Festividad de Pentecostés. Ordenaciones diaconales y presbiterales

Publicado el 16/05/2016
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Festividad de Pentecostés. Ordenaciones diaconales y presbiterales

Catedral de Oviedo. 15 de mayo de 2016

 

Fueron cincuenta días, sol arriba o luna abajo, los que transcurrieron desde aquella mañana de idas y venidas para comprobar lo que con sobresalto dijeron aquellas mujeres al ver el sepulcro vacío de la muerte ante una explosión de vida. En el trasiego de esas semanas hubo de todo: susto, temor, asombro, dudas, amor restañado a la orilla del lago junto a unas brasas tras una una redada de peces bendita. Hubo también despedida, la de verdad. Esa que se concluye con la transmisión del encargo que Jesús recibió al hacerse hombre sin dejar de ser Dios. Y aquellos discípulos, quedaron prendidos de una promesa que el Maestro les hizo antes de decirles el hasta luego de su adiós.

La promesa era que vendría el Espíritu Santo, para que recordase tantas cosas que habían olvidado y olvidarían, y para que les explicase tantas otras cosas que ni entendieron antes ni después entenderían. Nos dice el libro de los Hechos que tras la Ascensión todos volvieron al Cenáculo, para permanecer en oración con María la Madre de Jesús y otros hermanos. Así estaban en la mañana de Pentecostés. Todos serían conscientes de esa ausencia del Señor que se hacía presencia de otra manera. Pero como ya les ocurrió tras la muerte de Jesús, se refugiaban en ese lugar como quien se esconde por miedo a los judíos, tal y como nos ha recordado el evangelio de hoy (Jn 14, 15-16.23-26). Así entendemos que nuestra misma condición de discípulos no varía tanto de la que aquellos cuando de cualquier modo arrecian los temores que nos amenazan por fuera o nos zahieren por dentro en las intemperies de la historia en las cuales hemos de vivir nuestra fe y nuestra vocación cristiana.

Es hermoso lo que hemos escuchado en la secuencia poética antes del evangelio, el más antiguo himno al Espíritu Santo:

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Si estos versos traducen lo que a lo largo de la tradición cristiana hemos vivido los creyentes entre las dificultades y las esperanzas, no es difícil reconocernos en ellos y pedir que sea Él nuestro descanso en medio de todos nuestros esfuerzos, y hallar esa tregua amable cuando el trabajo duro nos endurece, o sentir como brisa en el rostro y en el alma su dulce presencia cuando llegan las horas que nos abrasan con el fuego no siempre fraterno, y que si llega el llanto –que a veces llega– sean en Él enjugadas nuestras lágrimas cambiándolas por el gozo de la verdadera leticia, para que así sea cual sea nuestro duelo, nos sintamos de veras reconfortados con su consuelo.

El Cardenal Müller en su reciente visita a Oviedo, nos invitaba a entender el momento que vive la Iglesia como una travesía semejante a la singladura del Arca de Noé, verdadera profecía que termina con la llegada de esa paloma con el olivo de la paz, la misma paz como cuando Jesús manda acallar a los vientos huracanados que no hablan de la brisa con la que Dios nos habla siempre. Esa paloma, simboliza al Espíritu Santo.

Hoy es Pentecostés. Así terminan los cincuenta días de esta Pascua. El Aleluya que hemos cantado día tras día de este tiempo litúrgico, ha puesto en nuestros labios el mejor relato de cómo no estamos solos sino acompañados por aquel Jesús que se fue llevándose nuestra humanidad con Él, al igual que no se despojó de su divinidad cuando vino a nosotros.

Jesús nos ofreció su revelación de parte del Padre, mensaje que era su Palabra y su misma Vida. Pero el Señor vivió en aquel minúsculo rincón judío del Israel de entonces. Lo que dijo lo habló sólo en arameo, y de esto hace ya dos mil años. ¿Qué haremos nosotros en este Occidente postmoderno lleno de tantos vacíos, zambullidos en los albores del siglo XXI y que nos comunicamos al segundo por las redes sociales? ¿Podemos tener acceso a cuanto dijo Jesús en su arameo, en su oriente medio, hace ya tantos siglos? Esto es lo que explica Pentecostés: aquello que ocurrió entonces, sucede hoy todavía, en el aquí y el ahora de nuestras biografías. Pentecostés es la gracia de perpetuar día tras día, lugar tras lugar, lengua tras lengua, la Palabra y la Presencia de Jesús que el Espíritu Santo ha venido a recordarnos.

Así lo prometió Él: «os he dicho todo estando entre vosotros, pero mi Padre os enviará al Espíritu Santo para que os enseñe y os recuerde todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 25-26). Esta ha sido la promesa cumplida de Jesús. Y la historia cristiana da cuenta que en todo tiempo, en cada rincón hasta los confines de la tierra, y en todas las lenguas, Jesús se ha hecho presente y audible cuando ha habido un cristiano y una comunidad que ha dejado que el Espíritu Santo enseñe y recuerde lo que el Padre en su Hijo nos dijo y mostró.

La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: «como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12, 12), desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que sigan escuchando hablar de las maravillas de Dios y puedan asomarse a su proyecto de amor otros hombres, culturas, situaciones. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y nuevo mensaje. No la confusión de Babel, sino el anuncio en todas las lenguas de Pentecostés.

Esto acontece desde la vocación que cada uno hemos recibido. Esta tarde, aquí en nuestra Catedral, vamos a asistir a una escena que actualiza eso que la liturgia nos invita a vivir. Cuando llegan las órdenes sagradas cada año me vuelve a conmover. No por vistas tantas veces dejan de tocarme el corazón como si no supiera sino estrenarlas cada vez que suceden. Es una preciosa tradición que tenemos en Asturias esa de ordenar a los sacerdotes en el domingo de Pentecostés.

Son cinco los ordenandos. Para la Asociación Lumen Dei, con las debidas licencias canónicas de sus superiores, será un diácono y un presbítero. Para nuestra Archidiócesis de Oviedo, serán un diácono y dos presbíteros. Cinco en total.

Este puñado de jóvenes se pone en fila para escuchar de los labios de la Iglesia cómo Dios pronuncia sus nombres para decirles ¡ven! Han ido aquilatando de tantos modos y a través de varios años lo que acaso en el inicio era tan sólo una corazonada. Han tenido que verificar lo que es propiamente el destino de sus vidas según el corazón de Dios se lo iba confirmando con la ayuda de quienes les acompañaban en nombre de la Iglesia paso a paso. Certezas iniciales se habrán hecho duda en algunos tramos, o acaso los interrogantes de los comienzos se habrán ido transformando en indudables respuestas. Cosas que se aprenden, que se afianzan, mientras despacio se va aquilatando amorosamente la aceptación de cuanto les ha ido pidiendo quien más les quiere y ahora les llama: el Señor. Quedan atrás toda esa pequeña o grande historia, con sus fechas, sus lugares, sus rostros y sus nombres. Poco a poco el horizonte se les ha hecho cercano, abriéndoseles el mapa de sus inmediatas andanzas, mientras han soñado despiertos mil veces lo que significa ser sacerdote de Jesús para siempre.

¿Qué les pide el Señor? ¿Acaso sus lances más vistosos, esos momentos de sus vidas más revestidos de pura inocencia, de audaz coherencia, de compromiso a prueba de toda prueba? Ciertamente que todo eso se les pide al decirles Jesús ¡ven! con los labios de la Iglesia. Pero a Dios también le interesa todo el resto: Él pide igualmente los momentos lentos, los que dejaron confusión o extrañeza, los momentos en donde la falta de la gracia pintó la vida con el color del pecado en un lienzo de vergüenza. Lo más noble y lo más pobre, lo más lleno de luz y lo más envuelto en tiniebla, todo eso les pedirá Jesús al llamarles para siempre a ser sus sacerdotes, igual que cuando uno se enamora lo hace abrazando por entero lo mejor y lo peor de la persona amada.

Queridos Rafael, Sergio y Ernesto, queridos David y Juan Felipe, cada uno de vosotros según la ordenación que vais a recibir esta tarde como presbíteros o diáconos, tendréis que enseñar una Palabra más grande que vosotros aunque la griten vuestros pequeños labios, pero la enseñaréis de veras si antes de predicarla la habéis escuchado vosotros primero y la habéis guardado en el corazón, como hizo María: todo eso que Dios nos dice o eso que Dios nos calla. Tendréis también que acercar la gracia a los hermanos, como quien reparte con sus manos diminutas un don que por ser el mismo Dios con su misericordia y su ternura no cabe en ellas; pero santificaréis así a vuestros hermanos con los sacramentos, si vosotros sois los primeros que os ponéis en la fila de la gracia como mendigos. Y tendréis que apacentar el rebaño que se os confiará de mil maneras ejerciendo la potestad del servicio de quien vela por sus hermanos con la entrega de la propia vida, eso que sólo se aprende mirando al Buen Pastor.

En este año de la misericordia al que nos ha invitado el Papa Francisco, vale la pena apuntar una parábola en la que vemos descrito el perfil pastoral de Jesús para que sea vuestro espejo. En el relato del Buen Samaritano, hay apunte autobiográfico del mismo Jesús, como muestra de lo que supone la misericordia cálida, la acogida incondicional de un Dios vulnerable que comparte con el hombre los lances más hermosos del amor, así como los momentos más oscuros del dolor; lo que hay en las personas de más luz y coherencia, así como comprende los rincones más alejados del destino para el que fuimos hechos. En cualquier caso, no es un Dios cansino o indiferente, un Dios escandalizado y saturado por nuestra lentitud y transgresión, sino un Dios que se deja alcanzar, vulnerar, que tiene presentes nuestras torpezas y pecados, porque son las que, abrazándolas, ha venido a salvar.

La simple comparativa de los verbos empleados por quienes van apareciendo ante el malherido viandante, nos presentan la diferencia que de modo abrumador suscitaba la provocación en los oyentes de la parábola: los dos primeros como curiosos lejanos “vieron y pasaron de largo”, mientras que el samaritano “se acercó, lo vio, se compadeció, le echó aceite y vino, le vendó las heridas, le montó en su cabalgadura, lo llevó a la posada, lo cuidó en la noche, le pagó la factura”. Se trata de una descripción casi fílmica del amor activo que se hace concreto, comportamiento moral y no divagación abstracta, que se hace ejemplo de lo que es un diácono y un sacerdote cristiano. Tanto es así, que la moraleja final no consistió por parte de Jesús en una curiosidad igualmente abstracta: ¿has entendido?, sino más bien en una invitación vital: ¡haz tú lo mismo!

Hoy los malheridos son tantos a los que vosotros estáis llamados a cuidar ministerialmente como diáconos y presbíteros. Quiera el Señor concederos su misma entraña, su latir y aliento, para poder re-presentarle, para hacerle creíble y hacerle cierto. Porque en ese sendero de siempre entre Jerusalén y Jericó, ese por donde transcurre nuestra vida que tiene edad, domicilio y circunstancia, Jesús os ha pedido en préstamo vuestros ojos, vuestras manos y vuestro corazón para seguir siendo esa parábola viviente con obras de misericordia en vuestro ministerio. Estáis llamados a ser ese buen samaritano, sabe Dios de qué heridos en el camino: las heridas del desafecto, de la soledad y el miedo; las heridas del cansancio, de la enfermedad y el hastío; las heridas de la frivolidad y del egoísmo; las heridas de la increencia y los sinsentidos; las heridas de los errantes refugiados, del hambre y del terrorismo; las heridas de quienes han abandonado a Dios o no lo han encontrado todavía y andan extraviados perdiéndose en sus diablos. Tantas heridas, tantas. Tantos mirones impávidos y entretenidos, tantos. Sólo Jesús se detuvo, descabalgó su prisa, detuvo su tiempo y estrechó al herido. Lo llevó consigo, le alojó en la posada y le pagó la cuenta como se invita a un amigo.

Así nos trata Dios, y de ese trato somos nosotros sus testigos. No de nuestras buenas obras que nacen de la euforia de un momento. Estamos llamados a ser testigos de ese amor que Jesús nos ha contado en piel samaritana, para que aquí y ahora, en el camino cotidiano por donde discurrirá vuestra andanza ministerial, podáis curar las heridas y abrazar a los heridos y tratándoles como Dios os ha tratado a cada cual. Será vuestra humilde aportación que comienza en este año jubilar dedicado a la misericordia, para que como nos expresaba el Papa Francisco nos dejemos sorprender por Dios: «Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y compartir con nosotros su vida. La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios» (Francisco, Misericordiae vultus, 25).

Es un regalo inmenso para toda la Iglesia, para nuestra Archidiócesis de Oviedo y para la Asociación Lumen Dei, la ordenación de estos jóvenes hermanos como diáconos y como presbíteros, el Señor nos los regala de modo inmerecido. Con humilde audacia no hemos dejado de pedirle que nos hiciera ese don y que continúe haciéndolo todavía, porque la mies es mucha, los obreros son pocos. Pero Dios sabe llamar a los que llama y sigue llamándonos cada día a los que hace años nos llamó y en una tarde como esta volvemos a avivar la gracia que recibimos con la imposición de las manos. Que en unos y en otros encuentre Él la respuesta ilusionada de quien no se guarda nada. Es lo que pedimos como Iglesia diocesana: gracias por estos hermanos y, Buen Señor, que no cese tu llamada.

María estuvo con aquellos discípulos orando en la espera del Espíritu. Que nuestra Madre la Santina no deje de velar vuestro ministerio y que os empuje a salir a la plaza de la historia para contar con belleza y bondad las maravillas de Dios.

Que Él os guarde y siempre os bendiga.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo