Queridos hermanos y hermanas, sacerdotes, consagrados, autoridades que nos acompañáis, fieles laicos. Paz y bien.
Domingo de Corpus, que no jueves como antaño. Día de fiesta mayor donde recordamos la presencia de un amigo que prometió no dejarnos mientras se despedía, promesa que con creces ha cumplido, tan misteriosa como discreta. Porque efectivamente Jesús tornó al Padre de donde vino. No llegó a nosotros sin su condición divina, y no volvió a su Padre sin llevarse puesta nuestra humanidad herida. Y como algo se nos moría en el alma al ver marchar al único amigo de veras, conmovido por nuestros pañuelos de silencio como dice el cantar, decidió quedarse con nosotros en esa cercanía que se come y se adora, la santa Eucaristía.
Hoy los niños y niñas que son primeros comulgantes en este año, harán pasillo por nuestras calles y plazas para saludar con su inocencia auténtica y ofrendar la flor de su pureza sin manchar a Jesús que en la Eucaristía paseará esa amistad discreta que nos dijo nos dejaría en el trance de marchar.
Tuvo lugar en aquella cena postrera de adioses y confidencias, de traiciones apresuradas, y fue allí entonces donde con un trozo de pan y un sorbo de vino, Jesús nos dijo en aquellos discípulos asustados y confusos lo que ha cruzado la historia cristiana a través de todos sus siglos: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre.
Jesús viene como el Pan definitivo que el Padre envía, para saciar el hambre más profunda y decisiva: la del corazón, el hambre de vivir y de ser feliz. La carne y la sangre de la que habla Jesús no es una invitación a una extraña antropofagia, sino un modo plástico de indicar que Él no es un fantasma, sino alguien vivo. Y su Persona viva es el Pan que el Padre da. Esto significa adherirse a Jesús, entrar en comunión de vida con Él, ser su discípulo, vivir con Él y seguirle, compartiendo su destino y su afán.
Pero atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos «ocupados» en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Por eso comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero no se pueden separar.
Jesús nos pregunta hoy en esta fiesta del Corpus Christi: ¿de qué tienes hambre? ¿cómo la sacias? Dos mil años después la humanidad sigue teniendo hambre en tantos sentidos. Y dos mil años después unos responden distrayendo las hambres del cuerpo y las del alma y otros responden pidiendo el pan que no engaña ni trafica, el pan que calma y colma el hambre de verdad. Jesús no fue un demagogo sino que fue a la raíz del problema: Yo soy el Pan de vuestra vida.
La escena que hemos escuchado en el Evangelio nos asoma a una especie de procesión humana que pertenece a todos los tiempos: personas hambrientas que están pidiendo que alguien les dé pan. El agobio de aquellos discípulos era que les desbordaba tamaño desafío y prefirieron despedir a los hambrientos, mandarles a sus casas, quitárselos de encima sin más. Esa tentación siempre ha acompañado el egoísmo insolidario del hombre que cierra sus puertas para no acoger y más aún sus ojos para no ver. Los pobres lo saben y por eso saben a qué puertas no llamarán y qué miradas jamás se conmoverán cuando ellos pasan. Pero esa escena del Evangelio tiene un imperativo que siempre será provocador para la conciencia cristiana: dadles vosotros de comer.
Siempre nos parecerá desmedida nuestra pobre posibilidad de dar de comer a multitudes con sólo dos peces y cinco panes. Esa es nuestra humilde aportación. Con ella Jesús hace el milagro. Ni un milagro que confiamos sólo a la acción de Dios, ni un milagro fruto de nuestro cálculo. El milagro siempre se da cuando nosotros hemos dado todo lo que somos y tenemos, y con ello el Señor hace maravillas como una caricia de amor. No era un problema de Dios, nada más. Era un problema de ellos, porque aquella hambre, Jesús se la confiaba a sus discípulos. Ellos pusieron la poquedad de unos panes y peces, y con eso el Señor repartió su grandeza hasta la saciedad.
Hace unos días tuvo lugar un encuentro entre el Papa Francisco y Cáritas Internacional. Nuestro Papa es una ventana de aire fresco que nos pone a todos ante el quicio de lo que realmente es importante: amar a Dios y amar lo que Dios ama: sus hijos, nuestros hermanos, de modo especial quienes están necesitados de una cercanía que se traduzca en gestos de amor, capaces de anunciar una Buena Noticia mientras denuncian las noticias que genera el pecado de egoísmo, de injusticia y violencia.
A los responsables de Cáritas en todo el mundo, les dijo: «tened esperanza mirando hacia adelante. Porque cuando miramos atrás siempre quedamos aprisionados por la dificultad de las tribulaciones, los problemas y esas cosas que suceden en la vida y que nos hacen sufrir. Muchas gracias por lo que estáis haciendo, porque Cáritas es parte esencial de la Iglesia. Una Iglesia sin la caridad no existe. Y Cáritas es la institución del amor de la Iglesia. Cáritas es la caricia de la Iglesia a su pueblo. La caricia de la Madre Iglesia a sus hijos, la ternura, la cercanía». Son muy hermosas esas palabras, que no representan un piadoso brindis al sol, sino el compromiso en primera persona de quien diciéndonos esto nos está a todos confirmando en la fe.
Este domingo que celebramos el día del Corpus Christi, tenemos dos procesiones que cruzaran nuestros caminos: la procesión del Señor en su santa Eucaristía y la procesión de los pobres que siempre estarán a nuestro lado. Si somos cristianos de verdad no podemos prescindir de ninguna de las dos, y en cada una de ellas hemos de saber situarnos. Ante Jesús en la Eucaristía, con nuestra rendida adoración de quien pide la gracia de saber amarle y de amar a los hermanos. Ante el hermano pobre de cualquier pobreza, con quien compartimos con ternura, con entrega, nuestro afecto, nuestro tiempo, nuestros bienes, construyendo desde el amor un mundo nuevo.
Cáritas es la Iglesia que sale al encuentro de los más desfavorecidos. Sus puertas tienen siempre una aldaba a la que llamar, unos goznes que jamás se oxidan ni bloquean, y una entraña llena de cristiana humanidad que espera y acoge. Los nombres de las pobrezas son tantos como los rostros de los pobres. Hoy los encontramos de tantos modos: hambrientos, enfermos, solos y abandonados, sin techo y desahuciados, parados, inmigrantes, amenazados, víctimas de toda violencia y terror, perseguidos y extorsionados, condenados a morir antes de nacer o cuando no tocaba naturalmente todavía. Lo que hicisteis o dejasteis de hacer con ellos, dijo el Maestro, lo habéis hecho conmigo. Cáritas nos testimonia y nos educa en este amor preferencial por quienes Dios mismo sigue prefiriendo. Doy gracias por lo mucho y bueno que hace Cáritas en Asturias.
Hay procesiones que van por dentro, y las hay que van por fuera. Hay incluso algunas que yendo por dentro, no se pueden disimular en las afueras. Así sucede con esa doble procesión: la de Jesús en la Eucaristía y la de los pobres con sus pobrezas. Somos adoradores de Jesús Eucaristía y doblamos nuestras rodillas ante su cálida y discreta compañía. Pero saciadas nuestras hambres con el Pan de su Vida, debemos abrir nuestras manos para acoger a los que experimentan la intemperie, la soledad, el miedo, la injusticia, la desesperanza, las mil necesidades para tener una vida digna. Nuestras manos deben estar abiertas para repartir lo que somos y tenemos testimoniando con sencillez y entrega que la caridad será siempre una caricia, la única caricia digna de fe, porque fue el gesto divino y humano que el Maestro nos dejó en su Eucaristía.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo