Encuentro Provincia eclesiástica

Publicado el 05/11/2015
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Eucaristía Clausura Encuentro Provincia eclesiástica

Basílica de Covadonga

 

Queridos hermanos y hermanas:

Tiene algo Covadonga en esta época del año. Los caminos que se allegan a este rincón mariano del Santuario de la Santina, de pronto se hacen recatados y dejan atrás el piadoso bullicio de otros meses en los que los canónigos capitulares no dan abasto, aunque ahora no andan tampoco mancos. Esa calma en el trasiego, se acompasa con una paz del ambiente tan propia de estas calendas de noviembre con el otoño ceniciento bien adentrado. El Señor Abad siempre me lo recuerda convocándome a este regalo natural que en estas fechas nos ofrece el valle del Auseva, aunque mi agenda se haga lenta y torpe para aceptar gustosa tamaña invitación.

Anoche nos deleitaron nuestros escolanos un amable concierto, con los maestros Jorge y Fernando en sus sendas batutas. Comenzamos con el segundo movimiento de Stanley, para los tres arcos de violín, viola y cello. Sus notas pusieron música al concierto de estos días cuando la naturaleza toda se hace humilde. Ramas otrora frondosas aprenden a dejarse expoliar poco a poco su hojarasca, cambiando el verde lleno de promesa por un rojizo o amarillo de ocaso, y rindiéndose al final a caer pausadamente como quien halla su espacio de humildad más verdadera en la alfombra de nostalgia que nos brindan en los caminos por doquier.

El otoño como tal es un réquiem que hay que saber no sólo escuchar como lo han hecho posible grandes autores como Wolfgang Amadeus Mozart, o la melodía de este tramo del año como lo compuso Antonio Vivaldi en sus Cuatro Estaciones, sino que hay que saber contemplarlo también como el mismo Creador nos los dibuja pintándolo con colores pastel entre brumas mañaneras. Este tiempo mágico, tierno y comprensivo, nos habla de lo que la liturgia de estos días del final del año cristiano nos va introduciendo paso a paso como celebración de exequias rememorando a los difuntos con todo nuestro pueblo y como celebración de los santos, todos los santos, como hoy celebran las Diócesis hermanas de Astorga, León y Santander: a todos ellos nos encomendamos. Tal y como hemos escuchado en la primera lectura, vivimos y morimos para el Señor, y en la vida y en la muerte somos del Señor (cf. Rom 14, 7-10). Es la alegría que nos ha prestado el salmista, la que nace de esperar en el Señor, nuestra luz y salvación, porque si gozamos de su presencia aquí en su Templo ¿a quién temeremos? ¿quién nos hará temblar?

Bendito quien se asoma a esta música y a esta letra, a este escenario en el que el Señor de la historia nos acompaña en esas edades del hombre por las que nuestra biografía más personal y también más comunitaria crece, madura, a veces duda y se resiste, pero que a la postre se entrega a Dios y su santa Iglesia para que con nosotros, cada uno de nosotros con nuestra edad, nuestro nombre y nuestro domicilio actual, podamos colaborar con esa historia bendita que Él escribe con la tinta de nuestra libertad en las páginas de cada día.

Esa historia es la que en estos días de encuentro en nuestra Provincia Eclesiástica de Oviedo hemos ido desgranando al hilo de la vocación eclesial de la Vida Consagrada en nuestras cuatro Diócesis. Quienes siguen al Señor a través de los diversos carismas a los que han sido llamados: son portadores de un gemido y portavoces de un grito: el que en sus Fundadores quiso pronunciar el Espíritu del Señor poniendo en sus manos y en sus labios las palabras y los gestos del Evangelio que se habían descuidado, olvidado o traicionado. Esto es siempre un carisma: un grito, un gemido, un susurro que nos devuelve el Evangelio. Los consagrados, junto a los pastores y a los laicos están invitados a testimoniar con la sonrisa de sus vidas la alegría que les llena el alma de la que hoy nos habla el Evangelio. A Martín Descalzo le gustaba decir que la sonrisa es como un sacramento de la alegría: «la gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos un orgulloso. Por eso la sonrisa es una de las pocas cosas que Adán y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y por eso cuando vemos un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de haber retornado por unos segundos al paraíso». Así decía nuestro poeta escritor. Y así repite hoy el Evangelio su estribillo: alegraos, alegraos conmigo porque he encontrado lo que había perdido.

El Papa Francisco se dirigía a jóvenes novicios y novicias hace unos meses para invitarles precisamente a la alegría: «Todo cristiano, y sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!».

La vida consagrada representa esa caricia que Dios brinda a los pobres de todas las pobrezas, como hemos visto hacer a tantos hombres y mujeres que han dado la vida por sus hermanos más necesitados imitando así la donación que para todos hizo el mismo Dios. En medio de los avatares y dificultades de nuestro mundo es su gozoso testimonio de una alegría que nace de la mirada con la que Dios nos mira, del amor con el que Él nos ama, del perdón conmovido con el cual el Señor nos abraza. Una mirada, un amor y un perdón que no tienen nuestra medida ni son fruto de nuestra imaginación, sino que representan el humilde testimonio de lo que hemos visto hacer y lo que hemos escuchado decir a Dios en nuestra propia vida. Damos gracias al Señor por la sonrisa de los consagrados, por sus hechos y palabras que nos dan la alegría de la Buena Noticia.

Esta alegría ha sido el mensaje que nos ha dejado el Evangelio que hoy la Iglesia proclama. Lucas introduce en su capítulo 15 tres parábolas que tienen un argumento común: la alegría de encontrar lo que se ha perdido, la alegría de regresar, la alegría de volver al padre sin ser pobres huérfanos aunque tantas veces seamos malos hijos.

Jesús usaba de parábolas para hacerse entender. La sabiduría de su enseñanza se hacía belleza y provocación y a nadie dejaba indiferente. Él hablaba de otro modo, decía cosas distintas. Tenía autoridad junto a la cual las personas crecían. Estamos ante una de las páginas evangélicas más sobrecogedoras, en las que como decía Charles Péguy, Dios parece que ha perdido la vergüenza para decirnos desvergonzadamente lo mucho que siente que nos perdamos, que no acertemos a regresar y que nos despeñemos en el torpe intento de volver por donde no se llega a su casa.

El Evangelio de hoy, en ese importantísimo capítulo 15 de San Lucas, nos relata lo que podríamos denominar “el sofoco de Dios”. Sí, como tantas veces hemos visto a nuestras madres con el agobio de haber perdido algo importante, o de no haber encontrado lo que más necesitan ellas para el bien de los suyos. Y ahí las hemos visto cavilando, dando vueltas y revolviendo todo hasta hallar lo que habían perdido o toparse con lo que no acababan de encontrar.

Es el típico “sofocón” que nace del amor, cuando las cosas y las gentes se quieren de verdad y por lo tanto no hay indiferencia. Nosotros, cada uno de nosotros con nuestra edad y circunstancia le importamos al Señor. Tanto es así que nuestra vida y todas sus cuitas, ocupan un lugar en el Corazón de Dios, y también le preocupan, hasta cumplirse lo que dice Jesús en este Evangelio: si teniendo 100 ovejas se nos perdiese una nada más, dejando a buen recaudo las 99 en el redil iríamos a buscar la que se nos hubiera extraviado. Y al encontrarla nos llenaríamos de alegría y lo compartiríamos con la gente que conocemos y amamos. Así hace Dios con cada uno de nosotros, cuando perdemos alguna de las gracias con las que nos ha llamado, consagrado, hermanado y enviado como sacerdotes. Quizás tengamos casi las otras 99 gracias intactas, pero a veces se extravía esa gracia que hace que las demás no resulten suficientes.

Pero en el redil de la vida y de la historia, encontramos a tantos hermanos que se nos han confiado a nuestro cuidado ministerial en las Diócesis, en las Vicarías y en los Arciprestazgos que andan como ovejas perdidas sin pastor que las acoja y defienda. Incluso podríamos tener la impresión con la que está cayendo que en este momento es una la que queda en el redil y son 99 las que hemos de salir a buscar. Toda una tarea que estimula nuestro compromiso con el Evangelio, y que nos hace compartir los sentimientos del mismo Corazón de Dios en la tarea de una nueva evangelización.

El beato Charles de Foucauld refiere su propio testimonio de oveja perdida y por el Señor encontrada. Dejadme que lea para concluir una página de su diario en el retiro que hizo en Nazaret en un mes de noviembre de 1897:

«Me alejaba, me alejaba cada vez más, mi Señor y mi vida, y mi vida comenzaba a ser una muerte, o mejor aún, era ya una muerte ante tus ojos… Había desaparecido del todo la fe, pero el respeto y la estima permanecían intactos. Tú me hacías otras gracias, Dios mío, me conservabas el gusto por el estudio, las lecturas serias, las cosas bellas, el asco por el vicio y la abyección. Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni me gustaba… Tú me diste esta vaga inquietud de una conciencia que, a pesar de estar adormecida, no estaba del todo muerta.

¡Qué bueno eres! Y al mismo tiempo que, por una invitación de tu amor, privabas a mi alma de ahogarse irremediablemente, guardabas mi cuerpo: porque si entonces hubiera muerto hubiera ido al infierno… ¡Cómo por milagro me has hecho salir de estos peligros en viajes, tan grandes y múltiples! ¡Esta inalterable salud en los lugares más malsanos, a pesar de mis grandes fatigas! ¡Oh, Dios mío, cómo tenías tu mano sobre mí, y qué poco la sentía yo! ¡Cómo me has guardado! ¡Cómo me cobijabas bajo tus alas siendo así que yo ni tan solo creía en tu existencia! Y mientras así me guardabas, pasaba el tiempo, y juzgaste que se acercaba el momento oportuno de hacerme entrar en el redil».

Precioso testimonio de un perdido que ha sido encontrado. Ponemos esta gesta como deseo de cada uno de nosotros sentido en el corazón ante la mirada de nuestra Santina la Virgen de Covadonga, para que podamos volver con alegría a la casa de la gracia, regresando de los caminos pródigos que nos alejaron de Dios.

El Señor os bendiga y os guarde.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo