Cabildo de nuestra Catedral, hermanos sacerdotes, miembros de nuestra Cofradías de Penitencia de la ciudad de Oviedo, hermanos todos en el Señor resucitado. Paz y Bien.
Las Hermandades y Cofradías que hoy nos acompañan con sus cabezas descubiertas y sus hábitos cofrades, han vivido intensamente estos días escenificando en las vías Dolorosas y en las plazuelas de la Amargura, lo que siempre nos reta, nos acorrala y chantajea con todos los perfiles de la muerte oscura. Pero hoy son aquí testigos del triunfo de Jesús, hoy son cofrades del resucitado. Gracias por lo que hacéis todo el año y no sólo en estos días santos.
Fue anoche, con las primeras sombras de la tarde ya caída. La noche de la Vigilia pascual, apiñados en torno a una fogata en el atrio de nuestras iglesias, nos adentramos en el templo con las luces apagadas, presididos por el Cirio encendido. Cristo no se detuvo a dialogar con la tiniebla sino que sencillamente encendió su luz en medio de ella. Símbolo precioso, que escenifica en la liturgia lo que nos sucede en la vida diaria. A los creyentes no se nos ahorran las oscuridades, pero se nos regala una luz: esa que alumbra sin deslumbrar, esa que calienta sin abrasarnos. También los cristianos podemos apagarnos, y hasta tiritar de frío, pero se nos ofrece una llama que es capaz de iluminar y hacer que arda, lo que Dios hizo pensando en nuestra dicha.
Es el final que se torna recomienzo. Todas las penúltimas palabras llenas de oscuridad, de violencia y de muerte, han quedado enmudecidas para siempre. Había una palabra última que debía ser escuchada y es la que de modo postrero se reservó Dios mismo para pronunciarla. Tras todo un camino de conversión y escucha, llega el momento del encuentro con esa palabra. Hemos llegado al centro del año cristiano. Todo parte de aquí y todo hasta aquí nos conduce. Y como quien sale de una pesadilla que parecía inacabable y pertinaz, como quien sale de su callejón más oscuro y tenebroso, como quien termina su exilio más distanciador de los que ama, como quien concluye su pena y su prisión… así Jesús ha resucitado, según había dicho.
Por angostos que sean nuestros pesares, por malditos que resulten tantos avatares inhumanos, y por tropezosos que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha vencido. Y esto significa que ni la enfermedad, ni el dolor, ni la oscuridad, ni la tristeza, ni la persecución, ni la espada… ni la mismísima muerte tendrán ya la última palabra. Jesús ha vencido, ha resucitado, y su triunfo nos abre de par en par el camino de la esperanza, de la utopía cristiana, el camino de la verdadera humanidad, el camino que nos conduce al hogar de Dios.
Él ha querido morir nuestra muerte, para darnos como regalo más inesperado y más inmerecido lo que menos nuestro era: su propia resurrección. La puerta está abierta y el sendero limpio y despejado. Sólo basta que nuestra libertad se mueva y secunde su primordial iniciativa, la de Dios, la de su Amor. Sí, Jesús ha resucitado, y la luz ha vuelto a entrar en nuestro mundo víctima de las tinieblas de todos los viernes santos de la historia. La vida ha irrumpido en todos los rincones de muerte. Pero es posible que nosotros todavía no nos hayamos enterado, y nos ocurra como a María Magdalena, que se acerca al Sol de la vida, a Jesús, cuando todavía para ella es sólo una discreta amanecida, cuando para ella “aún estaba oscuro” como nos apunta el Evangelio (Jn 20,1). Y en lugar de reconocer en los signos de la piedra quitada del sepulcro, el cumplimiento de cuanto el Maestro había dicho, quedó asustada, y echó a correr en busca de Pedro y de los otros, para hacer una interpretación tan apresurada como inexacta: “no está el Señor, se lo han llevado del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2).
Y fueron Pedro y Juan hasta allí para ver qué había sucedido. Pero sólo Juan, el discípulo amado, el de las confidencias al costado de su Señor, el de las fidelidades al pie de la cruz, el heredero y acogedor de la mismísima Madre de su Maestro… y –nos dice el evangelio–, “vio y creyó” (Jn 20,8). La primera lectura de la misa de este día de pascua nos dice cómo los discípulos –Pedro en este caso– fueron los testigos de un acontecimiento: “nosotros somos testigos” (Hch 10,39). Sí ellos vieron el desenlace de un drama inimaginable: Jesús y lo que hizo en su paso haciendo el bien entre nosotros.
Como en la mañana primera, Dios vuelve a pasar por nuestro caos para llenarlo de armonía, revistiendo nuevamente de bondad y belleza lo que sus labios creadores de nuevo pronuncian con palabra de eternidad. Al unirnos a la alegría, al aleluya, al albricias de toda la creación y de todos los creyentes, también nosotros queremos ser testigos de su paso entre nosotros, de su paso siempre bondadoso y embellecedor. Y ¿qué debemos testificar? Pues lo que la misma Pascua proclama y canta: que la luz vence a la sombra, y la paz a la guerra, que el amor vence al odio… porque Jesús ha resucitado. Quiera Él hacernos ver, y constituirnos en testigos de ello, que todos los enemigos del hombre incluyendo a la misma muerte, no tienen ya en nuestra tierra la última palabra. Y que estamos llamados a cantar y a contar este milagro, esta maravillosa intervención de nuestro Dios. en medio de todos nuestros dramas y dificultades, ha sucedido algo, ha ocurrido algo, que ha modificado en nuestra historia todos los fatalismos que nos acorralan y atenazan: Jesús resucitado. Sí, vayamos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan sepultadas nuestras esperanzas y alegrías, nuestra fe y nuestro amor, y veamos cómo Dios quiere resucitarnos, quitar las losas de nuestras muertes, para susurrar en nosotros y entre nosotros una palabra de vida, sin fin, verdadera. El sepulcro hablaba para siempre de una muerte vacía y de la vida habitada.
La resurrección de Jesús es el triunfo de la luz sobre todas las sombras, la esperanza viva cumplida en la tierra de todas las muertes. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Cristo ha resucitado, y en Él, se ha cumplido el sueño del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño bendito que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas malditas. Felices Pascuas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo