Queridos hermanos sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano, queridos familiares de D. Juan Manuel, feligreses de San Martín de Laspra y de Santa María Madre de la Iglesia en Piedras Blancas, al igual que de otras parroquias a las que él sirvió, hermanos y amigos todos en el Señor.
Nos lo hemos dicho en estos días porque así correspondía decírnoslo con motivo de estas fiestas navideñas y de comienzo de enero: que con el estreno de un nuevo año nos deseamos una vida nueva. No imaginábamos que tendría este realismo en la biografía de este querido hermano sacerdote que hoy estamos despidiendo cristianamente. Al filo del nuevo año, comenzar la vida nueva de verdad. Juan ya la ha comenzado.
Pienso en D. Rodrigo, su tío sacerdote. En Benjamín y Ana, en Miguel y Araceli, en los sobrinos y demás allegados de familia. Pienso en los compañeros de curso o en curas más cercanos a Juan Manuel, como Adolfo y Antonio. Pienso en tantos feligreses y amigos. Todos nos fuimos pasando la noticia de su imprevista enfermedad con el respeto de quien no quiere creer lo que de hecho no tenía salida. Y con pasmo e inmenso dolor nos fuimos comunicando lo que había desde la pequeñez más pobre e indefensa de no saber muy bien qué podríamos hacer, a qué puerta llamar, a quién poder contárselo para que se produjese el milagro de detener lo que nos parecía doloroso, prematuro, injusto… como es ver a un hombre joven que en la flor de su humanidad y en la plenitud bondadosa de su sacerdocio, de pronto se desliza por una pendiente que no sabíamos cómo poderla detener.
Junto al dolor, la confusión en la que algo así siempre nos sume, haciendo saltar todas las alarmas, las mil preguntas que no sabemos ni siquiera formular para que alguien tenga la caridad de ensayarnos una humilde respuesta. En esa guisa, las preguntas también interrogan a la fe, y miramos al cielo buscando el rostro de Dios para decirle como cada uno sabe y puede, todos nuestros ¿por qué, Señor?, esos que nacen del afecto y compañía de quien era muy fácil querer como nos tenía malacostumbrados nuestro querido Juan.
No somos distintos los creyentes ante el trance de la muerte que también nos toca y nos hiere; no es nuestro llanto censurable cuando son las lágrimas las que expresan nuestra mejor plegaria estando como están mudas tantas de nuestras palabras ante un dolor que tanto nos duele; no tiene excepciones un cura cuando llega la fecha y la circunstancia en la que misteriosamente el Señor había pensado llamarle.
Lo dijo nuestro místico castellano y lo hemos cantado después un sinfín de veces: que al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor. Sí, es el examen siempre pendiente y el único que importa de todas cuantas veces nos han escrutado en la vida. No tenemos acceso al examen que un querido hermano nuestro acaba de afrontar ante la llamada de Creador. Y de amores será examinado D. Juan Manuel, con unas preguntas simples y esenciales que de algún modo también nosotros en esta mañana hemos de saber afrontar. El Evangelio que hemos escuchado nos habla de una metáfora entrañable de las que solía poner el Señor: si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no dará fruto. También la vida de este querido hermano sacerdote, Juan, fue un continuo surco en el que se fue sembrando en su existencia todo lo que ha tenido de talento y virtud, todo cuanto también tuvo de limitación imperfecta. Dios nos ha hecho así: llenos de posibilidades y adornados también con limitaciones, y unas y otras nos son dadas para acertar a escribir la historia para la que fuimos llamados a describir viviéndola sencillamente.
En ese surco, la vida de este buen cura fue cayendo con todo su ser, desde los primeros destinos en el occidente asturiano, hasta los de alguna cuenca minera o la ciudad de Oviedo y la de Avilés, para recalar con entusiasmo y entrega en estas dos parroquias que tenía encomendadas en Piedras Blancas y Laspra.
Le conocí a mi llegada a la Diócesis, y ya desde un principio me llamó la atención su serena inteligencia, el sentido común que ponía en su entrega y esa extraña sabiduría que tienen las personas que gozan del don de la sensatez, además de su fe profunda que le hacía amar y ver al Señor en todas las cosas: tanto en las gratificantes como en las adversas. En aquellas primeras reuniones del Colegio de arciprestes, Juan brillaba con la luz propia de una vida sacerdotal sinceramente vivida ante Dios con ilusión, responsablemente entregada a los hermanos que la Iglesia le confiaba a su cuidado, y contagiando la bondad que le desbordaba ese corazón que algún susto le había dado. Sus amigos y hermanos eran para él un regalo como regalo era para ellos su vida.
Ante una pérdida como esta, se colocan en su sitio tantas cosas de las que a diario llenan nuestra agenda, nuestros desvelos, nuestras pretensiones y nuestras prisas. Todo entra en su justa medida, todo adquiere su verdadera dimensión, cuando contemplamos a un hombre joven todavía, a un cura de su grandeza moral y su entrega sin fisuras… que sin embargo ya estaba maduro para llegar a la meta de la que todos nosotros seguimos siendo peregrinos. ¡Cuántas cosas sin importancia las tomamos con una seriedad y tragedia indebidas! ¡Cuántas otras que realmente son las importantes las dejamos para mañana para lo mismo hacer cada día! El Señor nos pedirá cuenta de nuestra disponibilidad real en la vivencia de la vida. Es una meditación esta que Dios nos brinda, especialmente a los sacerdotes, para valorar nuestras tristezas y poner nombre a nuestras dichas, porque quizás tenemos demasiadas veces alterado ese orden y sufrimos y hacemos sufrir por lo que no vale la pena, mientras que estamos distraídos o extraviados en aquello en lo que propiamente nos jugamos la vida.
He visto a Juan vivir su enfermedad con una lucidez y una conciencia que me hacía bien poderle visitar como una tarde hice en casa de su hermano donde compartimos con ánimo la merienda, algunos recuerdos, y la paz con la que encaraba su grave enfermedad: nunca había vivido así el adviento, me dijo, nunca supe lo que significa de veras esperar algo cierto, y yo espero al Señor venga por donde Él venga. Palabras que fueron un bálsamo como un testimonio tan lleno de verdad y tan cristianamente cierto. O como cuando le he visitado en el hospital. El día de nochebuena fui a felicitarle la Navidad. El capellán tuvo la delicadeza de dejar que yo le llevase la comunión. Fue la última vez que concelebramos ese momento de recibir a Jesús en la Eucaristía. Inmediatamente se puso de pie, con el respeto de quien recibe a un Amigo entrañable, el que le llamó a la vida, a la vocación y ahora le llamaba a llegar a la casa que no acaba ni se arruina.
Vosotros su familia, y vosotros sus amigos más íntimos, habéis estado a su lado noche y día, con el afecto herido por el trance de una despedida tan tremenda y con la esperanza humilde de quien acepta el designio misterioso del Dios de la vida. Me conmovió ver el bien que le hacíais con vuestro cariño y entrega en estos momentos. Ahora rezamos por él, poniendo en las manos de Dios su vida, sabedores que la misericordia es la particular mirada con la que los ojos del Señor contemplan todos nuestros días. A esa piedad le encomendamos también invocando el nombre de nuestra Madre la Santina.
Nada se ha perdido de cuanto sus labios de cura proclamaron en el nombre del Señor. Nada queda baldío de lo que sus manos sacerdotales bendijeron y distribuyeron tomándolo de las manos grandes del mismo Dios. Nombres e historias que se lleva en su corazón a ese cielo prometido que él también esperó, cuyas puertas pedimos que se abran esta mañana por la misericordia del Señor. A los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano, vaya mi abrazo más sentido con esperanza cierta, mientras decimos el adiós cristiano a este buen hermano. Y que desde la tierra de la espera que para Juan Manuel se abre ahora, no deje de acompañarnos y hasta de hacerse cómplice con nosotros en esa oración que no cesamos de elevar al cielo pidiéndole al Señor que nos bendiga con vocaciones sacerdotales.
Descanse en paz este buen hermano que fue pastor bueno que va al encuentro con el Buen Pastor. Sacerdote de Cristo, hermano bondadoso de sus hermanos, que nos ha dejado tan de improviso en este año recién comenzado en el que él ha iniciado la nueva vida. Su fidelidad y entrega, en el surco bendito de una historia que ahora se hace eterna, también se hace espera para un reencuentro sin llanto y sin lutos, ni más separación alguna por el gran don de la resurrección del Señor.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
3 enero de 2017