En la plegaria eucarística del canon romano, hay un momento en el que expresamos la comunión entre la Iglesia que ya goza de la bienaventuranza prometida y adquirida por la Resurrección de Jesús, y la Iglesia que todavía peregrinamos en la tierra entre los consuelos de Dios y las insidias del maligno. Decimos así: “Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires… y de todos los santos; y acéptanos en su compañía, no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad».
Esto es lo que expresamos cuando a través del año cristiano vamos reconociendo en hermanos y hermanas nuestros que vivir según el Evangelio y llegar a la santidad no es una quimera fantasiosa, sino la meta deseada y la gracia recibida por todos ellos.
Hoy nosotros tenemos una cita con la memoria litúrgica de San Juan de Ávila, patrono del clero español y doctor de la Iglesia universal. Ambas cosas son las que hacen de motivo para que como fraternidad sacerdotal en la Diócesis de Oviedo tengamos un día de encuentro: sabernos acompañados por este santo que intercede por nosotros como patrón, padre de nuestra vida y vocación, y aprender de él lo mucho que puede seguir enseñándonos como doctor, maestro de sabiduría.
Si como él mismo dijo, el sacerdote debe saber a lo que sabe Dios, estamos ante un primer retazo de cuanto él a nosotros nos propone. Los “sabores de Dios” es la ciencia espiritual que debe embargar nuestra persona. Nuestra humanidad ha de estar toda ella zambullida en estos sabores que han gustado los santos que en el mundo han sido y de los que nos dan rendida cuenta en su caridad y en su entrega, haya sido cual haya sido su camino.
Pero viniendo a nuestra vocación concreta en la Iglesia, llamados al ministerio sacerdotal, hay una expresión que nuestro patrono del clero secular, San Juan de Ávila, tiene para definir lo que es el sacerdote en una plática que dirige al P. Francisco Gómez SJ en la que explica en qué consiste la santidad sacerdotal: el sacerdote, dice San Juan de Ávila, debe ser relicario, casa y crianza de Dios. Relicario porque guarda en sí, en su corazón, las cosas más grandes, esas que palpitan en el Corazón de Dios cuyo secreto se le confía; casa, porque en su alma debe caber lo que cabe en la casa de Dios cuando está por Él habitada; y crianza, porque a través de sus manos, de sus labios y de su vida entera, Dios se hace pan, se hace bálsamo, se hace luz, se hace paz, se hace gracia rendida.
En sus pláticas él califica a los sacerdotes como «ojos de la Iglesia» (Plática 2ª, 449), «enseñadores» (Ser 55, 784) y «guardas de la viña» (Ser 8, 600s), y esto equivale a una llamada apremiante a la santidad. No una santidad desencarnada y mojigata, pero sísabiendo llenar del bueno olor de Cristo y de los sabores de Dios todo cuanto dicen nuestros labios y proclaman como buena nueva, lo que acarician nuestras manos y reparten como gracia y lo que palpita en nuestro corazón. De ahínecesidad de una formación previa desde el Seminario que sea adecuada, cuidadosamente esmerada en todos los sentidos, como lo pide el Maestro al concilio de Trento: «Porque no tengamos la liviandad de mozos que ahora tenemos por presbíteros, sin serlo en edad, ni seso, ni santidad. Y contra esto no se dispense» (Memorial I, n.36, 1005ss).
Hay una preciosa página de San Juan de Ávila en la que durante el memorial primero al Concilio de Trento sobre la reformación del estado eclesiástico apunta con fina ironía y belleza teologal el siguiente juicio: “El camino usado por muchos para la reformación de comunes costumbres suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas. Lo cual hecho, tienen por bien proveído el negocio. Mas, como no haya fundamento de virtud en los súbditos para cumplir esas buenas leyes, y por esto les son otorgadas, han por esto de buscar malicias para contaminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes”[1].
Pero hemos de añadir que esta santidad sacerdotal que toma por entero la vida del llamado a ser presbítero a imagen del Buen Pastor, determina la presentación que su misma existencia describe continuamente. Lo que esperan del sacerdote las personas no es tanto y únicamente una sana doctrina, no tanto y sólo una claridad teológica; lo que esperan verdaderamente es que tenga la capacidad de comunicar a Cristo porque vive personalmente su misterio de gracia y elección. Así lo aseveraba, como un precioso testimonio personal con motivo del quincuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal Juan Pablo II: “Si se analizan las aspiraciones del hombre contemporáneo en relación con el sacerdote, se verá que, en el fondo, hay en el mismo una sola y gran aspiración: tiene sed de Cristo. El resto – lo que necesita a nivel social y político – se lo puede pedir a otros. ¡Al sacerdote se le pide a Cristo!”[2].
Hoy es una fiesta de toda nuestra fraternidad sacerdotal en el presbiterio diocesano. Con vosotros damos gracias y juntos pedimos Gracia. Que el Buen Pastor de nuestras vidas, que nos llamó a continuar su misión, siga bendiciéndonos cada mañana cuando volvemos a estrenar en todo y por tanto esa santa encomienda que nos hace peregrinos de la tierra para la que nacimos y en la que gozaremos por siempre con cuantos aquí acompañamos en el nombre del Señor. Que María, Madre de nuestro sacerdocio nos haga ser a todos y siempre, relicarios, casa y crianza del mismo Dios.
[1] San Juan de Ávila, «Memorial primero al Concilio de Trento. Reformación del estado eclesiástico», en Id., Escritos sacerdotales. Edición preparada por J. Esquerda Bifet (Bac. Madrid 2012) 9.
[2] Juan Pablo II, Don y Misterio: en el quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio (Bac. Madrid 1996) 102.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo