Fiesta de la Transfiguración del Señor

Publicado el 06/08/2015
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Eucaristía Fiesta de El Salvador


Catedral de Oviedo, 6 de agosto

 

Es un refrán andarín del que se sabe peregrino: que hay que parar la andadura para llegar a feliz término en el camino, y solemos decirlo con esa expresión castiza: “parada y fonda”. La escena de Jesús con los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor, es siempre oportuna en nuestra travesía de la vida. El monte Tabor es símbolo de algo muy querido en la vida de todo hombre. Todos tenemos en la vida un momento, una situación en que re­almente las co­sas van bien, van según las intuye y las sueña nuestro corazón. Por fugaces que sean estas situaciones, son reales, gratificantes, verdaderas, y son también necesarias. En el camino hacia Jerusalén, Jesús escoge a aquellos tres discípulos y les permite entrever y gozar por unos momen­tos la gloria de Dios, esa sensación de estar ante alguien que desdramatiza tus dramas, y con sola su presencia pone paz, una extraña pero verdadera paz en medio de todos los contrastes, dudas, can­sancios y dificultades con los que la vida nos convida con demasiada frecuencia. Tanto es así, que Pedro tomará la palabra, y con el arrojo que le caracteriza se hará portavoz de los otros para decir: “¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas…!” (Mt 17,4). Parecen las palabras de alguien que está bajo los efectos de algún alucinógeno, como flotando en una sensación de felicidad oriental.

Por si fuera poca la impresión de contemplar lo que sus ojos veían, “una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: este es mi Hijo el amado, mi predilecto. Escuchadle” (Mt 19,5). Es muy clara la simbología de estas imágenes que siempre han acompañado las manifestaciones de Dios: es la nube que acompañó al Pueblo de Dios por el desierto (Ex 13,22), es la sombra del Espíritu que cubrió también a María con la potencia del Altísimo cuando le fue anunciada su divina maternidad (Lc 1,35). Toda la fuerza, toda la majestuosidad de la Gloria de Dios les revelaba que Jesús era el Hijo predilecto del Padre Dios, al que había que escuchar, como testimonió aquella misma Voz al comienzo del ministerio público de Jesús durante su bautismo en el Jordán (Lc 3,22). El resultado es que el bienestar eufórico de Pedro y sus compañeros, se cambió notablemente: “al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto” (Mt 19,6). Finalmente, Jesús les “despierta” de sus euforias y de sus miedos, y les dice: “levantaos, no temáis” (Mt 19,7). Y alzando sus ojos sólo vieron a Jesús.

Por unos momentos, estos tres hombres han hecho parada y fonda en su fa­tiga cotidiana, han tenido la experiencia de lo extraordinario, de lo que es más grande que sus mezquindades y tropiezos, de la luz que es mayor que todas sus oscuridades juntas. Ha sido un intervalo en el camino, pero ahora hay que seguir caminando a Jeru­salén. Por impor­tantes que sean este tipo de momentos, la vida no se reduce a éstos.

El fin de la vida, de toda vida -incluida la cristiana-, no es encontrar un nido agradable, ni hallar un paraíso libre de impuestos y pesares. El fin de la vida es realizar el plan que Dios nos confió a todos y a cada uno, encontrarse con Jesús, y con Él caminar hacia su Pascua, entrar en ella, acogerla y vivirla. Aquellos tres discípulos no habrían podido llegar a la Pascua si no hubieran ba­jado de la montaña. Si se hubieran apropiado del don de la gloria de Dios, si hubieran amado más los consuelos de Dios que al Dios de los consuelos, si se hubieran encerrado en sus tiendas agradables, no habrían podido seguir a Jesús que haciendo el plan que el Padre le trazó, seguía ade­lante, bajaba de la Transfi­guración de su tabor y subía al Jerusalén de su calvario.

Nuestra condición de cristianos no nos exime de ningún dolor, no nos evita nin­guna fatiga, no nos desgrava ante ningún impuesto. Hemos de redescubrir siempre que ser cristiano es seguir a Jesús, en el Tabor o en el Calvario; cuando todos le buscan para oír su voz y como cuando le buscan para aca­llársela; cuando todos le aclaman ¡hosannas!, como cuando le gritan ¡crucifixión! En el evangelio de este día volvemos a escu­char también nosotros: no tengáis miedo… pero levantaos, bajad de la montaña y emprended el camino. Así, en la andadura cristiana se nos invita a ensimismarnos con esa palabra bienamada que Dios no deja de pronunciar en su Hijo, una palabra que nos llena de paz y alegría como equipaje de esperanza para el camino.

La Transfiguración tiene también otro mensaje: traspasar las apariencias de la opacidad para permitirnos ver la luz que no tiene sombras. Tantas veces nos encontramos como rehenes de una realidad que se nos impone con todas sus penumbras, y nos acorrala en su impostura de robarnos la esperanza como si nada se pudiese hacer ante las cosas que de pronto nos meten en callejones sin aparente salida. En nuestra vida personal e íntima de cada uno, en las relaciones familiares, profesionales, ciudadanas y políticas. Es una experiencia cotidiana que todos tenemos en nuestros diversos ámbitos por donde nuestra vida se mueve, se conmueve, se arredra o se entusiasma.

El Tabor en donde Jesús se transfigura, aparece como Salvador de nuestras vidas, ese Salvador que la ciudad de Oviedo mira con una mirada agradecida. Ante esa imagen bendita sobre la que luego pondremos nuestros ramos de laurel, se han postrado tantos peregrinos que camino de Santiago han querido saludar al Salvador mientras imitaban así al amigo del Señor el apóstol peregrino que nos trajo la fe a nuestros lares.

Un Salvador que se corresponde con nuestras cosas que esperan ser salvadas: no únicamente la salvación última del cielo prometido, sino la salvación más cotidiana en donde la vida puede quedarnos en el entredicho que mina nuestra confianza y nuestras ganas de seguir haciendo un mundo distinto, un mundo que goce de la gloria de Dios y que sea bendición para todos los hermanos. Cada uno sabe qué cosas perdidas desea que sean salvadas en su vida, cuáles son los riesgos que corremos, los pesos que soportamos. Pero el Salvador viene a nuestro encuentro sabedor de cuáles son nuestras lágrimas y también cuáles nuestras sonrisas. Él nos da una palabra de esperanza, esa que se nos invitaba a escuchar en el Evangelio de parte del hijo bienamado. Una palabra capaz de enjugar nuestro llanto y de brindar con nuestras alegrías.

Yo pido en esta mañana aquí en nuestra catedral de El Salvador de Oviedo por la ciudad, por sus responsables públicos, por las distintas instituciones, por las familias, los ancianos y enfermos, los niños y los jóvenes. En cada tramo necesitamos la luz que nos ilumine para llegar al buen puerto de ese mundo mejor soñado por Dios que nos ha confiado a nuestras manos, un ensueño que a Él le da gloria mientras da paz a los hermanos, es el mundo soñado por Dios que no se hace contra nadie como tantas veces dictan nuestras pesadillas si responden al rencor justiciero de ideologías sobrevenidas.

Que el Salvador ponga su luz transfigurada en los pliegues de nuestras penumbras, y que en el camino de la vida nos encontremos con el gozo del Tabor para poder afrontar como se debe los Calvarios varios, a fin de entrar serenos y alegres en la casa que Jesús nos preparó, esa que ya ha comenzado aquí en nuestros lares.

María escuchó esa palabra, dio la vida por ella. Que también nuestra Santina no deje de bendecirnos desde su santa Cueva en Covadonga. Que ella y el Salvador os bendigan.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

       Arzobispo de Oviedo