Funeral por D. Eduardo Carbajo Avendaño

Publicado el 17/01/2015
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Funeral por D. Eduardo Carbajo Avendaño

Basílica de San Juan el Real

17 de enero de 2015

 

Queridos familiares de D. Eduardo, Señor Vicario territorial del Opus Dei y amigos de la Prelatura, saludo al Vicario de Oviedo, al párroco de la Basílica de San Juan, a los capellanes del Centro Médico, al director de la Casa Sacerdotal y a los demás sacerdotes. A los directivos, médicos y profesionales de la salud, personal del Centro Médico de Oviedo. Queridos hermanos todos en el Señor resucitado: paz y bien.

Nunca es fácil este cortejo fúnebre cuando nos sorprende la muerte viandante en nuestra calle llamando a la puerta de alguien nuestro. Tiene algo de inédito el morir que no nos consiente sabernos de memoria su mal trago, ni nos sirven duelos de antaño para acallar un llanto que nos parece un intruso y nos sabe a nuevo y nunca prestado. Así de humano es este momento, y así de retador se nos impone siempre este momento.

Podríamos decir que a pesar de los muchos funerales a los que habremos asistido cada uno de los que estamos aquí a lo largo de nuestra vida mortal, hay algo que nos acorrala con su impostura cuando los ojos que se cierran tienen que ver con nuestra vida más nuestra, junto al fuego hogareño familiar, junto a la pertenencia a unos compañeros de camino en la aventura de la santidad cotidiana, junto a personas con las que se compartió trabajo y aficiones, sueños y desvelos, lágrimas y sonrisas. ¡Cómo cambian las cosas cuando las esquelas llevan la sangre de nuestro apellido y los lazos de nuestra amistad! Jamás nos habituamos a esto y se despiertan las preguntas todas en una rebeldía serena e indómita que nos presta su llanto como al mismo Jesús le sucedió con su amigo Lázaro.

Es inútil que aportemos las razones que pudieran hacer razonable lo que sucede en los adentros cuando ante tamaña despedida sólo sabemos llorar con lágrimas incontenidas. Es el llanto más respetable, el más conmovedor, al que sólo se puede acompañar con un sentimiento que en silencio dice calladamente lo mejor. Y así lo decimos castizamente: no suplir, sino acompañar, con el debido respeto ante algo tan misterioso e inevitable de una partida terrena de aquí para llegar a la otra ribera del más allá que a todos nos espera.

Conocí a Eduardo en su lugar de trabajo: el Centro Médico de Oviedo. La primera visita que hice a ese lugar con profesionales de la salud excelentes en su quehacer y en su humanidad, visité a varios enfermos y celebré la santa Misa en la Capilla. Él me acompañó junto al padre capellán. Todas las veces que he acudido al Centro Médico para ver a enfermos, o cuando este verano fui para que me vieran a mí y posteriormente me intervinieran quirúrgicamente, Eduardo estuvo siempre ahí con una deferencia exquisita, con una atención llena de respeto y delicadeza que daban la medida de su humanidad, de su buen hacer profesional, de su clase inusual en el tratamiento de las personas y en la acogida.

Bromeábamos con su condición propia de conde de Samaniego del Castillo, ante la que yo porfiaba con la mía prestada con el blasón histórico de ser conde de Noreña como arzobispo. ¿Qué escondemos los condes, Eduardo? –le preguntaba haciendo una inocente chanza–. Nada, no hay nada que esconder aunque seamos condes, bromeaba. Y es que su título mayor, era la humanidad con la que llenaba de delicadeza, buen gusto, respetuoso tacto cada quehacer y cada relación. Era una humanidad rica de valores, y acrecida en sus convicciones cristianas en la escuela de San Josemaría.

Casi coincidió mi operación con su primera hospitalización para la quimioterapia. Yo había sido dado de alta, y recuerdo de modo inolvidable su dedicación esmerada con un sinfín de detalles cariñosos en los días de mi intervención hospitalaria en el Centro Médico. Me pidieron un sencillo testimonio para la revista del Centro Médico. Cuando fui a verle la estaba leyendo y con enorme sinceridad me decía el mucho bien que le había hecho. Que la vida vale más que nuestra agenda, había escrito yo. Y que Dios cuida nuestra vida aunque haya que desbaratar tantas veces nuestra agenda. Eduardo me ayudó a comprender lo que yo había escrito, y es cuando me dio un testimonio cristiano de cómo estaba viviendo él su cáncer sin cita previa, su momento humanamente imprevisto. Es algo que tantos de los aquí presentes han podido escuchar también de sus labios: la paz con la que aceptó que llegaba esta hora, su abandono en las manos amorosas de Dios con la confianza de un hijo, su certeza insobornable de que toda su vida había sido un recorrido para llegar a esa meta que el Señor nos prometió y que se acercaba el deseado y eterno encuentro, su dulce descanso en el regazo de la Virgen María. “Lo que Dios quiera es lo mejor para mi”, me decía emocionado en su lecho de enfermo.

No estamos esta tarde aquí sólo para traer recuerdos humanos de este querido hermano, ni siquiera para agradecer su alto testimonio cristiano, como si estuviésemos haciendo un homenaje a una buena persona que vivió así de hondamente su vida y su fe, pero que fenecido sólo nos cabe consolarnos trayendo a colación su álbum de palabras y de hechos. Porque aunque nuestro llanto sea debido, aunque nuestras lágrimas y pesares sean sinceras por un adiós tan imprevisto y siempre dolido, lo que aquí estamos celebrando es lo que sostuvo la humanidad y la fe de Eduardo: la resurrección de Cristo que le abraza también a él como nos abrazará a nosotros.

Porque el mensaje de esperanza de Jesús ante la muerte no está en su sincero lloro ante el sepulcro de su amigo Lázaro como acabamos de escuchar en el Evangelio, sino que el mensaje de Jesús ante la muerte está en su propio sepulcro vacío para siempre donde fue vencida su muerte y la nuestra. Esto es lo que propiamente celebramos, y lo que nuestro amigo Eduardo vio y deseó, lo que le mantuvo en vilo hasta el último hilo de su entrega y su trabajo.

Hay un texto de San Josemaría de inequívoco sabor franciscano que nos da el horizonte de lo que estamos celebrando, y que sin duda a Eduardo le acompañó como la letra justa y cumplida para la música de su día final. Dice así el texto: “No tengas miedo a la muerte. Acéptala, desde ahora, generosamente…, cuando Dios quiera, como Dios quiera…, donde Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre Dios. Bienvenida sea nuestra hermana la muerte” (Camino 739).

Unos días antes de Navidad, en vísperas de mi viaje a Benín, quiso invitarme a comer. Se encontraba bien, pero aquello tenía las trazas de una despedida, la que él quería ofrecerme amistosamente. Escogió el restaurante a las afueras de Oviedo, en medio de un bosque precioso. Eligió el rincón del salón donde almorzaríamos. Confeccionó el menú sabiendo que acertaría… y acertó. Fue un momento de profunda alegría donde hablamos de tantas cosas teniendo como pretexto la vida de cada día, esa en la que cotidianamente nos suceden las cosas con sus cantos y sus llantos, como fragua y troquel en el que aprendemos a diario a ser santos. No omitió ponerme al día de algunas cosas de la Obra que yo ya sabía. Le escuché con afecto de amigo, con interés no fingido. “Hay que ir a Covadonga –me dijo– porque el Padre (el Prelado Mons. Echevarría) ha dicho que ante lo del sínodo de la familia hay que peregrinar a santuarios marianos”. Bien Eduardo, pues haremos esa peregrinación con todos los amigos de la Obra, con todas nuestras familias –le dije–: no en vano allí han peregrinado San Josemaría y el Beato Don Álvaro. Así, desde los entrantes hasta los chupitos y el café, fuimos brindando por algo tan hermoso como habernos conocido, haber compartido un tramo de la vida y habernos sabido hermanados por la fe, además de haber gozado de una recíproca y respetuosa amistad sencilla con la montaña de nuestra afición como trasfondo. No nos volvimos a ver.

Anoche yo regresaba de Covadonga donde había estado dando una tanda de ejercicios espirituales a sacerdotes. Él estaba ya ingresado. Le dijeron días antes que vendría a verle cuando acabase y que ofreciese ese momento por los ejercicios que yo estaba predicando. Lo hizo. Puedo decir que en estos ejercicios yo he visto milagros. Pero volviendo no quise demorar más mi visita y fui directamente al Centro Médico. Eran las nueve menos cuarto de la noche. Estaba ya sedado pero vivo. Hablé con algunos de sus familiares y con los amigos de la Prelatura que le estaban acompañando. Pasé a la habitación. Le tome la mano y recé. Dirigiéndome a él, le di las gracias por haberme esperado. Estoy seguro que me oyó en su corazón. Recé con todos los presentes una sencilla avemaría. Es la oración que tantas veces rezó Eduardo y que en ese momento rezaría a la Virgen: ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Le besé la mano como se hace a un amigo. Le di mi bendición con su crucifijo que siempre le acompañó. Un cuarto de hora después fallecía. Era el último detalle que quiso tener conmigo: esperar a su arzobispo como se espera a un amigo, para rezar conmigo la última avemaría de su vida.

Partió ya. Ha empezado el compás de espera hasta que Jesús vuelva. Pero se lleva nuestros nombres, nuestras cuitas y nuestros gozos. Este hijo de Dios, hijo de la Iglesia e hijo de San Josemaría, ha llegado a donde nosotros seguimos caminando en el trasiego de esta vida. ¡Qué hermosas las palabras del fundador del Opus Dei!: “tú, si eres apóstol, no has de morir. Cambiarás de casa, y nada más” (Camino 744). Eduardo fue un apóstol, ha cambiado de casa. Descanse en paz. Descanse en paz, sí. Y que nos veamos en el cielo. Queridos amigos y hermanos, el Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo