Queridos hermanos: el Señor de la esperanza llene vuestros ojos de paz al mirar las cosas como los suyos las contemplan, y ponga el bien en vuestros pasos cuando frecuentamos sus caminos.
Esta fría mañana de invierno, hemos salido cada cual de su casa o su quehacer para cumplir con un rito habitual: el de asistir a un funeral de alguien conocido que acaba de fallecer. Aquí estamos en la parroquia y basílica de San Juan el Real, su párroco y demás sacerdotes, catequistas y feligresía de esta comunidad cristiana. Un grupo de sacerdotes del presbiterio de Oviedo, así como algunos venidos de León y de Astorga, y de ésta, el Vicario General de la diócesis maragata a la que D. Luis pertenecía. Su familiares y gente del mundo del derecho y la judicatura, de la policía nacional, de la universidad. Así podríamos ir nombrando personas e instituciones que llenáis este templo en esta mañana.
La sombra alargada, como escribió el gran Miguel Delibes en su célebre novela. Un ciprés en forma de caja fúnebre hoy nos provoca la meditación más bronca e incluso amarga, cuando de una despedida así se trata: tener que decir adiós a quien hemos estimado y querido, cada cual por su motivo y cada uno en su lugar. El profesor, el abogado, el sacerdote, el amigo… los títulos de quienes venimos aquí con el pesar de la pesadumbre cabizbaja que un funeral siempre impone.
Nunca es fácil este cortejo fúnebre cuando nos sorprende la muerte viandante en nuestra calle llamando a la puerta de alguien nuestro. Tiene algo de inédito el morir que no nos consiente sabernos de memoria su mal trago, ni nos sirven duelos de antaño para acallar un llanto que nos parece un intruso, nos sabe a nuevo y nunca no resulta prestado. Así de humano es este momento, y así de retador se nos impone siempre este momento.
Podríamos decir que a pesar de los muchos funerales a los que habremos asistido cada uno de los que estamos aquí a lo largo de nuestra vida mortal, hay algo que nos acorrala con su impostura cuando los ojos que se cierran tienen que ver con nuestra vida más nuestra, junto al fuego hogareño familiar, junto a la pertenencia a unos compañeros de camino en la aventura cotidiana, junto a personas con las que se compartió su ministerio sacerdotal, su trabajo y aficiones, sus sueños y desvelos, sus lágrimas y sonrisas. ¡Cómo cambian las cosas cuando las esquelas llevan la sangre de nuestro apellido o los lazos de nuestra amistad! Jamás nos habituamos a esto y se despiertan las preguntas todas en una rebeldía serena e indómita que nos presta su llanto como al mismo Jesús le sucedió con su amigo Lázaro, tal y como hemos escuchado en el Evangelio.
Es inútil que aportemos las razones que pudieran hacer razonable lo que sucede en los adentros cuando ante tamaña despedida sólo sabemos llorar con lágrimas incontenidas. Es el llanto más respetable, el más conmovedor, al que sólo se puede acompañar con un sentimiento que en silencio dice calladamente lo mejor. Y así lo decimos castizamente: no suplir, sino acompañar, con el debido respeto ante algo tan misterioso e inevitable de una partida terrena de aquí para llegar a la otra ribera del más allá que a todos nos espera.
No estamos esta mañana aquí sólo para traer recuerdos humanos de este querido hermano, ni siquiera para agradecer su alto testimonio cristiano y sacerdotal, como si estuviésemos haciendo un homenaje a una buena persona que vivió así de hondamente su vida y su fe, pero que fenecido sólo nos cabe consolarnos trayendo su álbum de palabras y momentos. Porque, aunque nuestro llanto sea debido, aunque nuestras lágrimas y pesares sean sinceras por un adiós tan imprevisto y dolido, lo que aquí estamos celebrando es lo que sostuvo la humanidad y la fe de Don Luis: la resurrección de Cristo que le abraza también a él como nos abrazará a nosotros.
Porque el mensaje de esperanza de Jesús ante la muerte no está en el sincero lloro ante el sepulcro de su amigo Lázaro, sino en su propio sepulcro vacío para siempre donde fue vencida su muerte y la nuestra. Esto es lo que propiamente celebramos, y lo que nuestro amigo Don Luis vio y deseó, lo que le mantuvo en vilo hasta el último hilo de su tiempo de entrega y de trabajo.
Era conocida su vasta formación bíblica de la Santa Escritura, su saber jurídico del Derecho, su facilidad para la comunicación directa, honda y sencilla, su bonhomía llena de sana socarronería castellana y leonesa, su amor por esta tierra asturiana que le acogió en su entraña. Era fácil ser amigo, ser alumno, ser compañero, ser feligrés de Don Luis González Morán.
Su tesis doctoral en Sagrada Escritura tuvo como tema y título algo tan importante para el cristianismo como que Dios se hizo hombre, su eterna divinidad se hizo historia humana, su esencia intangible se hizo carne abrazable. Era lo que San Juan nos dijo en sus escritos: que Dios no es lejano, ni es abstracto, ni es quimera que brinda a los soles, sino caricia, ternura, sonrisa y llanto, capaz de emocionarse hasta la sorpresa y de expresar un justo enfado ante lo injusto. Y de aquellos estudios romanos en el Pontificio Instituto Bíblico hizo gala su palabra predicada en tantas homilías, charlas y conferencias en que se prodigó para bien de quienes le escuchaban, junto a sus clases en nuestros centros teológicos de la Diócesis.
Pero el interés por lo humano, visto que era el mismo interés de Dios que abrazó la humanidad en la carne de su Hijo, le llevó a los estudios de Derecho en cuya ciencia también se doctoró con una tesis preciosa sobre “la relación de obligaciones y deberes entre el médico y el paciente”. No era tampoco algo abstracto, sino lo que se debe en derecho decir en una circunstancia humana cuando un médico y un paciente se encuentran cara a cara sentados a la mesa de la enfermedad. De su saber en Derecho bien sabéis los que le tuvisteis de profesor en la Universidad y en la Escuela de práctica jurídica, como docente y como experto abogado en temas matrimoniales y bioéticos.
Tuve con D. Luis una cordial y fluida relación. Comentábamos en amena conversación o en discreta correspondencia los asuntos que le preocupaban de este mundo y de esta Iglesia nuestra, haciendo gala siempre de su buen talante, su clarividente sensatez, su profunda formación y su amor a la vida, a las personas, a la Iglesia.
Quisiera contar algo que fue del final, cuando ya enfermo fue a vivir a la Casa Sacerdotal. Le visitaba con frecuencia, en unas horas en las que le encontraba en su habitación tranquilamente. Estaba sentado en su butacón, arropado con una fina manta en sus piernas. Los libros de su mesa y estantería, cerrados. La luz apagada. Tan sólo la penumbra de los últimos rayos de la tarde. ¿Cómo estás, Don Luis? -le pregunté al pasar. Aquí estoy, Sr. Arzobispo, aprendiendo la última lección. ¿La última lección? -yo le decía. Sí, esa que no se lee en los libros: ya los tengo todos cerrados; esa para la que no hace falta la luz de una lámpara: ya la apagué hace un buen rato; esa lección postrera que te hace ser como nunca discípulo; esa que te recuerda con fiereza que saber… no sabes nada. Y en estas me ando, como aprendiz de lo único necesario. Paso por mi memoria tantos momentos, tantas personas, tanto que fue debido y no hice, tanto que hice tarde, tanto que pudo haber sido hecho mejor y no supe… Pero también, y sobre todo, tanto bello y bueno que Dios me regaló como hombre, tanto que puso en mis labios y en mis manos como cura. Me queda esa humilde gratitud de quien al final del camino quiere saber cantar su acción de gracias.
Yo no tenía palabras. Le escuchaba en silencio, y hondamente conmovido. Le bendije en la frente y le di un abrazo de hermano, un abrazo sincero. Era la última prédica de alguien que predicó con celo, la última lección de quien para tantos fue maestro, el último testimonio de una buena persona y un buen sacerdote entregado a Dios, a su Iglesia y a la gente que le fue confiada.
Ahora descansa en la paz que Dios reserva a sus hijos que en Él mueren porque en Él han vivido. Un compás de espera se le abre, en ambiente eterno, mientras con María y los santos, aguardará a que Jesús vuelva, como el Señor prometió. Entonces le dirá a Don Luis lo que Él le dijo a Lázaro ante su tumba: Luis, sal de tu sepulcro y camina eternamente en una dicha que no termina, con aquellos que amaste y con mi dulce presencia sin más velos ni rarezas. Descanse en paz este querido hermano, este buen cura. Que Dios le acoja con misericordia: por ello rezamos. Que con él nos encontremos en el cielo eternamente. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
23 febrero de 2018