Querida señora, estimada Dª María Victoria, queridos hijos y familiares de D. José, autoridades, estimados todos que con vuestro motivo y relación estáis esta mañana aquí para acompañarnos en el último adiós a este cristiano que todos admiramos. Gracias por haber venido. Dios os bendiga a todos con su paz y su bien.
No es fácil sumarse a este cortejo cuando nos sorprende la muerte paseándose por nuestra calle llamando a la puerta de alguien nuestro. Tiene algo de inédito el morir que no nos consiente sabernos de memoria su mal trago, ni nos sirven duelos de antaño para acallar un llanto que nos parece un intruso y nos sabe a nuevo y nunca prestado.
Es la experiencia que cuantos estamos aquí, tantas veces hemos hecho. ¡A cuántos funerales hemos asistido ya en nuestra vida mortal! Pero se arrebuja la congoja y nos acorrala su impostura cuando los ojos que se cierran tienen que ver con nuestra vida más nuestra, junto al fuego de nuestro hogar familiar o en el círculo de nuestros amigos. ¡Cómo cambian las cosas cuando las esquelas llevan la sangre de nuestro apellido y los lazos de nuestra amistad! Jamás nos habituamos a esto.
Es inútil que aportemos las razones que pudieran hacer razonable lo que sucede en los adentros cuando ante tamaña despedida sólo sabemos llorar con lágrimas incontenidas. Es el llanto más respetable, el más conmovedor, al que sólo se puede acompañar con un sentimiento que en silencio dice calladamente lo mejor.
He conocido a D. José en sus últimos tres años y medio, que son los que llevo en Asturias como arzobispo de Oviedo. Tanto él personalmente como toda su familia suscitaron ya desde el principio en mí un afecto sincero lleno de cariño y hondura en lo humano y en lo cristiano. No soy entre vosotros un arzobispo de oficio, sino quien con respeto me sumo a vuestro acompañamiento con la gente que más os quiere y está junto a vosotros en este difícil momento.
Desde que supimos de su deceso anteayer, se han ido multiplicando las muestras de reconocimiento por su larga trayectoria que empresarios y trabajadores, políticos y sindicatos, académicos, médicos, amigos tantos, hemos venido relatando en nuestros corrillos tertulianos y en los medios de comunicación. Esta vez no ha sido póstumo el galardón, sino que la sociedad civil ha sabido descubrir y agradecer a tiempo sus dotes y cualidades como lo demuestran las diversas distinciones de medallas y títulos le fueron ofreciendo, siendo la última el doctorado “honoris causa” por la Universidad de Oviedo.
A primeras horas del domingo por la tarde fui avisado de su fallecimiento cuando me dirigía a Covadonga. Quise acercarme inmediatamente al Centro Médico para saludar a Dª María Victoria, a varios de sus hijos y familiares, a su médico, y con todos ellos hacer una sentida oración y ofrecerles respetuosamente mis condolencias.
Es sincero el gesto con el que arropamos a su larga familia, es veraz el juntarnos en un abrazo discreto y silencioso para decirnos de este modo tantas cosas. Pero ahora queda el vacío que ninguna de estas nobles expresiones pueden jamás colmar en el tiempo. Un vacío que duele más a quienes de D. José tenían su vida llena como sois vosotros su querida familia, especialmente su esposa, y sus amigos de verdad. Y es que, como decimos en nuestra tierra, tan sólo logramos acompañarnos en el sentimiento, así de heridos por el dolor y así de abiertos a la esperanza.
Este templo que nos acoge para tributar nuestro último adiós a D. José y desde el que elevar nuestra oración por su eterno descanso, fue su parroquia; aquí habéis querido la familia celebrar sus exequias. Él venía aquí a cumplir también sus deberes de católico como un fiel más de la comunidad cristiana. Bien lo saben los Padres Carmelitas que lo tuvieron como feligrés tantos años.
El precioso parque de San Francisco que casi nos obliga a atravesarlo para entrar en esta grande capilla, era el paisaje habitual que desde la ventana de su hogar tantas veces contempló D. José año tras año. Hoy este parque nos susurra su canción de otoño, humilde y recatada, al despojar también él las hojas de su foresta y alfombrar así los caminos de nuestros pasos. El otoño nos remueve, nos zarandea tenaz, y nos hace comprender lo vulnerable de nuestros sueños y lo pronto que caducan nuestros empeños. Lo decía en su testamento poético nuestro escritor castellano, cuando con su fina pluma levantaba acta con la metáfora del vacío de la noche como si fuera el abismo al que aparentemente nos empuja la muerte:
«A veces, en la noche, hay un crujido
de nieve sucia, galopando, muerta,
que deja el alma extremaunciada y yerta
y ya no sabes para qué has nacido.
Y ya no sabes para qué has vivido,
y se queda la sangre tan desierta
que te sientas, perdido, ante tu puerta,
ante tu puerta, sin por qué, perdido.
¿Quién eres? ¿Dónde estás? ¿Por qué tus huesos
se obstinan en ser “polvo enamorado”?
¿Por qué tienes en lista tantos besos
que nunca diste, que jamás te han dado?
¿Por qué tus sueños nacen presos
dentro de un corazón encadenado?».
(J.L. Martín Descalzo, “Vacío en la noche”, en Testamento del pájaro solitario, Estella 1991, 29).
Pero no es así para quien teniendo fe o quien duda si la tiene, no censura en su corazón el grito que nos asoma cierto a lo que llamamos esperanza, esperanza cristiana. Porque el amor de Dios que nuestra vida trata de tararear de mil modos es infinito, y el olvido no cabe en quien cada mañana estrena su día queriendo a su manera ser una alabanza para el buen Dios y una bendición para sus hermanos.
Es extraña la paz que enjuga las lágrimas de un creyente, extraña, sí, pero irrefutable. No es la resulta blasfema de quien sale corriendo a su callejón sin salida, huyendo ante el tamaño sin sentido cuando la muerte nos allega. Y, sin embargo, hay llanto en el creyente, sí, hay llanto, con lágrimas que no se censuran, que no saben a salitre ni nos desesperan, y aunque nos rompa el alma por el trance de un adiós que siempre nos encuentra impreparados, sabemos que llorando también se reza, también se espera, mientras conjugamos la paz que nos embarga con una humilde alegría al saber que no todo ha terminado cuando existe una promesa cierta.
Es verdad que la tristeza siempre nos desafiará con su impostura queriendo acorralar la palabra de la vida y el silencio de la muerte. La tristeza siempre tiene nombre reconocible, tiene calle por la que transita y tiene calendario que la hace contemporánea de nuestra biografía. Pero aquí está la gran diferencia entre el dolor creyente, y el dolor de quien tan sólo se resigna o se desespera. El dolor creyente duele igual en nuestras entrañas, pero no es un dolor que tenga tristeza aunque duela tanto, aunque nos duela.
Así lo recuerda el Papa Francisco en su reciente exhortación Evangelii Gaudium: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».
Es el encuentro que D. José tuvo con el Señor a través de su dilatada vida. Y lo que aprendió en su fe cristiana modeló su calidad humana, y lo acertó a expresar en su amor de esposo, en su responsabilidad de padre, en su amistad de amigo, en su honestidad de empresario, en su mesura de buen ciudadano.
Hoy pedimos para él lo que Cristo nos ha dado: la vida eterna vivida felizmente y sin más separación ni estrago. Jesús venció su muerte y la nuestra, y tras el adiós fugaz de quien temporalmente se separa es lo que ahora nosotros rezamos y esperamos.
Aquel Jesús que supo de amigos, como los de Betania, también sintió Él mismo el látigo del dolor ante la separación de quienes amaba. Como comprendió a la viuda de Naím en el trance de enterrar a su hijo único. Como gritó en la cruz, que la muerte no sabe nunca lo que hace, la imponga quien la imponga.
Recordamos con afecto una vida así de llena y fecunda; nos estrechamos como sabemos para consolarnos en el trasiego de este momento tan duro; y rezamos al Señor para que el compás de espera que ahora se abre para él hasta que Jesús vuelva, esté bañado en la misericordia del Señor y en la intercesión de la Santina, a la que tantas veces rezó como hacemos en el avemaría: “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. “Ven, Señor”, es el canto de la Iglesia en este tiempo de adviento. “Ven, José” es lo que le ha dicho a él Dios, para estrenar su eterno encuentro.
Quiero imaginar que el cielo hoy tiene revuelo, porque José Cosmen ha llegado al finalizar su viaje de la vida y estará ya organizando alguna nueva vía de transporte de viajeros. Quien acertó a abrir caminos rodados hasta la China, ¿cómo no será escuchado si propone una nueva ruta nada menos que hasta el cielo? Pero en esto no será pionero, porque es lo que Dios mismo hizo desde siempre y ahora nuestro querido D. José podrá comprobar en su descanso eterno.
Descanse en paz, sí. Y que nos veamos en el cielo. Querida familia de D. José, queridos amigos y hermanos, el Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo