Domingo de Resurrección

Publicado el 05/04/2015
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Domingo de Resurrección

Catedral de Oviedo 

 

Hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada, Hermanos mayores de nuestras Cofradías, amigos todos: paz y bien.

Han sido días de meternos en el corazón de un drama ajeno que termina en victoria personal. Es el drama del Señor que nos hace salir victoriosos a cada uno de nosotros. La pascua cristiana ha llegado una vez más. El desenlace sufriente de Jesús en su entrega a la muerte por nuestra salvación, no concluye en un sepulcro maldito donde fue sepultado el más santo. Aquella oquedad a la sombra del Calvario no fue el tanatorio que sumió en el silencio y soledad más terribles a quien trayéndonos la Vida quedaría preso de la muerte fatal.

Hemos seguido al Señor en estos trances últimos de su vida terrena. Desde Ramos hasta el Gólgota ¡cuántos envites, cuántos embates, cuántos ir de aquí para allá unos y otros, siendo imposible parar lo que no aceptaba ninguna pausa! Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo… ¡qué triduo para una pascua en un trasiego de ofrenda!

Hoy, en el día de Pascua, reconocemos ese gesto con toda su hondura como han hecho los santos: que la pasión de Cristo que empezó en el Huerto no termina con el mortal estertor. No es el llanto desesperado ni un beso de traición lo que acaba con la historia de salvación que el Señor nos contó con su vida, sino lágrimas agradecidas y un beso tan lleno de inocente amor.

Anoche nuestras iglesias se fueron poco a poco iluminando con la luz solitaria del cirio pascual, que como proa de la humilde barca de la Iglesia se iba adentrando en la espesura de una tremenda oscuridad. Pero ante la invitación del cantor de dar gracias por la luz de Cristo, fuimos compartiendo más y más esa llama bendita nacida del hermano fuego. Unas brasas bendecidas eran rescoldo de una lumbre que alumbraba y daba calor. Como si en el hondón de una caverna reino de la muerte y necrópolis de lo peor, esa luz con su fuego fuera disipando lo que de frío y negrura acompaña siempre la tragedia de la muerte. El cirio pascual fue haciéndose así paso, y nosotros tomando de él su llama como un regalo inmerecido.

No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Tampoco Jesús maldijo nada, sino que propuso el cristianismo. Sencillamente pusimos en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos daba calor y luminaria. Y poco a poco la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, hasta que la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.

Hicimos lo que hacemos en este día, y lo que haremos durante toda la octava pascual: cantar, sí, cantar nuestro mejor aleluya porque el Señor resucitó. La muerte no tiene la palabra última ni es nuestra postrera mordaza. No nos basta un momento, ni siquiera un día. Necesitamos ocho días de una octava para cantar agradecidos el aleluya con toda el alma. Ocho días porque añade uno a los siete de la primera creación, porque en el octavo día se renace al primer nacimiento que murió.

El paso, la pascua, de una muerte a la vida, es lo que celebramos los cristianos. No termina tanto gozo en el domingo de resurrección, sino que precisamente empieza, o mejor dicho, nunca terminó. Habría que decir que frente a quienes conciben la semana santa simplemente como unos días de descanso y vacación que concluyen con la temida operación retorno, nosotros no debemos regresar de lo que en estos días hemos visto y oído, sino permanecer ahí como testigos gozosos de la vida y la luz resucitada, en medio de un mundo cotidiano que sufre en demasiadas muertes y tinieblas.

El Evangelio del domingo de pascua trae un curioso protagonista: el sepulcro, que hasta siete veces se reseña, y los personajes se mueven en torno a él: van, vienen, vuelven, miran, se detienen, pasan… Habría que asomarse hoy al extraordinario lienzo del suizo Eugène Burnand (+ 1921): «En la mañana de la resurrección, los Discípulos Pedro y Juan caminan hacia la tumba», y sentir la tensión que este artista plasmó en los rostros de estos dos discípulos. O habría que embelesarse en la escucha del oratorio de “El Mesías” que compuso el gran Georg Friedrich Haendel. Todos los artistas con sus pinceles o cinceles, todos los músicos con sus notas, y con sus poemas los poetas nos ambientarían este momento indescriptible e intransferible. ¿Corremos nosotros al sepulcro de Cristo?

Aquel sepulcro no era un tumba cualquiera. Para unos, como los sumos sacerdotes y los letrados, el sepulcro era el final de la pesadilla que para ellos tal vez fue Jesús. Para otros, como Pilato, tal vez el final de un susto que le puso contra las cuerdas haciendo peligrar su poltrona política. Para otros, finalmente, como los discípulos, el sepulcro era su pena, su escándalo, su frustración. Recordando tantas palabras de su Maestro, aún mirarían aquel lugar con una débil esperanza.

Un sepulcro vacío, donde no cabía tanta vida, abrió sus puertas de par en par, y una voz se escuchó, y salió de nuevo como la vez primera diciendo con sus labios creadores ¡que exista la Luz! Y desde entonces el hogar de los humanos, un jardín reencontrado, se convirtió para siempre en una casa encendida.

Pero llegó María Magdalena, llorando como una Magdalena también ella misma, y al verlo así, abierto y sin Jesús, pensó lo más natural: que alguien había robado el cadáver. Y comunicado a los Apóstoles, corrieron para ver. El discípulo a quien Jesús quería, vio y creyó. Y comenzaron a entender la Escritura, a reconocer como verdad lo que ya les había sido otras veces anunciado: que Jesús resucitaría. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida… Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.

Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina, la que no tiene tiempo, ni calendario, la que atraviesa nuestra vida sembrando en ella su luz y su amor. Con el gozo de María la madre del Señor, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado. Feliz Pascua florida.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo