Domingo de Pascua 2016

Publicado el 27/03/2016
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Pascua de Resurrección

Catedral de Oviedo, 27 de marzo

 

Este año ha habido nubes en tantos cielos, y todas nos han merodeado con sus tormentas. Algunas han descargado, con su poca gloria. Otras tan sólo amenazaron con su acostumbrada pena. Pero los augurios de temporales organizados a toda orquesta, son ya cosa pasada. La nota la dieron, pero tamaño concierto no tuvo aplausos más que el desconcierto de su enojo y la triste exhibición de su plumero. Hoy está aquí en nuestra Catedral de Oviedo este pueblo cristiano que como la paloma bíblica, muestra humilde la rama de olivo que simboliza la paz: no hay diluvios que no agoten sus aguas torrenciales. Y tras la molladura fugaz de orvallos diversos, aquí estamos a pleno sol contándolo con el brindis de pascua, un brindis tan cierto y triunfante, como gozoso y sincero.

Entre este pueblo santo estáis las diversas Cofradías y Hermandades de nuestra ciudad carballona. No hemos exhibido de mil formas un funeral piadoso y solemne a ese Dios que se nos muere sin que nadie lo remedie. No hemos hecho de nuestro testimonio de fe creyente, de compromiso cristiano, de arte religioso en todos los recovecos, una manifestación que llevaba la caducidad de una fecha con la que concluyen los festejos. Hoy vuestra presencia aquí significa el compromiso de esa otra procesión en la que sois cofrades todos los días, contando de mil maneras que creéis en Cristo muerto y también resucitado, habiendo llevado las velas y los capisallos por las calles de la amargura, y luciendo hoy a rostro descubierto vuestra mejor enseña como hermanas y hermanos cristianos tras la imagen de Cristo Resucitado.

Vuelvo a reiterar mi afecto por todos vosotros, mi comprensión cercana, mi gratitud eclesial, y el deseo de que sigáis caminando en comunión real entre todos sin rivalidades que no entran cuando lo que entre vosotros se da es un precioso enriquecimiento complementario.

Hoy es Pascua. La fiesta cristiana por excelencia. Han podido ser muchas las penúltimas palabras en las que se ha puesto a prueba lo mejor con todo el peso de ser palabras broncas, amenazantes y aciagas. Pero la palabra final se la ha reservado Dios tras un drama ajeno que termina en su personal victoria. El desenlace sufriente de Jesús en su entrega a la muerte por nuestra salvación, no concluye en un sepulcro maldito donde fue sepultado el más santo. Aquella oquedad a la sombra del Calvario no fue el tanatorio que sumió en el silencio y en la soledad más terribles a quien trayéndonos la Vida quedase preso de la muerte. Hemos seguido al Señor en estos trances últimos de su vida terrenal. Desde Ramos hasta el Gólgota ¡cuántos envites, cuántos embates, cuántos ir de aquí para allá unos y otros, siendo imposible parar lo que no aceptaba ninguna pausa! Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo… ¡qué triduo para una pascua!

En este día luminoso que brilla como sol que nace para siempre de lo alto, reconocemos con toda su hondura como han hecho los santos: que la pasión de Cristo que empezó en el Huerto no termina con el mortal estertor. No es el llanto desesperado ni un beso de traición lo que acaba con la historia de salvación que el Señor nos contó con su vida, y por eso si hay lloro sólo cabe el de las lágrimas agradecidas y un beso lleno de inocente amor que no claudica.

Lentamente anoche nuestras iglesias se fueron poco a poco iluminando con la luz solitaria del cirio pascual, que como proa de la humilde barca de la Iglesia se iba adentrando en la espesura de una tremenda oscuridad. Pero ante la invitación del cantor de dar gracias por la luz de Cristo, fuimos compartiendo más y más esa llama bendita nacida del hermano fuego. Unas brasas bendecidas eran rescoldo de una lumbre que alumbraba y daba calor. Como si en el hondón de una caverna reino de la muerte y necrópolis de lo peor, esa luz con su fuego fuera disipando lo que de frío y negrura acompaña siempre la tragedia de la muerte. El cirio pascual fue haciéndose así paso, y nosotros tomando de él su llama como un don inmerecidamente.

No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar peleonas barricadas. Tampoco Jesús maldijo nada, sino que propuso el cristianismo. Sencillamente pusimos en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos daba calor y luminaria. Y poco a poco la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, hasta que la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.

Hicimos lo que hacemos en este día, y lo que haremos durante toda la octava pascual: cantar nuestro mejor aleluya porque el Señor resucitó. La muerte no tiene la palabra última ni es nuestra final mordaza. No nos basta un momento, ni siquiera un día. Necesitamos ocho días de una octava para cantar agradecidos el aleluya con toda el alma. Ocho días porque añade uno a los siete de la primera creación, porque en el octavo día se renace al primer nacimiento que murió.

El paso, la pascua, de una muerte a la vida, es lo que celebramos los cristianos. No termina tanto gozo en el domingo de resurrección, sino que precisamente empieza, o mejor dicho, nunca terminó. Habría que decir que frente a quienes conciben la semana santa simplemente como unos días de descanso y vacación que concluyen con la temida operación retorno, nosotros no debemos regresar de lo que en estos días hemos visto y oído, sino que permaner ahí como testigos gozosos de la vida y la luz resucitada, en medio de un mundo cotidiano que sufre en demasiadas muertes y tinieblas.

El Evangelio del domingo de pascua trae un curioso protagonista: el sepulcro, que hasta siete veces se reseña, y los personajes se mueven en torno a él: van, vienen, vuelven, miran, se detienen, pasan… Aquel sepulcro no era un tumba cualquiera. Para unos, como los sumos sacerdotes y los letrados, el sepulcro era el final de la pesadilla que para ellos tal vez fue Jesús. Para otros, como Pilato, tal vez el final de un susto que le puso contra las cuerdas haciendo peligrar su poltrona política. Para otros, como los discípulos, el sepulcro era su pena, su escándalo, su frustración. Recordando tantas palabras del Maestro, mirarían aquel lugar con una débil esperanza.

Pero llegó María Magdalena, llorando como una Magdalena también ella misma, y al verlo así, abierto y vacío, pensó lo más natural: que alguien había robado el cadáver. Y comunicado a los Apóstoles, corrieron para ver. El discípulo a quien Jesús quería, vio y creyó. Y comenzaron a entender la Escritura, a reconocer como verdad lo que ya les había sido otras veces anunciado: que Jesús resucitaría. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida… Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.

Pienso en los escenarios que teniendo la fecha de nuestros días parecen contradecir la vigencia de lo que hoy festejamos los cristianos. Y a uno se le congela el canto cuando vemos el paisaje del terror terrorista que nos sume en susto y en miedo porfiando nuestra esperanza y poniendo en jaque nuestra dicha. Pienso en los paisajes de las corrupciones de los aprovechados de siempre y de los alevines que han encontrado tajo para sacar también ellos tajada de aquello que con desparpajo y demagogia tanto critican vendiéndonos a troche y a moche su maquillada y trasnochada ideología. Pienso en la gente que lo pasa mal de veras, quien ha perdido el trabajo, quien no lo ha estrenado todavía en medio de su juventud cansada de esperar en vano. Pienso en los enfermos, en los que han perdido el sentido de la vida y quedan sin esperanza arrastrando como pueden el paso de sus días.

No está en nuestra mano cambiar el mundo de patas arriba, tan sólo se nos ha confiado un pequeño espacio que coincide con lo que a diario pisan y pasean nuestros pies, ese que logramos tan sólo abarcar con nuestro abrazo, el que coincide con lo que somos capaces de soñar hasta donde nos alcanza la vista. Ese espacio, y en el tiempo de nuestros años que coinciden con nuestra edad, es lo único que se nos pide transformar cada día con la fuerza que nos da la pascua de Jesús resucitado. No pensemos en quimeras multiculturales, en estrategias planetarias, que terminan en brindis inútiles que no sirven para nadie. Pensemos en ese terruño y en esa historia que coinciden con el espacio y el tiempo de mi posibilidad cotidiana, domiciliados en mi hogar, en mi familia, en mi círculo de amigos, en mi trabajo, allí donde mi vida vive y convive, sueña y descansa, allí donde mi vida es apasionadamente real.

Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina, la que no tiene tiempo, ni calendario, la que atraviesa nuestra vida sembrando en ella su luz y su amor. Con el gozo de María la madre del Señor, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado.

Feliz pascua. Que el Señor os guarde y siempre os bendiga.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo