luz de lámpara ni de sol, porque será Él quien nos alumbre (Apocalipsis 22,3‑5).

Así, como gustaba decir a D. Amalio, los meta-relatos dejarán paso al relato que tiene meta, ese para el que él nació. Y después de todas nuestras dudas, tras todos nuestros ensueños y harturas, cuando hayan terminado nuestros errores y certezas, también nosotros entraremos con los nuestros en la casa hermosa de nuestro único Padre, en la tierra de promesa, en el hogar dulce y apacible, donde serán secadas nuestras lágrimas, se nos quitarán todos nuestros lutos y seremos vestidos de danza y canto para una fiesta que ya no termina (Salmo 29).

Descanse en paz este buen hombre, este buen cura, este querido hermano.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo