Hoy es la fiesta del Corpus Christi. Y siempre me ocurre igual ante fiestas que te llevan en volandas al rincón de recuerdos que tienen fecha y domicilio, despertando bondadosos lo que esa efeméride no quiere ni puede olvidar. Así me pasa a mí con esta fiesta: me vienen mis años de seminario en Toledo. Grandes atavíos mientras con respeto se adora a Dios que pasa por donde a diario la vida deambula. Como sabemos los hombres, hemos querido escenificar festivos que Dios se hizo entre nosotros uno más… sin ser uno cualquiera. Pero la admiración grandiosa de una procesión inmensa en la imperial Toledo, no empalidece otras procesiones discretas que a su modo sencillo acogen y acompañan el paso acompañador de ese Dios eucarístico. Hasta en los pueblos más humildes donde se celebra la procesión del Corpus, se engalanan balcones, se esparcen tomillos por las calles, porque el que viene es bendito, es Dios. Esta fiesta pertenece a la historia de nuestro pueblo creyente, que ha recordado, honrado y agradecido la Presencia del Señor entre nosotros: la santísima Eucaristía.
Él prometió no dejarnos solos; nos dijo que estaría con nosotros todos los días. Y esta presencia de Aquel que ha sido más fuerte que la muerte, se concreta en el memorial de su amor y su entrega, en el recuerdo vivo de su muerte y resurrección. Como nos dice el Evangelio de este domingo, Jesús se ha hecho nuestra comida y nuestra bebida, su Cuerpo y su Sangre dados en alimento inesperado e inmerecido… siempre. La carne y la sangre de la que habla Jesús no es una invitación a una extraña antropofagia, sino un modo plástico de indicar que Él no es un fantasma. Comer este Pan que sacia todas las hambres significa adherirse a Jesús, es decir, entrar en comunión de vida con Él, compartiendo su destino y su afán, hacerse discípulo suyo, vivir con Él y seguirle.
El Corpus Christi como fiesta fija la mirada en el gesto supremo de ese Dios que se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Compartió con nosotros los anhelos y las fatigas, las sonrisas más gratificantes y las desgracias que nos hicieron llorar. Aprendió a hablar quien nos vino como Palabra esperada, y tuvo que aprender a andar quien se humanó para pasearnos su mensaje de esperanza. Al final de sus días, tomó pan en sus manos y alzó la copa del vino escanciado: como ese pan tierno y ese vino generoso ha sido su vida entregada. Comedlo, bebedlo, compartidlo. Es mi cuerpo, es mi sangre. Os lo dejo como sacramento y milagro de mi presencia, acompañando vuestros lances, nutriendo y saciando vuestra hambre y sed de infinito. Es la compañía discreta y amorosa de Dios que se pone al lado de nuestros caminos mientras ensaya ir yendo a nuestro paso. Unas veces lo hace ligero, otras precipitado, con ágil ritmo o necesitando un resuello. Tal y como se lo impone nuestro garbo, tal y como se lo empujan o retienen nuestros pies o nuestras manos. Pero Él está ahí, sencillamente a nuestro lado.
Esta cita esperada cada año tiene en su entraña un recuerdo: que Jesús se hizo como nosotros sin dejar de ser lo que Él era. Y así llegando el trance del adiós, cuando volvió al Padre tras su vida, su muerte y su resurrección, no lo hizo sin antes darnos una misteriosa alegría: que se quedaría con nosotros todos los días hasta su vuelta. Extraña paradoja de quien dice que se va quedándose al lado, declarando su cercanía quien inicia el vuelo volando. Pero sucede así con las personas que queremos de veras. El corazón no se resigna a un adiós que pone entre nosotros distancia y silencio cuando es la presencia y la palabra lo que llena de sentido el amor, la amistad y los ensueños.
Pero atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos «ocupados» en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Por eso comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero no se pueden separar. Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al presentarnos hoy la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en el sacramento de la Eucaristía, nos presenta al mismo tiempo a los pobres de todas las pobrezas, en el día nacional de Cáritas. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre básica de los hermanos.
En medio de los datos esperanzadores que nos señalan los índices de la macroeconomía, están las realidades desoladoras de quienes arrastran su penuria expresada en tantos sufrimientos por una crisis cuya solución a ellos no les alcanza todavía. Bien lo sabe nuestra Cáritas diocesana que está atendiendo a 22.000 personas bajo el umbral de una pobreza real, y a casi 2.000 sin vivienda. Todas las iniciativas a favor de las personas en situación de riesgo y de exclusión social, se hacen pocas ante la tremenda demanda de quienes llaman a las puertas de Cáritas.
Tras el Informe Foessa, el secretario general de Cáritas dijo que estamos ante «una pobreza más extensa, más intensa, más crónica y una convivencia que se asienta cada vez más en una sociedad dual. Una pobreza más extensa porque se incrementa en número de hogares y personas; más intensa porque las situaciones de privación material y la dificultad de acceso a derechos básicos se ha acrecentado; más crónica porque no hablamos de situaciones de pobreza pasajera sino de años viviendo bajo el umbral de la pobreza, incluso en personas con empleo que siguen siendo ‘trabajadores pobres’”. A ello se añade como consecuencia de estos procesos de empobrecimiento que se trasluzca una sociedad más polarizada entre los que tienen y los que no tienen».
Hemos de adorar a Jesús-Eucaristía y hemos de reconocerlo también en ese sagrario de carne que son los hermanos, especialmente los más necesitados. Venid adoradores y adoremos. Dejemos así un mundo con surco despejado para la semilla del bien, la paz y la justicia a nuestros más pequeños. Hoy nos acompañan los niños y niñas de primera comunión de algunas de nuestras parroquias. Serán también ellos una custodia que lleva a Jesús Eucaristía en sus corazones, la custodia hermosa de su inocencia bendita. La procesión del Corpus no sólo debe ser en este día, y no sólo en lo extraordinario de unas calles engalanadas al efecto. También mañana, también en los días laborables, en el surco de lo cotidiano, los cristianos debemos seguir nuestra procesión de la Presencia de Jesús en nosotros y entre nosotros. Él está ahí, esperando que le llevemos y que le reconozcamos. Aquel que dijo estaría siempre con nosotros, nos dijo también que los pobres siempre los tendríamos. Es la procesión de la vida, en donde Dios y cuanto Él ama nos esperan y nos envían.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo