Forma parte de las citas navideñas con un especial encanto la festividad de la Epifanía del Señor, llamada popularmente día de los Reyes Magos. A todos se nos pone carita y entrañas de aquellos mejores años cuando la inocencia era la luz que alumbraba nuestra mirada y cuando nuestro corazón era capaz de seguir soñando con una ilusión verdaderamente inmaculada. Yo siempre digo que la mejor cabalgata de cada 5 de enero en nuestras calles y plazas, no es la de la puesta en escena de ese momento cuidado pensando en los más pequeños, sino que la verdadera cabalgata son los ojos de los niños que se abren de par en par para ver pasar lo que para ellos es todo un misterio. ¡Quién tuviera esa mirada en el alma según van pasando los años en la cabalgata de la vida!
Vayamos a aquella primera cabalgata de la historia. Eran magos, astrónomos, curiosos de cuanto acontece en los cielos. La curiosidad puede tener una mala fama que la hace tentadora ante cualquier trasgresión. Y, sin embargo, la curiosidad no siempre tiene un matiz defectuoso y mal avenido con la virtud de la discreción. Los maestros medievales la consideraban un preámbulo de la virtud cuando era condición para alcanzar algo que no sabemos dejar de buscar precisamente porque hemos nacido para encontrarlo, y no hay razón ni manera de censurar tamaña inquietud. Somos peregrinos de algo grande, con un corazón inquieto hasta que logra descansar en la belleza y la verdad que bondadosamente otea nuestro corazón de mil modos. Así decía san Agustín a su modo en el libro de las Confesiones. Esto es lo que la liturgia de hoy nos presenta con la Adoración de los Magos. Con la fiesta de la Epifanía estamos llegando propiamente al final casi ya del tiempo litúrgico de la Navidad. No sólo los pastores de las majadas de Belén se allegaron al Portal, no sólo los lugareños movidos por la curiosidad y el boca a boca se hicieron presentes. Había también una cita especial: aquellos sabios del Oriente, magos de profesión, es decir, astrónomos y estudiosos del universo.
El profeta Isaías nos invita a levantar la mirada ante la luz que llega, como si amaneciese en la vida la gloria del Señor como sol que no declina jamás. Sin duda que las oscuridades con todas sus sombras seguirán, y las tinieblas cubren en demasía la faz de la tierra, pero hay una luz amanecida, una aurora resplandeciente, que pone en marcha los pies del desencanto para llenar de dones agradecidos la alabanza debida a Dios: incienso y oro. Así lo proclamaba el profeta en su canto de la luz a una resplandeciente Jerusalén que acoge a quien viene inmerecidamente a ella (cf. Is 60, 1-6).
Era la anticipación de un mensaje de salvación universal, que el apóstol Pablo dirá en la segunda lectura: todos son coherederos, miembros del mismo cuerpo de Cristo y partícipes de su promesa (cf. Ef 3, 2-6). Estaban prefigurados estos magos de Oriente que vinieron a adorar a Jesús apenas nacido. El sentido de este viaje y de esta adoración, enmarca la apertura universal de la salvación que el pequeño Dios nacido virginalmente de María nos venía a traer a toda la humanidad.
Hoy es uno de esos días en los que todos nos volvemos niños recuperando los sueños de nuestra infancia más feliz. Quien más y quien menos recordará la emoción tensa, tiernamente en vilo, cuando llegaba la víspera de cada seis de enero. Las otras fiestas de los días navideños habían ido dando cita a los adultos con cenas y comidas de familia, con misas del gallo y visitas de los amigos y parientes más allegados por más que estuvieran lejos el resto del año. Pero llegaba el cinco de enero, y todos nos arrebujábamos para asomarnos en primera fila el paso de la cabalgata de los Reyes Magos de Oriente. Los habíamos visto en el nacimiento preparado con nuestros mayores; los íbamos moviendo como quien tiene prisa de que llegasen cuanto antes al portalín. Ahora tocaba verlos entrar por nuestra ciudad, cargados de majestad y de regalos. Con nuestros ojitos mirando hacia arriba a su paso, con nuestra nariz sonrojada del frío y encendida por la ilusión, nos parecía que en verdad llegaban con nuestro pedido, mientras le decíamos a la abuela o a la mamá: ¿se acordarán de lo que les puse en la carta? ¿la echaste de verdad al correo?
Con todo el encanto de estas escenas que nos trae la memoria de nuestra niñez, la fiesta de los Reyes Magos nos indica que es otra cosa la que aquí estamos celebrando con la Epifanía que nos relata el Evangelio (cf. Mt 2, 1-12). Vinieron atraídos por una estrella, es decir, se dejaron sabiamente provocar. Supieron amar sus preguntas, y no las censuraron ignorándolas, así como tampoco las domesticaron engañándolas. Las preguntas les pusieron en camino hacia la respuesta, y todas sus oscuridades encontraron en el destello humilde de una estrella el indicio de que su camino no sería en vano. Aquella luz atrayente era el pobre reflejo de la verdadera luminaria que Dios encendió en Belén al darnos a su propio Hijo. Llegaron y adoraron al Niño Dios. Reconocieron en aquel bebé al misterio resuelto de todos sus enigmas, de todas sus búsquedas, de todas sus preguntas. Y no pudieron por menos que regalarle cuanto llevaban de más noble, de más bello y de más valioso.
Hoy es otra la cabalgata, y es otra también nuestra edad. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo nos sigue dando Dios. Toda la liturgia de este día gira en torno a la estrella que guió y acompañó a los magos de Oriente. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala. Son un discreto guiño de un camino a recorrer, o prudente advertencia de un camino que dejar, a fin de poder llegar a la luz para la que también nuestros ojos nacieron en el encuentro con el Niño que brilla más que el sol. Dichosa luz que nos brilla como la más dulce epifanía del amor paciente de Dios. De esta luz somos también nosotros buscadores que con santa curiosidad nos hace peregrinos del Bien y de la Paz que coinciden con ese pequeño divino Infante al que todas las fibras de nuestra vida no dejan de salir a buscar. Felices nosotros si abrimos ante Él el cofre de nuestra pequeñez para ser bendecidos de modo infinito con la gracia de su grandeza. En ese encuentro desproporcionado entre su luz y mi oscuridad, su gracia y mi pecado, la pequeñez que me embarga y la grandeza suya que me abraza, tiene lugar la alegría de saberme salvado.
Y como fruto agradecido de tamaño regalo, yo estoy también llamado a convertirme en estrella, a ser guiño y sugerencia, propuesta discreta que despierte curiosidades por mi modo de vivir las cosas por dentro y por fuera. Que seamos una estrella humilde, no meteoritos que hacen daño, y que nuestro titilar brillante pueda poner en camino a quienes son llamados por Dios a la adoración desde su curiosidad.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
6 enero de 2019