Domingo de Resurrección

Publicado el 31/03/2013
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Domingo de Resurrección

Catedral de Oviedo
31 de marzo de 2013

 

Queridos hermanos y hermanas: feliz pascua de resurrección. El Señor ha vencido lo que parecía malditamente cerrado y sin posibilidad de nacer de nuevo.

Nos dice el evangelio que muy de mañana, apenas salía el sol, fueron al sepulcro y lo encontraron vacío. Sí, ha salido el sol tras demasiados días de lluvia, como si hubiera habido alguna cofradía rival que andaba enredando entre las nubes del cielo. Pero los temporales tienen tiempo y su fecha de caducidad no se resiste a la llegada bondadosa de un tiempo bueno.

Como en una mañana primera, como si el primer y el último instante se estrenara, amaneció aquella aurora que llenó de luz todo lo que estaba. Sucedió al alba. Pero casi nadie lo creía, casi ninguno lo esperaba Y andaban cabizbajos, llorosos y fugitivos para volver cada uno a sus andadas. ¿Será posible -se preguntaban destrozados-, que aquellos labios hayan enmudecido para siempre sus palabras? ¿Será posible que aquellas manos hayan dejado ya de bendecirnos desde que las vimos a la muerte en una cruz clavadas? Y así estaban unos y otros, de aquí para allá, mientras lloraban sus recuerdos o recomponían sus agendas haciendo sus cábalas.

Pero alguien dio la alarma: no está ya entre los muertos, su muerte ha sido despertada, la tumba está vacía y sólo hospeda su nada. No sabían cómo, pero allí en el sepulcro ya no estaba. Y se pusieron nerviosos, y corría como un reguerillo de pólvora buena explotando de alegría con el comentario de la noticia más increíble, la más inmerecida y más inesperada. ¿Será verdad que ha sucedido, que ha resucitado de veras como nos dijo?

Fue al alba. Sí, sucedió al alba. Y de pronto las lágrimas no eran ya el llanto de la pérdida maldita, sino la emoción de un reencuentro que lo bendecía. La noche había pasado con sus sombras, se había encendido la luz amanecida. Los colores de la vida que nacieron en los labios creadores de Dios, volvían a brillar con toda su dicha.

La penúltima palabra que correspondió a la proclama del sinsentido, a la condena del inocente, a la censura de la verdad y al asesinato de la vida, cedió inevitable la palabra final a quien como Palabra se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua rediviva de un Dios que volvía a pasar en medio de nuestras derivas.

Hoy encendemos los cristianos ese cirio cuya luz nos acompaña en nuestros vericuetos y nos perdona nuestras cuitas. La luz que nos habla del perdón, de la gracia, del abrazo del mismo Dios que en su Iglesia nos bendice, nos acoge y nos guía. Por eso entonamos el canto de los vencedores, el canto de la verdadera alegría, la que no es fruto de nuestro cálculo o pretensión, o de nuestras nostalgias e insidias. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección bendita su muerte y la nuestra, y ha terminado la mentira la diga quien la diga; y no tiene hueco ya lo que nos enfrenta por fuera y nos rompe por dentro.

Amaneció la luz que no declina nunca, y se hizo hueco la vida dejando para siempre vacío el sepulcro que amordazó con la muerte como intrusa con sus males. Y tal y como dijo el Señor, el Templo de su cuerpo a los tres días fue rehecho con un reestreno tan nuevo como eterno jamás. El Dios infinito que le habitaba y el hombre mortal que Él no desdeñó, se abrazan ahora en esta vida nueva y renovadora que nos silba su canción poniendo letra de esperanza a la música del corazón. Es el himno de la alegría en el que se inspiran los Goethe con sus versos y los Beethoven con sus corales y sinfonías. Dios ha resucitado su humanidad, y en ella ha sido vencida su muerte y la nuestra para un siempre que no podrá jamás caducar.

¿Cómo contarlo uniéndonos dos mil años después a esta alegría que embargó a los primeros oyentes, a los primeros videntes de esta sorprendente novedad? Entonces corrió de boca en boca. El pecado y sus adláteres ya no tenían la última palabra. El triunfo de Jesús sobre el maligno cerró el discurso con su verbo de belleza, de verdad y de bondad.

Es cierto, como decíamos anoche, que hay noches que no se terminan en nuestro mundo, hay muertes que no aciertan a resucitar por no tener un Salvador al que quieran invocar para que las salve, hay heridas que siguen sangrando en este mundo enfrentado y violento, corrupto y desalmado. Todo nuestro mundo que sigue empeñado en caminar los senderos que llevan a ninguna parte. Ayer teníamos la noticia de una declaración de guerra entre las dos Coreas sobre la que planea un conflicto nuclear; ayer también supimos que una población de diez mil habitantes muy cercana a Asturias nadie en ella tiene trabajo: paro total; ¡cuántas noches, cuántas muertes, cuántos desafíos! Para todos ellos Cristo ha muerto y resucitado también. A todos ellos somos nosotros enviados con este anuncio de una buena noticia, que suena a aleluya y que pone la alegría esperanzada en nuestros labios.

Aquellos primeros cristianos salieron a las encrucijadas de todos los caminos, moviéndose en todas las direcciones, y a los cuatro vientos en todas las lenguas se pusieron a cantar albricias. No somos rehenes de nuestras torpezas, no estamos lisiados en cojeras malditas que impiden que corramos, o mudos con mordaza que no nos deja gritar, o ciegos condenados a la tiniebla cuando la luz nos ha devuelto la vista. Este era y es siempre el milagro. Esta fue y será siempre la Buena Noticia.

Estamos así de contentos aún en medio de nuestras dificultades, de nuestros retos, de las cosas sin resolver con el don de Dios y su sabiduría. Pero la alegría ya ha comenzado, nuestro callejón tiene salida, y no hay nada ni nadie que pueda arrebatarnos esta dicha, como nos acaba de decir el Papa Francisco: que nadie nos robe la esperanza.

Lo celebramos en cada parroquia y en cada comunidad cristiana, y así nos va a durar este momento nada menos que cincuenta días, lo que dura el tiempo de Pascua.

Fue al alba, sí, sucedió al alba. Y desde entonces, a pesar de nuestros cansancios, pecados, lentitudes y cobardías, sabemos que Dios nos ha abierto su casa, nos acoge, nos redime y nos regala su vida. Por eso cantamos un aleluya mañanero, por eso cantamos al alba nuestro mejor albricias. De corazón, os deseo felices pascuas.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo