Epifanía del Señor

Publicado el 06/01/2014
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page

Epifanía del Señor


S. I. Catedral Basílica Metropolitana
6 de enero de 2014

 

Queridos hermanos y hermanas: paz y bien.

Fue larga la preparación para este tiempo navideño que cada año nos vuelve a sorprender con una gracia inédita que para nosotros estrena el Señor, sea cual sea nuestro nombre, nuestra edad o la circunstancia que nos abriga o a la intemperie nos deja. Y metidos ya en la magia cristiana que estos días siempre nos entrañan, hemos ido recorriendo las tres etapas: en primer lugar la Natividad del Señor, el 25 de diciembre, En segundo lugar la Maternidad divina de María, con cuya fiesta comenzamos el año; y ahora viene esta tercera y última entrega con la Epifanía, palabra que significa en griego “manifestación”. Con la fiesta de la Epifanía estamos llegando propiamente al final del tiempo litúrgico de la Navidad que concluirá el próximo domingo con la fiesta del Bautismo del Señor. No sólo los pastores de las majadas de Belén se allegaron al Portal, no sólo los lugareños movidos por la curiosidad y el boca a boca se hicieron presentes. Había también una cita especial para unos personajes especiales: aquellos sabios del Oriente, magos de profesión, es decir, astrónomos y estudiosos del universo.

El profeta Isaías nos invita a levantar la mirada ante la luz que llega, como si amaneciese en la vida la gloria del Señor. Sin duda que las oscuridades con todas sus sombras seguirán, y las tinieblas cubren en demasía la faz de la tierra, pero hay una luz amanecida, una aurora resplandeciente, que pone en marcha los pies del desencanto para llenar de dones agradecidos la alabanza debida a Dios: incienso y oro. Así lo proclamaba el profeta en su canto de la luz a una resplandeciente Jerusalén que acoge a quien viene inmerecidamente a ella (cf. Is 60, 1-6).

Era la anticipación de un mensaje de salvación universal, que el apóstol Pablo dirá en la segunda lectura: todos son coherederos, miembros del mismo cuerpo de Cristo y partícipes de su promesa (Ef 3, 2-6). Estaban prefigurados estos magos de Oriente que vinieron a adorar a Jesús apenas nacido. El sentido de este viaje y de esta adoración, enmarca la apertura universal de la salvación que el pequeño Dios nacido virginalmente de María nos venía a traer a toda la humanidad, y no sólo a los habitantes de Belén que poco a poco fueron abriendo finalmente sus posadas cerradas para dar cabida a su Salvador. En aquellos magos estábamos todos representados, todos cuantos hemos venido en otro tiempo y hemos nacido en otro lugar. La Epifanía es la manifestación universal de una salvación que para todos los hombres de todas las épocas y de todos los lares Dios mismo nos brindó.

Hoy es uno de esos días en los que todos nos volvemos niños recuperando los sueños de nuestra infancia más feliz. Quien más y quien menos recordará la emoción tensa, tiernamente en vilo, cuando llegaba la víspera de cada seis de enero. Las otras fiestas de los días navideños habían ido dando cita a los adultos con cenas y comidas de familia, con misas del gallo y visitas de los amigos y parientes más allegados por más que estuvieran lejos el resto del año. Pero llegaba el cinco de enero, y todos nos arrebujábamos para asomarnos en primera fila al paso de la cabalgata de los Reyes Magos de Oriente.

Los habíamos visto en el nacimiento que habíamos preparado con nuestros mayores; los íbamos moviendo como quien tiene prisa de que llegasen cuanto antes al portalín. Ahora tocaba verlos entrar por nuestra ciudad, cargados de majestad y de regalos. Con nuestros ojitos mirando hacia arriba a su paso, con nuestra nariz sonrojada del frío y encendida por la ilusión, nos parecía que en verdad llegaban con nuestro pedido, mientras le decíamos a la abuela o a la mamá: ¿se acordarán de lo que les puse en la carta?

Con todo el encanto de estas escenas que nos trae la memoria de nuestra niñez, la fiesta de los Reyes Magos nos indica que es otra cosa la que aquí estamos celebrando. Aquellos astrónomos que viajaban desde todos sus orientes, vinieron atraídos por una estrella, es decir, se dejaron sabiamente provocar. Una estrella les guiñó y ellos se pusieron en camino. Supieron amar sus preguntas, y no las censuraron ignorándolas así como tampoco las domesticaron engañándolas. Las preguntas les pusieron en camino hacia la respuesta, y todas sus oscuridades encontraron en el destello humilde de una estrella el indicio de que su camino no sería en vano porque tenía verdaderamente una meta. Aquella luz atrayente era el pobre reflejo de la verdadera luminaria que Dios encendió en Belén al darnos a su propio Hijo. Llegaron y adoraron al Niño Dios. Reconocieron en aquel bebé al misterio resuelto de todos sus enigmas, de todas sus búsquedas, de todas sus preguntas. Y no pudieron por menos que regalarle cuanto llevaban de más noble, de más bello y de más valioso. Sus oros ante el Rey, sus mirras ante el Hombre, sus inciensos ante Dios. Porque todo eso era aquel pequeñín: el Rey de reyes, el Hijo del Hombre y el Hijo del buen Dios que se nos daba como camino en medio de nuestras encrucijadas, como verdad en medio de nuestras dudas y engañifas, y como vida en medio de nuestras muertes y nuestras heridas.

Herodes también tuvo noticia, y entonces se alarmó ante la posibilidad de que su carrera, su pretensión, su seguridad, su doble vida, pudiera quedar disminuida y corregida. Y, tal y como hemos oído en el Evangelio, les encargó a los Magos que investigaran, que recabaran datos, y que volvieran a contárselo para acudir también él a adorar al Niño. Sabemos que estaba fingiendo, y que organizó la primera matanza de inocentes de todo un pueblo, con un calculado y fallido exterminio, tratando de abortar la vida que ya había nacido. Los Magos y Herodes, pendientes de aquel Niño. Los Magos hallaron en la estrella la luz que les guió, y Herodes en su mal corazón encontró el paredón donde su insidia se estrelló.

Hoy es otra la cabalgata, y es otra también nuestra edad. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo Dios nos sigue dando. Toda la liturgia de este día gira en torno a la estrella que guió y acompañó a los Magos de Oriente. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala. Son un discreto guiño de un camino a recorrer, o prudente advertencia de un camino que dejar, a fin de poder llegar a la luz para la que también nuestros ojos nacieron en el encuentro con el Niño que brilla más que el sol. Dichosa luz que nos brilla como la más dulce epifanía del amor paciente de Dios.

Venid, adoremos con nuestros dones también nosotros al que se nos ha dado como Don. Reconozcamos en Jesús a quien abraza todas mis preguntas respondiéndolas y en quien está la luz a la que me guía cuanto Él enciende en mis estrellas.

        + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo