Excelentísimo Cabildo Catedral y sacerdotes concelebrantes, Excelentísimo Sr. Alcalde y Corporación Municipal, Junta de Cofradías de Semana Santa y Hermandades aquí presentes (incluyendo espiritualmente a la más reciente: la Cofradía de la Borriquilla que por coincidir con su específica procesión no puede estar), religiosas, hermanos y hermanas en el Señor: Paz y Bien.
Domingo de Ramos, día de Palmas. Rememoramos aquél domingo primero, cuando Jesús entró en la ciudad santa entre alfombras a su paso y cánticos de hosannas. Era la entrada de un peregrino y como tal fue acogido con la bienvenida sincera de quienes abrían las puertas de la ciudad a quien llegaba para dar gracias.
Pero aquella subida a Jerusalén había durado tres años. Jesús no dejó de subir a la santa ciudad desde todos los recovecos que fue encontrando en el ejercicio de su ministerio como Mesías. No llegó como quien aterriza en Jerusalén cayendo de pie en los aledaños del Templo. No viajó de modo directo sin escalas y desvíos que pudieran complicarle la subida. Sabemos que Él fijó en la ciudad de David su meta última, tras haberse adentrado en otras ciudades, tras haber merodeado otros caminos, y tras haber ido encontrando todos los rostros humanos, todos sus registros de dolor y de mentira que contemplaron sus ojos y que caminaron sus pasos.
Quedan atrás ahora todos estos callejones sin salida que su palabra luminosa y sus gestos de bondad fueron abriendo con esperanza en la calle de alegría. Samaritanas cansadas de repetir el rito de ir a por un agua que la dejaban más sedienta hasta que se encontró esperándola en el brocal de sus preguntas a quien le daría la fuente de un agua viva. Nicodemos que tímidos, temerosos, clandestinos irían de noche bien embozados buscando la luz del Maestro que invitaba a nacer de nuevo para nacer de veras. Zaqueos que tras haber robado a mansalva y haber aguantado el tirón de las miradas de tantos que por eso le odiaban, se encontró con unos ojos distintos, con unos labios que le llamaron por su nombre, y por alguien que no hizo ascos a hospedarse en su casa para que allí entrara la salvación que se convirtió en justicia que comparte cuatro veces más lo que antes hurtara.
Y así también las viudas cuyas lágrimas enjugó con piedad. Las pecadoras que salvó de la insidia malhadada e hipócrita y a las que invitó con fuerza a no pecar más, y a los amigos de Betania que acompañó y con los que se dejó acompañar. Los mismos discípulos cada uno con su historia, con su nombre, con su mote y su manera de mirar al Maestro colocándose diversamente ante sus palabras.
De modo imparable, un año más y con lo que ha caído, hemos llegado al umbral de la Santa Semana. No es más de lo mismo, porque jamás pasa en balde la vida cuando sigue pasando por delante de nuestra casa. Tramo a tramo, nos hemos ido aproximando al escenario en donde Otro pagó nuestra cuenta debitada. Nos ponemos también nosotros en esa muchedumbre agolpada en aquel día en torno a la fiesta judía. Ellos y nosotros tenemos, siempre, unas oscuridades que piden ser iluminadas, unas muertes que esperan ser resucitadas. Nosotros estábamos allí. Y lo que allí sucedió entonces, para nosotros sucede hoy. En Jerusalén había la costumbre de dar la bienvenida a los peregrinos que llegaban para celebrar la Pascua con las palabras del salmo 118: “¡bendito el que viene en el nombre de Yahvéh!”. Jesús no fue la excepción. El envió previamente a dos discípulos para que trajeran un borrico, y a quien extrañado preguntase por qué, debían responder: el Señor lo necesita. Un humilde portador de quien viene como rey en nombre de Dios. La tradición iconográfica muestra más veces a un asno junto a Jesús: en el viaje de Nazaret a Belén cuando María llevaba en su seno al que nacería sin cobijo de posada, en la cueva del nacimiento, y en la huida a Egipto.
El Señor necesitaba ¡un borrico! Detalle cargado de humanidad y sencillez, contrapuesto a la cabalgadura del poderío, como no deja de indicarnos el Papa Francisco con sus gestos y sus palabras. Son las “necesidades” de un Dios que elige siempre lo débil y lo que no cuenta para confundir a los prepotentes (1 Cor 1,26-28), y así se reconocerá en la imagen del Siervo tomando la condición de esclavo, sin hacer alarde de su categoría de Dios (Filp 2,6-11), para poder dar una palabra de aliento a cualquiera que sufra abatimiento (Is 50,4-7).
Es el estremecedor relato de lo que ha costado nuestra redención. En ese drama está la respuesta de amor extremo de parte de Dios. Nuestra felicidad, el acceso a la gracia, ha tenido un precio: Él ha pagado por nosotros. Debemos situarnos en ese escenario, pues es el nuestro propio, en donde Dios en su Hijo nos obtendrá la condición de hijos ante Él y de hermanos entre nosotros. Es el estupor que experimentaba la mística franciscana Angela de Foligno al contemplar la Pasión: “Tú no me has amado en broma”; o el realismo con el que Pablo agradecerá la donación de su Señor: “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2,20). Sin este realismo que personaliza, estaríamos como espectadores ausentes que a lo sumo siguen el desarrollo del proceso de Dios, desde la butaca de la lástima o de la indiferencia. Por eso puedo decir en verdad que yo estaba allí, todo fue por mí. Sólo quien reconoce ese por mí adorará al Señor con un corazón agradecido. Es mi Semana Santa, esa que tiene ahora mi edad y que habita en la circunstancia de mi domicilio.
La liturgia de estos días santos celebrando los misterios de nuestra salvación, esa otra liturgia que pasea por nuestras calles con las procesiones de Semana Santa con el talento y la entrega de nuestras Cofradías y Hermandades, nos permitan llegar gozosos al Domingo de resurrección con nuestro mejor albricias en los labios, cantando el canto de victoria de la Pascua del Señor.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo