Festividad de San Pedro en Gijón 2025

Publicado el 29/06/2025
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Queridos hermanos sacerdotes, señor párroco don Javier, don José Antonio, señor diácono, excelentísima señora Alcaldesa y Corporación Municipal, me da mucha alegría verles esta mañana aquí, en la parroquia de San Pedro festejando el Apóstol. Me da mucha alegría verlos, sintiendo muy moderada pena por los que faltan. Pero me da alegría verles porque compartimos en el fondo una misma sociedad y ciudadanía a la que servimos por diferentes motivos. Y es bueno que nos entendamos, como así es, para poder hacer el bien y construir una sociedad y una ciudad que se llenen de alegría. Bienvenidos y de corazón les agradezco la presencia.

Saludo también a las autoridades militares de la Armada, de la Guardia Civil, de la Policía Nacional, a las cofradías presentes, a las religiosas y a todos los hermanos que habéis venido en este día de San Pedro. Mi cordial saludo de paz y bien. Y bienvenidos seáis todos.

Me presta venir esta mañana porque estoy de cumpleaños. Cumplo 15 años de Arzobispo, que se suman a los que ya tenían andados en otras faenas y quehaceres. Pero un día como el 29 de junio del año 2010, el Papa Benedicto XVI, me imponía el palio como Arzobispo de Oviedo en San Pedro del Vaticano, en Roma. Y por eso estoy de fiesta también por este motivo que comparto con todos vosotros.

Pedro y Pablo representan las columnas de la Iglesia de aquella primitiva comunidad cristiana. Hemos escuchado sendos testimonios en la primera y segunda Lectura de cómo, tanto Pedro como Pablo, no fueron cómodos para tanta gente que les miraba con mala mirada. Y por tanto tuvieron que pagar un precio, el precio de la vida, el más alto precio que pagamos por defender unas convicciones, una verdad, unos valores que nos identifican.
Podrían haber pasado desapercibidos. Y si así hubiera sido, habrían sido incluso subvencionados. Pero ellos prefirieron ser leales con la verdad, molestando a los que decían mentiras. Ser leales con la vida frente a los amigos de la muerte, en tantos sentidos. Ser amigos de la fraternidad que nos une frente a aquellos que dividen con insidias. Ser amigos de la honestidad frente a aquellos que se corrompen.
Y por eso la palabra de Pablo y de Pedro resultó hace dos mil años incómoda. Era una palabra que sin pretenderlo estaba juzgando justamente el opuesto más contrario de los valores que ellos pronunciaban hace dos mil años y en nuestros días.
Por eso, el hacer fiesta por estas dos columnas de la primitiva Iglesia, que son los Apóstoles por antonomasia, es para nosotros un motivo de esperanza, que ya el primer catecismo de la Iglesia, llamado didajé, que en griego significa enseñanza, en el siglo II, proponía en su número 14 «cada mañana acércate al rostro de los santos para encontrar consuelo en sus palabras». Así eran formados y educados, así eran catequizados los primeros cristianos. Y nosotros no queremos confundirnos en asomarnos a quien pueden representar consuelo cuando nos hablan a la hora de asomarnos a contemplar el rostro de Pedro y el rostro de Pablo.

Van juntos. Siendo distintos, la Iglesia no los ha querido separar. Es verdad que aquí en San Pedro de Gijón sobresale la figura de Pedro. Pero Pablo está a su lado. De Pablo ya sabemos cómo fue. Un hombre que persiguió a los cristianos y que, en un recodo de una de sus últimas acechanzas camino de Damasco, Jesús se le hizo presente. Le dejó ciego para cambiarle la mirada y cuando consiguió abrir los ojos, vio la vida de modo bien distinto y se hizo cristiano y nos dejó un epistolario bellísimo, importante para lo que es nuestra manera de ver las cosas como cristianos.
Pablo será decapitado y aquellos tres botes que dio su cabeza al caer representaron las tres fuentes que todavía hoy se veneran en le tre fontane, fuera de los muros de la vieja Roma, el Santuario y la Basílica Extramuros de San Pablo junto a las tres fuentes.
Este fue Pablo, el apóstol de los extranjeros, el que llevó la buena noticia hasta los últimos finisterres. De hecho, estuvo en España, así nos dice una antigua tradición. No llegó tan lejos como Santiago que llegó hasta Galicia, pero hasta aquí llegó, que era el finisterrae de la época, la predicación del apóstol Pablo.

Apóstol es un sustantivo que se deriva de un verbo griego que significa enviado, porque los apóstoles son los enviados, aquellos a los que Jesús llamó por su nombre y hasta por su mote para decirles ven y terminar diciéndoles lo que a mí se me confió yo lo pongo en vuestras manos y yo a mi vez a vosotros también os envío.
El enviado Pablo y el enviado Pedro. A mí Pedro me produce una devoción muy especial, porque él tiene tres momentos en su vida en los que yo me reconozco en mi propia biografía.
Acabamos de escuchar el segundo de esos momentos en el Evangelio que nos ha proclamado el diácono.
El primer y el tercer momento se parecen porque, el primer y el tercer momento fue a la orilla del mar, como nosotros en Gijón. A la orilla del mar tras una noche sin pescar nada y mientras lavaban las redes sus compañeros, Jesús le pidió a Pedro que le prestase la barca y metros más adelante en el mar, desde allí comenzó su primera predicación, junto a la orilla. Y al acabar la predicación, suponemos que Pedro estaría pasmado de escuchar cosas que no le había dicho nadie, de escuchar hablar de Dios como jamás había podido oír a ninguno. Y quedaría pasmado y prendado con la pregunta ¿será verdad tanta belleza? ¿Será verdad tanta bondad? ¿Serán bellas y bondadosas estas verdades?
Y así estaba como absorto cuando Jesús le provoca para decirle:
– Simón, echa la red en esa dirección.
Y podría haberse opuesto diciendo:
– Soy un profesional de la pesca, yo no sé quién tú eres, pero en tu nombre y en tu palabra volveremos a echar las redes.
Y nos dice ese fragmento del capítulo 5 de San Lucas que se llenaron tanto tanto las redes que tuvieron que pedir ayuda a pescadores vecinos.
Pedro sintió pavor, no solamente el asombro, pasmado por las palabras bellas, verdaderas y bondadosas, sino sintió pavor por algo que no podía gestionar. Yo, profesional, tras una noche aciaga, soy testigo de algo que ha ocurrido ante mis ojos.
De tal manera que, sintiendo esto así, le dijo a Jesús algo insólito:
– ¡Márchate! Me das miedo. No sé quién eres. Yo sí que sé quién soy. Un pobre pescador y un pobre pecador. ¡Márchate!
Jesús no solamente no se marchó, sino que se hizo amigo de él para decirle:
– Sígueme, Pedro, Simón, y yo te haré pescador de hombres.
Le cambió el nombre y ahí comienza una historia de amistad, nada menos que con Jesús de Nazaret.
La segunda escena es la que acabamos de escuchar cuando Jesús hace una encuesta para decirles a los discípulos:
– ¿Qué oís por ahí que dicen de mí?
Y fueron diciendo unos y otros:
-Pues hay algunos que opinan que tú eres como Moisés o como alguno de los profetas y están hechos un lío.
-Eso es lo que oís decís a la gente. Pero tú ¿quién dices que soy yo?
Porque podemos ser cristianos a nuestra vez contando cosas prestadas que hemos oído a otros, sin poder decir a título personal quién es Jesús para mí. Esa experiencia indispensable es la que propiamente define a un cristiano cuando no somos los transmisores de préstamos sino testigos de un encuentro, testigos de una experiencia que nos ha cambiado la vida.

Y por último, el tercer encuentro de Pedro, a la orilla de que el mar de Tiberíades tiene un escenario parecido al primero. Tras marcharse Jesús, Pedro y sus amigos pescadores se fueron a hacer lo que sabían: pescar.
Me voy a pescar, les dijo Pedro.
Vamos nosotros también, dijeron ellos.
Y como aquella vez, tres años antes, tuvieron que experimentar el vacío, la inviabilidad de tanto sudor y entrega por quienes eran profesionales del mar. Hay un señor que aparece en la orilla muy tempranero que les dice justamente lo que más les duele porque les pregunta por aquello que les falta. ¿Tenéis pescado?
El Evangelista Juan dice que la respuesta fue: no.
Ya suponemos que habría alguna otra dedicatoria para el cantamañanas que desde la orilla les preguntaba donde más les dolía. No le respondieron.
Echad la red a otro sitio.
Y se quedaron sorprendidos. A ver si en tres años hemos olvidado el oficio. Echaron las redes y no se podían arrastrar. Dice san Juan que recogieron 153 peces, que son las especies de peces que hay en aquel mar. Comprobado biológicamente, 153 peces era como haber pescado la inmensa totalidad. Frente a la nada de sus sudores, el todo de un milagro. Hasta que Juan, el que tenía una mirada más profunda, más larga, más pura tal vez, dijo Aquel no es un cantamañanas, aquel es el Señor. Y Pedro, al escuchar que era el Señor, se revistió porque estaban en paños menores y se lanzó al mar para llegar nadando, mientras aquellos seguían arrastrando la red. Llegando ante Jesús le hizo el gran examen.
¡Simón, hijo de Juan! ¿Me amas?
Y Pedro respondía diciendo:
Yo te quiero.
Por segunda vez le dijo:
Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Y Pedro dijo:
Yo te quiero.
Y a la tercera vez dijo:
– Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Tú lo sabes todo y tú sabes que te quiero.
Hay un matiz precioso en esta conjugación de dos verbos porque el amar significa el amar amplio. Es un amor que casi se confunde con la buena educación. Tanto es así que Jesús emplea este verbo para decir tenéis que amar a los enemigos, incluso a ellos, amar ampliamente, amar benévolamente, amar generosamente. Pero Pedro responde con otro verbo que es el querer, no el amar sino el querer.
Y querer no es solamente amar que lo incluye, sino que solamente se quiere aquel que es mi amigo, aquel que sabe mis secretos, aquel que ha recogido mis llantos, aquel que brinda con mis alegrías. Yo no digo que quiero a cualquier persona, aunque tenga que amar a tantos, a todos, hasta los mismos enemigos.
Y Jesús juega con los dos verbos ¿Me amas? Para decir al final ¿Me quieres? Y Pedro rendido, vuelto otra vez a sus lágrimas, dirá:
– Tú lo sabes todo, y a pesar de que te he negado y he sido lento, tú sabes que yo te quiero como sé que tú me quieres a mí.

Veis que tenemos aquí una falsilla de lo que es el modelo de la vida cristiana. Toda vida cristiana, hablo ahora de la mía, tenemos luces y sombras. Tenemos días y noches, sin que nos falten a veces los pecados. Saberte mirado por un Dios que te quiere, por un Dios que se hace amigo es tanto. Porque este Dios no es un ser extraño, ajeno y lejano, sino alguien que ha querido hacer de mis lágrimas su propio llanto y alguien que brinda gozosamente con aquello que yo llamo alegrías. Este es el testimonio de Pedro, que morirá también boca abajo, porque es la última gracia que pidió: Morir en cruz, pero no como el Maestro. Y lo pusieron boca abajo, y así murió.

Pedro y Pablo, dos Apóstoles enviados que sostienen nuestra vida cristiana, encontrando en sus palabras el consuelo al mirar sus dos rostros.

Aquí en Gijón estamos en un mar precioso, bravo, como el Cantábrico. Un mar que también sabe de habaneras, como cuando las aguas no son turbulentas y nos acarician con sus olas. Y en esta orilla de la playa de San Lorenzo, este puñado de cristianos, estamos celebrando esta fiesta. Bueno es pedir al Apóstol Pedro que, en la travesía de la vida, pueda estar acompañándonos.
El otro día aquí con los niños y niñas de Primera Comunión, había varios niños de marineros. Y yo jugaba con ellos diciendo:
Menos mal que estáis aquí los marineros. 
Marineros necesitamos, porque a veces las aguas de la vida se ponen turbulentas. Y de pronto no sabemos bien a quién mirar, que nos digan palabras que no mientan, palabras que no insidien, palabras con ejemplos de quien no se corrompe y traiciona. Y por eso marinero que nos ayuden como fueron los Apóstoles en la travesía que tiene meta y puerto de llegada. Y esto es lo que hoy desde aquí pedimos a San Pedro junto a San Pablo.

Queridos amigos y hermanos, gracias por haber venido. Que San Pedro y San Pablo os bendigan. Amén.