Hemos vuelto a escuchar el relato de Jesús cuando se presenta como un Pan de vida que quita verdaderamente el hambre del corazón. En nuestro mundo siempre ha habido un sinfín de propuestas que salen al paso de nuestras necesidades hambrunas: hambre de paz, hambre de justicia, hambre de amor, hambre de esperanza, hambre de verdad, hambre de felicidad. ¡Cuántos nombres tiene el hambre de nuestro corazón! ¡Cuántos sucedáneos de alimentos falsos que no colman ni calman nuestra verdadera hambre de bien! Y, sin embargo seguimos frecuentando lo que sabemos que no sirve, lo que sabemos que nos engaña como si un simple tentempié pudiera nutrir una vida entera que necesita el alimento verdadero.
El día del Corpus Christi es siempre un aviso que nos recuerda estas cosas. Aviso porque de tanto ser engañados podemos llegar a pensar que la vida es así y que no tiene remedio, donde sólo cabe resignarse sin más. Recordatorio porque Jesús nos invita a sacudirnos la inercia de esta resignación para volvernos a hacer rebeldes con su santa osadía. Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Comedme.
Yo he recordado estos días cómo aprendí desde muy pequeño esta lección de la vida. Siendo el mayor de ocho hermanos, mi querida madre me llevaba hasta el último recién nacido para que me asomara al milagro de una vida que comenzaba. Mira como duerme tu hermanito, fíjate en la paz de sus ojos cerrados mientras descansan, observa cómo sus labios dibujan ahora una sonrisa o cómo tal vez pone carita de puchero queriendo romper a llorar: qué gozos o tristezas pasarán por sus latidos cuando el corazón pequeñín hace que su boca sonría o tenga muecas de bebé afligido. Y así me iba fijando yo en mis hermanos y hermanas pequeños según iban llegando al hogar familiar, fruto del amor esponsal de mis padres.
Pero venía la frase que a mí tanto me impresionaba pronunciada nada menos que por mi madre totalmente emocionada con una indescriptible ternura al mirar a su último pequeño: “yo me lo comería”. A lo cual yo respondía entre confuso y preocupado: pero mamá, ¿cómo te vas a comer a mi hermanito? Entonces riéndose a carcajadas llegando a despertar al pequeñín, me decía: me lo comería por así decir, porque le quiero tanto, tanto, que le hago mío, me da vida, me llena de alegría, y por eso yo misma me doy en comida para él. Ver a mi mamá amamantar a sus hijos, mientras les decía cositas y les cantaba dulzuras, era comprender qué significaba darse al otro hasta dejarse comer.
Es un lenguaje excesivo, como siempre es excesivo el lenguaje del amor. Pero a pesar de que lo digamos exageradamente, siempre se quedan cortan las palabras a la hora de contar lo mucho que queremos a quien queremos de verdad. Esto mismo hizo Jesús con sus discípulos: tomad y comed, esto es mi cuerpo. Y se nos dio en alimento que no caduca, ni engaña, sino que el corazón y la vida entera se queda colmada y calmada por semejante regalo de una comida y una bebida que expresan y son su entrega más verdadera por amor a quienes el Padre Dios le confiara.
La Eucaristía es el milagro de este gesto que permanece entre nosotros. Venimos a la Misa para hacer memorial de esta entrega bendita cuando Jesús mismo se nos dio en la apariencia de un trozo de pan y de un sorbo de vino ofreciéndosenos como su verdadero Cuerpo y Sangre que comulgamos con inmenso respeto e infinita gratitud. Por este motivo no podemos comulgar de cualquier manera, ni pueden acceder a la sagrada comunión quienes no están en paz con el Señor por llevar en cualquiera de sus formas una vida de pecado. No se puede comulgar quienes han roto con Dios, como nadie da un abrazo o un beso a aquellos con los que previamente se ha de reconciliar.
Pero no es la única comunión la que hoy se nos recuerda en la fiesta del Corpus Christi. Porque las dos fiestas más eucarísticas del año como son el Jueves Santo y el día del Corpus, son al mismo tiempo los días en los que la Iglesia nos recuerda el amor fraterno. Nosotros no podemos comulgar al Señor sin comulgar también al hermano, porque tenemos que amar a Dios amando cuanto ama Él y como lo ama Él.
Porque seguir a Jesús, nutrirse en Él, adorarle en su presencia eucarística, no puede ser pretexto para desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos «ocupados» en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero son inseparables. Así lo entiende la Iglesia cuando en la fiesta del Corpus Christi en la que adoramos a Jesús Eucaristía, nos presenta también a los pobres e indigentes, en el día de Cáritas. Difícil es comulgar a Jesús, ignorando la comunión con los hombres. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre de los hermanos: tantas hambres en tantos hermanos.
Pueden llegar a sorprendernos las cifras macroeconómicas de quienes las jalean con euforia para decir lo bien que vamos, o de quienes las afean con insidia para decir que no es para tanto. Pero los que sufren en su propia carne la falta de trabajo durante tanto tiempo ya, o quienes siendo jóvenes no se han estrenado todavía, no reciben ayuda real ni motivos de esperanza en los discursos vacíos de quienes con interés impuramente político viven del jaleo eufórico o del afeamiento insidioso. Bien sabe nuestra Cáritas cómo se llama la desesperanza y el miedo en los que no ven salida inmediata a una crisis que tanto dura. Las puertas de Cáritas tienen una aldaba que tantos tocan: no les preguntamos de dónde vienen, ni a quién votan, ni siquiera en quién creen. Es un hermano, una hermana, un niño, un anciano, una familia que nos acercan su desahucio, sus facturas de alimento o de farmacia sin poder pagar, su historia de paro que no cambia. Se les acoge, se les escucha, se les acompaña, se les ofrece cuanto podemos y tenemos para poder paliar su hambre de tantas cosas.
No, no podemos comulgar a Jesús que se nos da en su cuerpo, sin ofrecernos nosotros también a los más necesitados repitiendo el gesto que el Señor nos ha mostrado como identidad de quienes son auténticamente cristianos: tomad y comed, esto es mi cuerpo, es decir, tomad y comed: este es mi tiempo, esta es mi esperanza, estos son mis bienes que contigo comparto, esta es la fe que me mueve a hacerlo, este es el amor que aprendo mirando al Maestro, mi Señor entregado.
Al acabar la Santa Misa iremos en procesión por nuestras calles y plazas, nos acompañarán los niños y niñas que han hecho este año su primera comunión. Ellos serán la mejor custodia en nuestra procesión. Pero Jesús se adentrará por donde a diaria la vida transita en nuestra ciudad: con sus idas y venidas, con sus prisas y su calma, con sus motivos de alegría y sus razones de holganza, pero también con sus lágrimas y llantos de la gente más desesperada. El Señor pasará como quien quiere adentrarse en nuestros entresijos para decirnos que nos acompaña en la procesión de la vida, en la que circula por fuera y en la que se libra por dentro.
Venid adoradores. Hoy es Corpus Christi, día del Amor de Dios que se hace alimento en la Eucaristía, día del amor al hermano al que entregarnos. Dios está aquí, venid, adorémosle.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo